—¿Quién es el de la foto? —le pregunto de inmediato. No estoy para saludos en este momento—. ¿Y por qué te estás dejando tocar por ese hombre, Madeline?
Siento que la sangre se está calentando dentro de mis venas.
—Hola, doctor West. Buenas tardes, yo estoy muy bien, ¿y usted?
Dejo salir un gruñido de frustración, uno que no me esfuerzo en ocultar.
—Madeline, no me colmes la paciencia y responde a mi pregunta —le exijo con mis dientes apretados.
—¿Cuál pregunta? Me ha hecho dos.
Respira Zeus
—Madeline ¿Quién. Es. El. Tipo. De. La. Maldita. Foto? —puntualizo cada maldita palabra
Abro y cierro mi mano en un intento de calmarme.
—Con todo respeto, doctor West, eso no es de su incumbencia. Soy su compañera. Soy su amiga. ¿Lo recuerdas?
«¿De verdad se atreve a echarme eso en cara?».
—Tú no eres nada de eso, Madeline —siseo.
Y la gran carcajada que deja salir me obstina aún más.
«¿Con quién cree ella que está tratando?».
—Pues que yo sepa eso somos y si no es así, entonces viaje usted mismo a Las Vegas para decirme en la cara qué es lo que realmente soy para usted. De resto, seguirá agendando una cita. Adiós.
—¡Madeline! —grito, alejando el móvil de mi oreja—. ¡¿Cómo te atreves?!
Ella me colgó la llamada. Ella me dejó con la palabra en la boca cuando es lo que más me obstina que hagan conmigo. Nadie lo hace, nadie me deja hablando solo y ella no me dio tiempo a decirle lo que he planeado durante toda la maldita mañana decirle.
«¡Maldita sea!».
Tiro con fuerza el móvil sin importarme donde haya caído y paso mis manos por mi cabeza, recostándome de mala gana en el respaldo de la silla. Cierro los ojos con mis manos en puños y respiro profundo, buscando la manera de calmar la ira creciente dentro de mí.
Un año entero con ella. Un año entero dedicándole también mi tiempo para que todo se fuera al carajo solo porque no supe cómo exponer mi pensar.
Y es que me cuesta. Me cuesta demasiado adornar mi pensar.
No soy de los que maquilla las palabras al momento de exponerlas. Yo soy de los que dice lo que piensa de manera clara y directa y fue la maldita razón por la cual me mordía la lengua cuando me preguntaba qué pensaba de su trabajo en Las Vegas. Un maldito año entero dándole la vuelta a esa conversación, cambiado el tema o cerrándolo con firmeza, porque quería evitar esto.
Yo quería evitar que todo se fuese al carajo por no estar de acuerdo con sus actos.
Sé que a ella le gusta, le apasiona estar ahí, sobre el escenario, cantando y bailando.
Madeline, con su canto de sirena, me cautivó, me encantó, al punto de echar a un lado las exigencias mentales que tenía con respecto al prototipo de mujer que deseaba para mi vida.
«¿Me costó? Por supuesto que sí».
Me costó demasiado porque, desde que ingresé a la facultad de medicina, planifiqué mi vida para que fuese perfecta a mis treinta años.
Traté lo que me volvía un insaciable demente, me enfoqué en ser el mejor de la clase. Estudié día y noche para ser el mejor de mi generación. Me gradué antes de la edad correspondiente porque me esforcé más que los demás. Lo hice con honores y me especialicé mientras trabajaba, también mientras me volvía el dueño de esta clínica.
Todo lo hice con pasión, con dedicación y entrega para que, a esta edad, yo pudiera ofrecerle a mi esposa una vida perfecta y única.
Tenía una mentalidad que ella, con su baile, con su canto, con su sonrisa pícara, mandó al carajo. Yo tenía una lista de exigencias con respecto a la mujer perfecta ante mis ojos y Madeline Phil, con una foto y un mensaje adjunto, destrozó en segundos.
Ella me hizo cuestionarme por muchos meses, mientras caía en su juego de dimes y diretes. La fui conociendo y, mientras más sabía de ella, más desaparecía la lista de mi cabeza.
Pero había, y aún lucho con eso, un punto del cual todavía me cuesta, desprenderme.
Y es lo que hace.
No es tanto que cante o que baile, es que los demás la miren. Es verla coquetear con el público, mientras usa vestidos sugerentes y ceñidos. Es verla batir sus pestañas en el escenario a hombres que de seguro la miran con hambre, mientras se frotan la v***a en medio de sus piernas, con disimulo.
Eso es lo que me tuvo durante un año entero en jaque. No es Madi, es lo que causa. No es su baile, es lo que provoca con cada paso. No es que cante, es lo que cautiva al abrir su boca.
¿Egoísmo de mi parte? Absolutamente sí.
¿Celos? Imposible decir que no.
Pero jamás, jamás, he considerado a Madeline menos por lo que hace. Ella sola sacó de contexto mis palabras. Ella misma se creyó una idea solo porque yo expuse mi opinión sin rodeos, sin maquillaje y ahora, por culpa de su impulso, estamos en esto.
¿Que no me gusta lo que hace? Lo admito.
No me gusta y me hierve la sangre, pero, ¿qué más puedo hacer? Así la conocí y aunque me retuerza por dentro del cólera, debo soportarlo, asimilarlo y superarlo.
Me ha tomado un maldito año porque resulta que llevo más de eso con una lista mental de la mujer ideal para mí. Es lo que a ella le cuesta entender y ahora, por la misma razón de que no supo y no me dejó explicarle cómo debía, estamos en esto.
¿Qué hace ella dejándose tocar así cuando sabe perfectamente que no me gusta? ¿Por qué ahora postea fotos con un hombre y no antes?
Durante un año ella no lo hizo y ahora quiere volverme loco solo porque asumió que la veía como una puta, cuando jamás eso se me cruzó por la mente.
Reconozco que mi desacuerdo con respecto a su trabajo se prestó para esto, pero nunca he considerado a Madeline como una mujer fácil. No soy un idiota, sé diferenciar a una puta y a ella jamás la tomé como una. Pero ¿qué importa eso?
Yo estoy aquí cabreado porque ella me ha colgado el móvil. Yo estoy aquí controlando mis arrebatos, mientras ella está disfrutando la compañía de ese hombre.
Yo, Zeus West, estoy que reviento de la rabia por la chiquilla que me tambalea el sistema, mientras ella me ha retado a ir a Las Vegas para decirle cara a cara lo que somos.
Mi error fue presentarla como mi acompañante, como mi amiga, la noche de la fiesta; lo admito.
Pero ella sabe perfectamente que no lo es.
Yo solo no quise lidiar con las preguntas de mis padres, con el acoso de Hera y las bromas de Eros y Apolo. Yo me quise evitar todas esas sandeces y disfrutar su compañía en paz.
En mi mente, tenía planeado llevarla al otro día a almorzar con mi familia y con eso, dejarles en claro el lugar que Madeline tenía, y aún tiene, en mi vida.
Pero ella tuvo que insistir. Ella tuvo que ponerse necia con el tema y yo tuve que reaccionar a la primera. Y ahora ella quiere que vaya a Las Vegas y le deje las cosas claras cara a cara.
Me aflojo el nudo de mi corbata de mala gana hasta que acabo sacándomela y tirándola sobre el escritorio. Toqueteo la superficie de este con mis dedos, pensando en qué hacer, pensando en la bendita fotografía de ella siendo tocada por otro. Se veía muy sonriente, se veía en confianza con quien sea que haya sido ese tipejo.
Ella me está volviendo loco a conciencia. Ella me está llevando al límite y lo que más me desquicia es que le estoy dando ese poder.
«Al carajo».
Me levanto de mi asiento y lo primero que hago es tomar las llaves de mi auto y mi móvil, salgo de mi oficina como alma que lleva el diablo. No doy explicaciones, no miro a las enfermeras que se me atraviesan por el pasillo. Yo sigo mi camino directo hacia mi auto, dispuesto a dejarle las cosas en claro, dispuesto hacerla entender que no es una compañera, una amiga. Y, sobre todo, que no tiene que dejarse tocar por unas manos que no sean las mías.
Marco el número del capitán y al segundo repique me responde.
—Prepara el jet —le ordeno sin rodeos—. Volaremos a Las Vegas en este instante.
—Sí, señor West.
Cuelgo la llamada, ingreso a mi auto y sin importarme las multas, acelero a toda velocidad directo al aeropuerto.
—Ya todo está listo para despegar, señor —me dice el capitán al llegar frente a mí—. Ya puede subir.
—Gracias, Walker.
Avanzo con él a mi lado hacia el jet. La asistente de cabina, al verme, me otorga una sonrisa, pero yo mantengo mis facciones endurecidas al darle las buenas tardes. Estoy demasiado cabreado e impaciente como para mostrarme totalmente amable en este momento.
Mi móvil suena en mi bolsillo a mitad de las escaleras. Veo la pantalla estrellada y maldigo mi propio acto de brutalidad. Veo también el nombre de Jordan y me detengo bajo la atenta mirada del capitán.
—Continúa —le ordeno y este asiente, siguiendo su destino, yo respondo la llamada de mi colega—. ¿Qué sucede, Jordan?
—¡¿Dónde carajos estás, West?! —pregunta alterado—. ¡Vengo de tu oficina y no estás ahí! ¡Tampoco en toda la puta clínica!
—¿Qué sucede? —mantengo la calma.
—¡Una emergencia! —responde exaltado y me tenso de inmediato—. Estaba por irme a mi casa, porque mi guardia acabó hace un par de horas, pero resulta que el cirujano de turno no está en todo el edificio. Y ahora me estoy preparando, aun con el maldito cansancio encima, mientras preparan al paciente para quirófano, porque el neurocirujano que debía estar no está.
«Carajo».
—Dame el diagnóstico —exijo entre dientes.
—Hombre de setenta y cinco años, presión alta, dolor de cabeza intenso y también dolor en la parte superior y posterior del ojo izquierdo.
—Aneurisma.
—Otro más —espeta y maldice. Parece que tropezó con algo—. Tengo mis energías por el suelo, West, pero no quiero perder una vida.
Cierro mis ojos.
—Estaré en la clínica en quince minutos —le digo abriendo mis ojos y bajando las escaleras—. No perderemos una vida hoy, Jordan.
—Que sean cinco —dictamina y cuelga.
Apresurado, sin voltear atrás, regreso hacia donde dejé mi auto estacionado, marcando el número del capitán. Me responde enseguida, totalmente confundido.
—Tengo una emergencia, no viajaremos —le digo, abriendo la puerta—. Tu tiempo será renumerado como si hubiéramos viajado, Walker. Gracias por tus servicios.
Cuelgo, tiro el móvil y enciendo el motor. Acelero y salgo del aeropuerto maldiciendo por mi irresponsabilidad, por haberme dejado llevar por mi impulso.
Una vida está en juego y yo jugando al pendejo de Romeo en horas de trabajo ¡Maldita sea!
Ingreso al quirófano ya listo para ayudar a mi colega. Me trueno el cuello y, cuando los ojos de Jordan se fijan en los míos, puedo ver el cansancio reflejado en ellos. También las ganas que tiene de mandarme al carajo por haberme ido sin notificarlo.
Veo al paciente ya sedado, la incisión ya realizada por Jordan. La enfermera a su lado me ofrece un nuevo bisturí y cuando mi colega se hace a un lado, no pierdo tiempo en hacer mi trabajo. No pierdo tiempo en salvar una vida.
Mi pulso siempre fue perfecto, mis cortes también. Comienzo a extraer una sección del cráneo para acceder al aneurisma y ubicar el vaso sanguíneo que lo alimenta, para después colocar un diminuto clip de metal en el cuello del aneurisma y así detener el flujo de sangre que llega a él. El clipaje quirúrgico puede ser muy eficaz, pero como toda cirugía de cráneo, hay riesgos.
Todo se va al carajo en segundos y luchamos. Jordan lucha tanto como yo para estabilizarlo.
Mis manos no tiemblan, mis órdenes no cesan y las ganas que tenemos todos de salvar esta vida, aumentan. El sonido de las máquinas dejan en claro lo mucho que aquí estamos luchando.
—Presión alta —anuncia la enfermera—. Pulso disminuyendo.
—Lo sé —digo con calma.
—Lo estamos perdiendo, doctor West.
—No lo perderemos.
—El pulso sigue disminuyendo, doctor.
—Subirá.
Ellos están haciendo su trabajo, por un lado, mientras que yo sigo concentrado en ubicar el vaso sanguíneo que está alimentando lo sucedido.
Después de una ola de presión, el sonido de las máquinas se estabilizan, todos dentro del quirófano respiran y yo, me alejo, sintiendo un dulce amargo en mí.
Salvé una vida, pero por poco.
Mi frente está sudada, mi espalda también. Miro a mi colega y en sus ojos puedo ver lo que no me dirá aquí por respeto. Me acero y empiezo a cerrar la herida para enviar este paciente a obcecación mientras se recupera.
Entro a mi oficina, cerrando la puerta con fuerza. Me quito el cubrebocas de mala gana, la baja quirúrgica y hasta los guantes sucios que no me quité en el quirófano. Estoy cabreado, obstinado por mi propia irresponsabilidad. Por haberme ido como si mi presencia no fuese necesaria.
Casi pierdo una vida, casi alguien muere bajo mi guardia y todo por dejarme llevar. Todo por jugar al hombre enamorado.
Los recuerdos de hace unos minutos golpean mi cabeza. El sonido de su pulso disminuyendo me confronta y siento cómo una ira descomunal se apodera de mí.
Tiro con fuerza y contra el suelo el jarrón decorativo, maldigo en medio de un gruñido por mi negligencia.
Mi corazón golpea con fuerza contra mi pecho. La decepción hace de las suyas junto a esto que siento que no puedo explicar. Bajo el cúmulo de emociones que me arropan, tomo mi móvil y voy a mi conversación con ella.
"Lo siento, pero no puedo"
Envío el mensaje y sin más qué hacer, me siento en la silla, recostándome del respaldo, frustrado, indignado por mi irresponsable impulso, que casi le cuesta la vida a un hombre que llegó aquí, confiando en mí.
Si no hubiera salido de aquí, lo hubiera atendido de inmediato y no casi a media operación.
Si no me hubiera ido, jugando a ser un romántico empedernido cuando no lo soy, el paciente no hubiera estado cerca a la muerte.