El día se veía agradable y prometedor, tanto que Malìa decidió desempacar su bañador de dos piezas color turquesa y usarlo debajo de su vestido morado para ir a la playa.
Los habitantes de New Schimer ya murmuraban cosas sobre la extraña turista, decían que era un extraterrestre y cosas de fantasía. Otros, decían que venía del infierno y eran esos los que, en realidad, estaban más cerca de la verdad.
Malía, mientras tomaba el autobús que la dejaría junto a la playa tal cual había observado en el mapa de la estación, sentía las miradas sobre sí misma, y, al girar, era de nuevo ignorada.
En su cabeza recordaba una oportunidad en la que aún vivía, conservaba su alma, y en especial a su familia.
Sólo su mamá era tan extraña como ella, ni su padre, que tenía el cabello oscuro y los ojos azules, ni su hermanita Talía que había heredado los genes de su padre, sufrían de las discriminaciones a las que ellas dos eran sometidas cada vez que salían bajo el ojo público.
De pequeña, tal vez unos cinco o seis años, ella recordaba, cuando había llegado a casa toda despeinada y con una rodilla sangrando.
-¿Qué pasó, encanto?¿Quién te hizo esto?- le preguntaba su padre alterado, pero Dalia sabía lo que pasaba y con toda la calma del mundo fue al baño por el botiquín de primeros auxilios para volver y sentarse sobre el suelo de madera de la sala, con su pequeña Malía llorando y llorando sobre el sofá con Gallan, su padre, arrullandola intentando calmar a la desconsolada niña.
Dalia tomó su piernita y con un poco de fuerza la sostuvo mientras dejaba caer un poco de alcohol ayudándose con un algodón. Tomó las pinzas y sacó de la herida varios trozos de asfalto, esas piedritas que se habían incrustado en la pierna de su preciosa y única hija. Malía tenía un corazón de oro y aunque era un poco retraída, era sólo porque no compartía con muchos niños de su edad. Y esta situación, era una explicación lógica para eso.
Dalia no habló, no dijo nada, mientras escuchaba a su hija calmarse poco a poco, Gallan acariciaba su largo cabello blanco una y otra vez y fue cuando dejó de llorar que Dalia, poniendo una curita sobre la rodilla herida y dejando un beso mágico encima, se levantó y tomó la mano de su hijita.
-Vamos a darte un baño- sugirió y ella asintió, secándose el rostro sucio y empapado. Mientras caminaban escaleras arriba, Dalia le guiñó el ojo a su preocupado esposo que se había quedado en la sala con el mal sabor en la boca de ver a su hija en ese estado.
El jabón hacía espumas, la tina tenía el agua tibia y con mucho cuidado de no mojarse la rodilla, Malía cerraba los ojos sintiendo los dedos de su madre lavándole el largo cabello. Siempre había admirado a su mamita, era la más genial, aún siendo tan “rara” como ella, tenía una sonrisa en el rostro y una actitud intachable ante los susurros sorprendidos que se escuchaban por cada lugar que pasaban. “Ellos, hija” le explicaba con serenidad mientras enjuagaba su cabeza “ Ellos tienen tantas cosas en la cabeza que olvidaron la más importante: el respeto. Tú, Malía, has aprendido hasta ahora muy bien- ella miraba con atención a su madre mientras hablaba, ahora secaba su cuerpo luego de sacarla del agua- Sabes leer, sabes los números, sabes los colores, sabes que no debes hablar con extraños. Ahora es momento de que aprendas unas cosas más- agarró sus hombros mientras se agachaba hasta tomar su altura. Los dos pares de ojos grises claros rodeados por pestañas y cejas pálidas se observaban mutuamente- Debes aprender a defenderte. Debes aprender a decir que “No” porque está bien negarse, está bien molestarse, está bien hartarse…”
“Mami- decía ella con su voz infantil, ya no lloraba, sólo grababa en su cerebro las respuestas de su madre diciéndose a sí misma que, si era dicho por mamá, era sagrado y correcto-¿Está bien golpear a los que me golpean?¿No me ganaré un problema si lo hago?- preguntaba angustiada- Mami, ese niño me jaló el cabello antes de tirarme al suelo del jardín y decirme “Anormal”. ¿Qué es ser Anormal, mami?¿Qué significa eso?”- preguntaba la niña con un nudo en su garganta, sintiendo la palabra cómo algo malo, pero para su sorpresa, su mamá le sonrió con todos los dientes.
“Ser anormal es nuestro regalo, Malía. Ámalo y aceptalo, y quierete a ti misma en el proceso, querida, porque esto- dijo señalando su físico- es lo que se te dio, y debes llevarlo con orgullo”.
“¿Quién nos hizo así, mami?¿Fue Dios?”- ella siempre se lo cuestionaba y esa vez hizo la gran pregunta en voz alta para la única que podría responder.
Pero Dalia sonrió y un extraño brillo oscuro cruzó por sus ojos, fue en sólo un pestañeo pero Malía no era tonta, sabía lo que había visto.
“Es hora de descansar. Comamos un poco de pastel de chocolate y luego, a la cama”.
Al otro día en el kinder, Malía vio con sorpresa al niño, Jeffry, ser llevado en una camilla por paramédicos, la directora y su maestra hasta una ambulancia estacionada que arrancó de inmediato luego de montarlo. Todos los niños hablaban y chachareaban y las maestras estaban tan conmocionadas que no reaccionaban a nada más que no fuese chismosear. Malía caminó hasta el grupo de amigos de Jeffry que también estudiaban con ella. Pero se sorprendió mucho cuando, al toparse con Clay, el mejor amigo del niño, este la miró asustado y se acercó a ella desesperado haciendo que un círculo de curiosos estudiantes los rodeara
-¡Por favor, Malía! ¡Perdonalo!¡Que no muera Jeffry, por favor, Malía!¡Perdonalo a él y a todos!¡No queremos morir!- el niño la miraba con los ojos muy abiertos y se arrodilló en el suelo ante ella, que lo miraba sorprendida y avergonzada de que todos la observaran, para variar.
-¿De qué hablas? Yo no le he hecho nada a Jeffry, ni a ustedes- se defendía ella con el ceño fruncido- ¿Por qué crees que morirá? ¿Y por qué crees que es mi culpa?- gritaba molesta- ¡Levántate del suelo!- él la obedeció de inmediato mirándola a los ojos muy, muy asustado. Clay habló en tono bajo, casi tanto que a Malía se le dificultó un poco el escucharlo.
-Jeffry me dijo que desde anoche no deja de ver a una mujer como… tú. Una adulta que lo sigue a todas partes, la vio en su habitación, en sus sueños, en su espejo, en el autobús. Lo último que me dijo antes de que empezara a temblar y enrollar su lengua era que se arrepentiría siempre de molestarte. La maestra dijo que era una convulsión-. Clay se veía realmente consternado- No me hagas daño, Malía. Por favor.