Laín suspiró y desvió la mirada, observando el entorno. Una cafetería sencilla, pero elegante. Se sentía fuera de lugar, como si no perteneciera a ese sitio ni a ningún otro.
Los primeros años de su vida creció en un orfanato, carente de cualquier tipo de lujos, sin nada especial. En sus cumpleaños nunca hubo un pastel ni regalos, apenas unas felicitaciones por parte del personal que cuidaba de todos los niños, si se acordaban. Por la misma razón, no entendía del todo como alguien quería darle un obsequio y no uno cualquiera. Pese a eso, sabía perfectamente que su amiga no desistiría y terminaría convenciéndolo de alguna u otra manera. No era justo.
—Si lo hago, te comprometes a aceptar que te lo pague y…
—¿Qué parte de que es un regalo no entiendes? —La risita de la chica le provocó una sensación… agradable—. No tienes que pagarlo, es tuyo. Piensa que es una herramienta necesaria hoy día.
Laín sabía que ella insistiría y no se cansaría. No tenía más alternativa que aceptar, aunque no quería hacerlo realmente.
—Está bien, lo acep…
—Gracias, Li. —En solo unos segundos, sus manos fueron envueltas por otras más pequeñas y suaves—. Bien, ahora podremos mandarnos mensajes de textos y llamarnos.
—Tendrás que enseñarme cómo usarlo —pidió.
—No se diga más. Te daré un rápido tutorial de cómo usar un Smartphone —espetó su amiga, muy alegre.
La tarde pasó entre charlas y risas, con una extrovertida Fernanda enseñándole todo acerca del uso del teléfono móvil. Laín no podía engañarse a sí mismo diciendo que no se divirtió.
Nunca imaginó que podía pasar un grato momento con su amiga, sin las limitaciones que tenían en el trabajo. Ellos conversaban en los intervalos de descansos, pero era tan distinto para Laín estar en una cafetería del centro comercial junto a Fernanda, riéndose y disfrutando como cualquier otra persona. Sin embargo, en algún rincón de su consciencia, una vocecita le recordaba que él no era más que un ordinario y pobre chico.
Un don nadie.
~*~
Salieron del centro comercial. Laín cargando su compra junto a una risueña Fernanda. Ella le comentó que la pasarían a buscar y que no se preocupara. Laín había insistido en acompañarla a la parada del autobús, pero Fernanda se negó. No pasó desapercibido (para él) el cambió de humor que tuvo Fernanda cuando Laín le preguntó dónde tendría que ir para tomar el bus que la dejaba cerca de su casa. Fernanda no especificó con exactitud dónde vivía y Laín notó cierto atisbo de nervios en ella, pero no quiso cavilar de más.
—Ahí está mi transporte —imperó Fernanda, señalando un coche plateado que había frenado a un lado de la acera—. Li, tenemos que repetir estas salidas. Me divertí mucho contigo.
—Igual yo —profesó—. Gracias por todo, sobre todo por el regalo.
—Fue un gusto, Li. —Fernanda le besó la mejilla izquierda—. Eres mi mejor amigo.
«Mejor amigo», repitió en su mente. Laín nunca tuvo amigos, mucho menos amigas. Fernanda era la única persona que, sin dar relevancia a nada, lo aceptó. La observó hasta que ingresó al coche.
—Y tú eres mi mejor amiga —enunció, antes de que el coche se pusiera en marcha otra vez.
Quedó parado en el mismo lugar hasta que el auto se perdió de su campo de visión. Sí, la consideraba su mejor amiga.
Exhaló un suspiro y se dirigió hacia la parada de autobuses mientras esbozaba una pequeña sonrisa.
(…)
—No quiero más llamadas —espetó con desdén, mirando con recelo a su secretaria—. ¿Qué parte de eso no entendiste? ¿O acaso eres tan inepta que no captas una orden?
—Lo siento, señor. No volverá a suceder —profirió la chica.
Desde la mañana, no había dejado de firmar documentos. El trabajo se acumuló durante la semana y tuvo que pasarse todo el día dentro de la oficina cuando tendría que estar en su casa descansando. Un sábado que le resultó como un maldito día hábil.
—Retírate —demandó—. Llama a Esteban, que tenga el coche listo.
—Señor, el señor Esteban no se encuentra. Le dejó dicho que pasaría a recoger a su prima. La señorita se…
Un fuerte estallido interrumpió a la chica. Miles de pequeños trozos de cristal yacían en el piso. Producto de un impulso, terminó estrellando un vaso contra la pared. La ira lo envolvió como una manta, sus ojos color celeste cielo mutaron a dos témpanos de hielo. Aquello que oyó era inaceptable.
—Ahora resulta que mis empleados se mandan solos —imperó furioso—. Y tú, ¿qué esperas para limpiar todo esto? Apresúrate y lárgate de aquí.
—Sí, señor.
Acomodó su cabello con las manos mientras observaba a su secretaria recoger los trozos de cristal.
La situación lo enerva y no quería estar un solo instante más dentro de las cuatros paredes que parecían querer asfixiarlo en cualquier momento.
Una vez su secretaria concluyó con la labor, él salió del despacho sin saludarla.
~*~
Condujo sosegado, respetando el límite de velocidad. Las avenidas no se encontraban congestionadas por el tránsito, lo que era producente así podría despejarse un poco la mente. Rememoró el último episodio que vivió en la oficina. Reconoció que se dejó llevar por sus impulsos, pero, para él, no había nada más desleal que desobedecer una orden. Como dueño, jefe y señor, disponía de muchos empleados y uno de ellos tenía que cumplir con el deber de trasladarlo a cualquier parte. Por esa razón contaba con un chófer personal.
Se detuvo en un semáforo y observó por la ventanilla semi abierta. Una suave brisa azotó su semblante. Miró a las personas ir y venir; un grupo de chicos riendo, una pareja tomados de la mano, una señora con un bebé en brazos, la parada de autobús y un chico sentado en la banca, esperando el bus indicado que lo dejara cerca de su casa o a saber dónde.
Analizó la figura del chico, dándose cuenta de inmediato que era un simple vulgar poca cosa. Aun así, notó las comisuras de los labios ajenos imitando a la perfección una sutil sonrisa. Se preguntó qué era lo que hacía sonreír al chico que —según él— no tenía nada más que un par de bolsas en sus manos. Además, estaba vestido como si fuera un vagabundo.
Notó de soslayo el cambio de luces del semáforo, pero antes de pisar de nuevo el acelerador, aquel chico de la banca alzó la mirada y por unos breves segundos, aquellos ojos desconocidos se fijaron en él. Algo que no supo definir golpeó con brío su pecho, algo invisible se aferró a su alma, un eco se dejó oír en sus oídos, como si lo estuviera llamando y no podía descifrar el mensaje. Un cúmulo de sensaciones desconocidas atiborró dentro de su ser cuando, por unas milésimas de segundos, aquellos ojos color verde oliva quedaron atrapados en sus ojos gélidos.
El claxon de un coche lo sacó de su quimera.
—¿Qué fue eso? —musitó, pisando el acelerador.