CAPÍTULO TRES
La mañana se fundió en la tarde antes de que Sofía y Catalina se atrevieran a salir de su escondite. Tal y como Sofía había pensado, nadie había osado trepar hasta los tejados en su busca y, aunque los ruidos de la persecución se habían acercado, nunca lo habían hecho lo suficiente.
Ahora, parecía que se habían desvanecido completamente.
Catalina se asomó y miró hacia abajo, a la ciudad. El bullicio de la mañana había desaparecido, sustituido por un ritmo y una multitud más relajados.
—Tenemos que bajar de aquí —susurró Sofía a su hermana.
Catalina asintió.
—Me muero de hambre.
Sofía lo comprendía. Hacía rato que se habían terminado la manzana robada y el hambre también empezaba a roer en su estómago.
Bajaron hasta la calle y Sofía seguía mirando alrededor mientras lo hacían. Aunque los ruidos de la gente que las perseguía habían desaparecido, una parte de ella estaba convencida de que alguien se les echaría encima en el momento en el que tocaran el suelo.
Caminaban lenta y cuidadosamente por las calles, intentando ocultarse todo lo que podían. Pero era imposible evitar a la gente en Ashton, simplemente porque había demasiada. Las monjas no se habían molestado en enseñarles el aspecto del mundo, pero Sofía había oído hablar de que había ciudades más grandes más allá de los Estados Mercantes.
Ahora mismo, costaba creerlo. Había gente allá donde mirara, aunque la mayoría de la población de la ciudad ahora mismo debía estar dentro, trabajando duro. Había niños jugando en la calle, mujeres que iban y venían de los mercados y de las tiendas, obreros que llevaban herramientas y escaleras. Había tabernas y teatros, tiendas que vendían café de las tierras recientemente descubiertas más allá del Océano Espejo, bares en los que a la gente parecía interesarle casi tanto hablar como comer. Apenas podía creer que veía gente riendo, felices, tan despreocupados, pasando el tiempo ociosos y disfrutando. Apenas podía creer que un mundo así pudiera incluso existir. Era un contraste impactante con el silencio y la obediencia obligatoria del orfanato.
«Hay mucho» —envió Sofía a su hermana, observando los puestos de comida que había por todas partes, sintiendo cómo crecía su dolor de estómago a cada olor que pasaban.
Catalina dio una mirada a su alrededor. Escogió uno de los bares y avanzó hacia él con cuidado, mientras la gente que había fuera se reían de un aspirante a filósofo que intentaba argumentar cuánto del mundo era realmente posible conocer.
—Te sería más fácil si estuvieras borracho —interrumpió uno de ellos.
Otro se giró hacia Sofía y Catalina mientras estas se acercaban. Se podía palpar la hostilidad.
—Aquí no queremos a los de vuestra clase —se burló—. ¡Fuera!
Esta pura rabia era más de lo que Sofía había esperado. Aún así, volvió arrastrando los pies hasta la calle, tirando de Catalina para que su hermana no hiciera nada de lo que se pudieran arrepentir. Puede que se le hubiera caído el atizador en algún lugar mientras escapaban de la multitud, pero sin duda su mirada decía que quería darle golpes a algo.
Entonces no les quedó elección: tendrían que robar su comida. Sofía había tenido esperanzas de que alguien pudiera mostrarles caridad. Pero ella sabía que el mundo no funcionaba así.
Ambas se dieron cuenta de que era el momento de usar sus talentos, asintiendo la una a la otra en silencio y a la vez. Se colocaron una a cada lado de un callejón y ambas observaban y esperaban mientras una panadera trabajaba. Sofía esperó hasta que la panadera pudo leer sus pensamientos y, entonces, le dijo lo que quería escuchar.
«Oh, no» —pensó la panadera—. ¿Cómo los pude olvidar dentro?»
Apenas la panadera hubo tenido este pensamiento Sofía y Catalina se pusieron enseguida en acción, corriendo a toda prisa en el segundo en que la mujer les dio la espalda para entrar a por los bollos. Se movieron con rapidez, cada una agarró una brazada de pasteles, los suficientes como para llenar sus barrigas hasta casi explotar.
Las dos se agacharon detrás de un callejón y comieron vorazmente. Pronto, Sofía sintió que tenía la barriga llena, una sensación extraña y agradable, y una que jamás había tenido. La Casa de los Abandonados no creía en alimentar a sus cargas más que un mínimo esencial.
Ahora se reía mientras Catalina intentaba meterse un pastel entero en la boca.
«¿Qué pasa?» requirió su hermana.
«Solo que me gusta verte feliz» respondió Sofía.
No estaba segura de cuánto duraría esa felicidad. Estaba alerta a cada paso por si pudiera haber cazadores tras ellas. El orfanato no querría esforzarse más de lo que valían sus contratos en recuperarlas, pero ¿quién sabía cuando se trataba de las ansias de venganza de las monjas? Como poco, debían mantenerse alejadas de los centinelas y no solo porque hubieran escapado.
Al fin y al cabo, en Ashton colgaban a los ladrones.
«Tenemos que dejar de parecer huérfanas que se han escapado o nunca podremos caminar por la ciudad sin que la gente se nos quede mirando e intenten atraparnos».
Sofía miró a su hermana, sorprendida por el pensamiento.
«¿Quieres robar ropa?» —respondió Sofía.
Catalina asintió.
Aquel pensamiento añadió un poco más de miedo, pero Sofía sabía que su hermana, siempre práctica, tenía razón.
Las dos se levantaron a la vez, guardándose los pasteles que sobraban en la cintura. Sofía estaba mirando alrededor en busca de ropa, cuando notó que Catalina le tocaba el brazo. Siguió su mirada y lo vio: un tendedero, encima de un tejado. Nadie lo vigilaba.
«Por supuesto que no» —se dio cuenta con alivio. A fin de cuentas, ¿quién vigilaría un tendedero?
Aún así, Sofía notaba cómo el corazón palpitaba mientras trepaban a otro tejado. Las dos se detuvieron, miraron alrededor y, a continuación, recogieron la cuerda del mismo modo que un pescador podría haber recogido una cuerda de pescar.
Sofía robó un vestido de lana verde, junto con unas enaguas color crema que probablemente era lo que podría llevar puesto la esposa de un granjero, pero aún así era extremadamente valioso para ella. Para su sorpresa, su hermana escogió una camiseta, unos calzones y una camisola, lo que le daba más aspecto de chico de pelo pincho que de la chica que era.
—Catalina —se quejó Sofía—. ¡No puedes corretear por ahí con ese aspecto!
Catalina encogió los hombros.
—Se supone que ninguna de las dos debe tener este aspecto. ¿Por qué no puedo ir cómoda?
En parte era cierto. Las leyes suntuarias acerca de lo que podía o no podía llevar cada grado de la sociedad eran claras, los abandonados y los contratados como esclavos. Allí estaban ellas, quebrantando otra ley, abandonando sus harapos, lo único que se les permitía llevar puesto y vistiendo por encima de sus posibilidades.
—De acuerdo —dijo Sofía—. No voy a discutir. Además, tal vez esto confundirá a cualquiera que esté buscando a dos chicas —dijo riendo.
—Yo no parezco un chico —dijo bruscamente Catalina con evidente indignación.
Sofía sonrió al escuchar eso. Rescataron sus pasteles, los metieron en sus nuevos bolsillos y, juntas, se fueron.
Era más difícil sonreír ante la siguiente parte; quedaban muchas cosas por hacer si realmente querían sobrevivir. Para empezar, tenían que encontrar refugio y, a continuación, calcular qué iban a hacer, dónde iban a ir.
«Una cosa a la vez» —se recordó a sí misma.
Salieron de nuevo hacia las calles y, esta vez, era Sofía la que marcaba el camino, intentando encontrar una ruta a través de la zona más pobre de la ciudad, que para su gusto todavía estaba demasiado cerca del orfanato.
Vio una serie de casas quemadas más adelante, que evidentemente no se habían recuperado de uno de los incendios que a veces se propagaban por la ciudad cuando el río estaba bajo. Sería un lugar peligroso en el que descansar.
Aún así, Sofía se dirigió hacia ellas.
Catalina le lanzó una mirada de asombro, escéptica.
Sofía encogió los hombros.
«Peligroso es mejor que nada en absoluto» —envió.
Se acercaron con cautela y, justo cuando Sofía sacó la cabeza por la esquina, se sobresaltó cuando dos tipos salieron de entre los escombros. Aparecieron tan sucios por el hollín de estar entre los restos carbonizados que, por un instante, Sofía pensó que habían estado en el incendio.
—¡Fuera! ¡Dejad en paz nuestro trozo!
Uno de ellos fue corriendo hacia Sofía y esta chilló al dar un paso atrás involuntariamente. Parecía que Catalina podía ponerse a pelear, pero entonces el otro tipo sacó un puñal que brillaba mucho más que cualquier cosa que hubiera allí.
—¡Esto nos pertenece! ¡Buscad vuestra propia ruina o os desangraré!
Entonces las hermanas se pusieron a correr, poniendo toda la distancia que pudieron entre ellas y la casa. A cada paso, Sofía estaba segura de que podía oír los pasos de matones armados con cuchillos, o de los vigilantes o de las monjas, por algún lugar detrás de ellas.
Anduvieron hasta que les dolieron las piernas y la tarde se hizo demasiado oscura. Por lo menos, les consolaba que a cada paso estaban un paso más lejos del orfanato.
Finalmente, se acercaron a una parte de la ciudad que era algo mejor. Por alguna razón, a Catalina se le iluminó la cara al verlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sofía.
—La biblioteca del centavo —respondió su hermana—. Nos podemos meter allí dentro. A veces me escapo, cuando las monjas nos mandan a hacer recados y el bibliotecario me deja entrar aunque no tenga el centavo para pagarle.
Sofía no tenía muchas esperanzas de encontrar ayuda allí, pero lo cierto era que ella no tenía ideas mejores. Dejó que Catalina la guiara y se dirigieron a un lugar concurrido, donde los prestamistas se mezclaban con los abogados e incluso había unos cuantos carruajes mezclados con caballos y transeúntes normales.
La biblioteca era uno de los edificios más grandes de allí. Sofía conocía la historia: uno de los nobles de la ciudad había decidido educar a los pobres y dejó parte de su fortuna para construir el tipo de biblioteca que la mayoría simplemente mantenía guardada bajo llave en sus casas de campo. Evidentemente, el hecho de cobrar un centavo todavía quería decir que los más pobres no podían visitarla. Sofía nunca había tenido un centavo. Las monjas no veían ninguna razón por la que dar dinero a las que estaban a su cargo.
Ella y Catalina se acercaron a la entrada y vio a un hombre de edad avanzada allí sentado, de aspecto tierno vestido con ropa un poco gastada que, evidentemente, era tanto el guardia como el bibliotecario. Para sorpresa de Sofía, sonrió mientras ellas se acercaban. Sofía nunca había visto a nadie feliz por ver a su hermana.
—La joven Catalina —dijo—. Hacía tiempo que no venías por aquí. Y has traído una amiga. Pasad, pasad. No me interpondré en el conocimiento. Puede que el hijo del Conde Varrish pusiera un centavo como impuesto al conocimiento, pero el viejo conde nunca creyó en ello.
Parecía sincero, pero Catalina ya estaba negando con la cabeza.
—Eso no es lo que necesitamos, Godofredo —dijo Catalina—. Mi hermana y yo… nos escapamos del orfanato.
Sofía notó la conmoción en el rostro del anciano.
—No —dijo—. No, podéis hacer una estupidez así.
—Ya está hecho —dijo Sofía.
—Entonces no podéis estar aquí —insistió Godofredo—. Si viene el guardia y os encuentra aquí conmigo, podría suponer que yo tengo algo que ver con esto.
Sofía se hubiera ido en aquel momento, pero parecía que Catalina todavía lo quería intentar.
—Por favor, Godofredo —dijo Catalina—. Yo necesito…
—Tenéis que regresar —dijo Godofredo—. Suplicar el perdón. Me da pena vuestra situación, pero esta es la situación que el destino os ha dado. Volved antes de que os atrape el guardia. No puedo ayudaros. Incluso me podrían dar una paliza por no avisar al guardia de que os había visto. Esa es toda la caridad que os puedo ofrecer.
Su voz era dura y, aún así, Sofía veía la caridad en sus ojos y que le dolía decir esas palabras. Casi como si estuviera luchando contra él mismo, como si estuviera simulando un espectáculo para hacer entender su posición.
Aun así, Catalina parecía destrozada. Sofía odiaba ver así a su hermana.
Sofía se la llevó de la biblioteca.
Mientras caminaban, Catalina, con la cabeza baja, por fin habló.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Lo cierto era que Sofía no tenía una respuesta.
Continuaron caminando, pero a estas alturas ya estaba agotada de tanto andar. También estaba empezando a llover, de aquel modo constante que insinuaba que no pararía pronto. En pocos lugares llovía como lo hacía en Ashton.
Sofía se dirigió hacia las calles inclinadas y adoquinadas que bajaban hasta el río y que atravesaban la ciudad. Sofía no estaba segura de lo que esperaba encontrar allí, entre las barcazas y las chalanas de fondo plano. Dudaba de si los trabajadores del muelle y las putas les podrían ser de alguna ayuda y esas parecían ser las cosas que esta parte de la ciudad albergaba. Pero, por lo menos, era un destino. Si no había nada más, podían encontrar un lugar en el que esconderse junto a su orilla, observar cómo los barcos navegaban tranquilamente y soñar con otros lugares.
Finalmente, Sofía divisó un volado poco profundo cerca de uno de los muchos puentes de la ciudad. Se acercó. El hedor le hizo tambalearse, al igual que a Catalina, y la infestación de ratas. Pero su cansancio hacía que incluso el trozo de refugio más cutre pareciera un palacio. Tenían que huir de la lluvia. Tenían que huir de ser vistas. Y, ahora mismo, ¿qué más había? Tenían que encontrar un lugar donde nadie más, ni tan solo los vagabundos, se atrevieran a ir. Y era este.
—¿Aquí? —preguntó Catalina con repulsión—. ¿No podríamos volver a la chimenea?
Sofía negó con la cabeza. Dudaba de si serían capaces de encontrarla otra vez e, incluso si pudiesen, sería donde cualquier cazador empezaría a buscar. Este era el mejor lugar que iban a encontrar antes de que empeorara la lluvia y antes de que anocheciera.
Se tranquilizó e intentó esconder sus lágrimas por el bien de su hermana.
Poco a poco, a regañadientes, Catalina se sentó a su lado, se agarró con los brazos las rodillas y se meció a sí misma, como para dejar fuera la crueldad y el salvajismo y la desesperanza del mundo.