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Un Trono para Las Hermanas (Libro Uno)

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“Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita”.

--Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones)

De la escritora #1 en ventas Morgan Rice llega una nueva e inolvidable serie de fantasía.

En UN TRONO PARA LAS HERMANAS (Libro uno), Sofía, de 17 años y su hermana pequeña Catalina, de 15, están desesperadas por marchar de su horrible orfanato. A pesar de ser huérfanas, no deseadas y no queridas, sueñan con hacerse adultas en otro lugar, o con encontrar una vida mejor, aunque ello signifique vivir en las calles de la despiadada ciudad de Ashton.

Sofía y Catalina también son las mejores amigas y se tienen la una a la otra. Aun así, quieren diferentes cosas de la vida. Sofía, romántica y más elegante, sueña con entrar en la corte y encontrar a un noble del que enamorarse. Catalina, una luchadora, sueña con dominar la espada, luchar contra dragones y convertirse en guerrera. Sin embargo, las dos están unidas por su poder secreto y sobrenatural de leer la mente de los demás, su única gracia salvadora en un mundo que parece empeñado en destruirlas.

Cuando se lanzan cada una a su manera a una misión y aventura, luchan por sobrevivir. Enfrentadas con decisiones que ninguna puede imaginar, sus elecciones pueden empujarlas hasta el poder más alto o hundirlas en lo más profundo.

Pronto se publicará el Libro # 2 UNA CORTE PARA LOS LADRONES.

Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más”.

--The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)

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CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO UNO De todas las cosas que se podían odiar en la Casa de los Abandonados, la muela era la que más temía Sofía. Gemía mientras empujaba una palanca conectados a un poste gigante que desaparecía en el suelo mientras, a su alrededor, las otras huérfanas empujaban las suyas. Al empujarla, sentía dolor y sudaba, su pelo rojo se enredaba por el esfuerzo, su áspero vestido gris se manchaba aún más de sudor. Ahora su vestido era más corto de lo que ella quería, se subía a cada paso largo para mostrar el tatuaje en forma de máscara de su pantorrilla, señalándola como lo que era: una huérfana, una cosa poseída. Las cosas eran incluso peor para las otras chicas que había allí. A los diecisiete años, por lo menos Sofía era una de las más mayores y más grandes. La única persona más mayor en la sala era la Hermana O’Venn. La monja de la Diosa Enmascarada vestía el hábito n***o azabache de la orden, junto con una máscara de encaje a través de la que podía ver hasta el más mínimo detalle de error, tal y como todas las huérfanas no tardaban en descubrir. La hermana sostenía la correa de cuero que usaba para repartir el castigo, doblada entre sus manos mientras hablaba sin cesar al fondo, pronunciando las palabras del Libro de las Máscaras, homilías sobre la necesidad de perfeccionar a las almas abandonadas como ellas. —En este lugar aprendéis a ser útiles —entonó—. En este lugar aprendéis a ser valiosas, ya que no lo fuisteis para las mujeres de mala vida que os trajeron al mundo. La Diosa Enmascarada nos dice que debemos dar forma a nuestro lugar en el mundo a través de nuestros esfuerzos, y hoy vuestros esfuerzos giran los molinos que muelen el maíz y… ¡atiende, Sofía! Sofía se encogió de dolor al notar el impacto del cinturón al dar un chasquido. Apretó los dientes. ¿Cuántas veces la habían golpeado las hermanas en su vida? ¿Por hacer lo incorrecto o por no hacer lo correcto con la suficiente rapidez? ¿Por ser lo suficientemente hermosa como para que eso constituyera un pecado en y por sí mismo? ¿Por tener el pelo rojo de una persona problemática? Ay, si conocieran su talento. Se estremecía al pensarlo. Pues en ese momento, la hubieran golpeado hasta la muerte. —¿Me estás ignorando, niña estúpida? —exigió la monja. Golpeó una y otra vez—. ¡Arrodillaos de cara a la pared, todas! Esa era la peor parte: no importaba para nada que lo hicieras todo bien. Las monjas golpeaban a todas las chicas por los errores de una. —Se os tiene que recordar —dijo bruscamente la Hermana O’Venn, mientras Sofía oía chillar a una chica—lo que sois. Dónde estáis. —Otra chica gimoteó cuando la correa de cuero le golpeó la carne—. Sois las hijas que nadie quiso. Sois propiedad de la Diosa Enmascarada, quien os dio un hogar por su gracia. Daba vueltas por la sala y Sofía sabía que ella sería la última. La idea era hacerla sentir culpable del dolor de las demás y darles tiempo a ellas por causarles esto, antes de recibir su castigo. El castigo que estaba esperando arrodillada. Cuando podía simplemente marcharse. Ese pensamiento le venía de forma tan espontánea a Sofía que debía comprobar que no se lo enviaba de algún modo su hermana pequeña, o que no lo cogía de alguna de las otras. Ese era el problema con un talento como el suyo: venía cuando quería, no cuando lo llamaban. Pero parecía que el pensamiento realmente era suyo… y aun más, era cierto. Era mejor arriesgarse a morir que quedarse aquí un día más. Por supuesto, si se atrevía a marcharse, el castigo sería peor. Siempre encontraban un modo de hacerlo peor. Sofía había viso chicas morir de hambre durante días por haber robado o haberse resistido, haber sido obligadas a permanecer de rodillas, haberlas golpeado cuando intentaban dormir. Pero a ella ya no le preocupaba. Algo en su interior había cruzado la línea. El miedo no podía afectarla, porque de todas formas era abrumado por el miedo de lo que sucedería pronto. Al fin y al cabo, hoy cumplía diecisiete años. Ahora era lo suficientemente mayor para devolver sus años de “cuidado” a manos de las hermanas –para ser contratada y vendida como el ganado. Sofía sabía lo que les pasaba a las huérfanas que alcanzaban la mayoría de edad. Comparado con eso, no había paliza que importara. De hecho, había estado dándole vueltas en su mente durante semanas. Temiendo este día, su cumpleaños. Y ahora había llegado. Para su propia sorpresa, Sofía actuó. Se levantó sin sobresaltos y miró alrededor. La atención de la monja estaba en otra chica, a la que azotaba violentamente, así que solo le costó un momento escabullirse hasta la puerta en silencio. Probablemente las otras chicas ni se habían dado cuenta, o si lo hicieron, estaban demasiado asustadas para decir algo. Sofía salió a uno de los pasillos blancos lisos del orfanato, moviéndose sin hacer ruido, para alejarse de la sala de trabajo. Por allí había otras monjas, pero siempre y cuando se moviera con decisión, sería suficiente para evitar que la detuvieran. ¿Qué acababa de hacer? Sofía continuó andando aturdida por la Casa de los Abandonados, sin apenas poder creer que realmente lo estaba haciendo. Había razones por las que no se molestaban en cerrar con llave las puertas delanteras. La ciudad que había al otro lado de las puertas era un lugar duro –y todavía más duro para aquellos que habían empezado la vida como huérfanos. Ashton tenía los ladrones y matones que cualquier ciudad –pero también albergaba a los cazadores que capturaban a los contratados como esclavos que escapaban y personas libres que la escupirían simplemente por lo que era. Y después estaba su hermana. Catalina solo tenía quince años. Sofía no quería arrastrarla a algo peor. Catalina era fuerte, más fuerte incluso que ella, pero seguía siendo la hermana pequeña de Sofía. Sofía deambuló hasta los claustros y el patio donde se mezclaban con los chicos del orfanato de al lado, para intentar averiguar dónde estaría su hermana. No podía irse sin ella. Ya estaba casi allí cuando oyó chillar a una chica. Sofía se dirigió hacia el ruido, medio sospechando que su hermana se hubiera metido en otra pelea. Pero cuando llegó al patio, no encontró a su hermana en medio de la riña de una multitud, sino a otra chica. Esta era incluso más joven, quizás de unos trece años, y la estaban empujando y abofeteando tres chicos que casi eran lo suficientemente mayores para que los vendieran como aprendices o para el ejército. —¡Parad ya! —chilló Sofía, sorprendiéndose a sí misma tanto como pareció sorprender a los chicos que había allí. Normalmente la regla era pasar de largo de cualquier cosa que sucediera en el orfanato. Te quedabas quieta y recordabas tu sitio. Sin embargo, ahora ella dio un paso al frente. —Dejadla en paz. Los chicos se detuvieron, pero solo para mirarla fijamente. El más mayor de ellos fijó la mirada en ella con una sonrisa maliciosa. —Bueno, bueno, chicos —dijo—, parece ser que tenemos a otra que no está donde debería estar. Tenía rasgos contundentes y el tipo de mirada muerta que solo viene de años en la Casa de los Abandonados. Dio un paso al frente y, antes de que Sofía pudiera reaccionar, la agarró por el brazo. Ella se dispuso a abofetearlo, pero él era demasiado rápido, y la empujó contra el suelo. Era en momentos como estos que Sofía deseaba tener las habilidades para la lucha de su hermana, la habilidad para reunir una brutalidad inmediata de la que Sofía, a pesar de su astucia, era incapaz. «De todos modos te van a vender como una puta… también podría aprovechar mi turno». Sofía se sobresaltó al escuchar sus pensamientos. Daban una sensación casi repulsiva y supo que eran de él. El pánico brotó en ella. Empezó a pelear, pero él le sujetaba los brazos con facilidad. Solo había una cosa que podía hacer. Perdió su concentración, apelando a su talento con la esperanza de que esta vez funcionara para ella. «¡Catalina —envió—, el patio! ¡Ayúdame!» * —Con más elegancia, Catalina! —exclamó la monja—. ¡Con mucha más elegancia! Catalina no tenía mucho tiempo para la elegancia, pero aún así hizo el esfuerzo de verter agua en la copa que sujetaba la hermana. La Hermana Yvaina la contemplaba sentenciosamente desde debajo de su máscara. —No, todavía no lo tienes. Y sé que no eres torpe, niña. Te he visto haciendo piruetas en el patio. Pero no la había castigado por ello, lo que daba a entender que la Hermana Yvaina no era de las peores. Catalina lo intentó de nuevo, con la mano temblorosa. Se suponía que ella y las otras chicas debían aprender a servir las mesas nobles con elegancia, pero lo cierto era que Catalina no estaba hecha para eso. Era demasiado baja y demasiado musculosa para el tipo de feminidad elegante que las monjas tenían en mente. Existía una razón por la que ella llevaba el pelo corto, cortado como a hachazos. En el mundo ideal, donde ella era libre para escoger, anhelaba ser la aprendiz de un forjador o, quizás, de uno de los grupos de actores que trabajaban en la ciudad –o tal vez incluso la oportunidad de unirse al ejército como hacían los chicos. Esta elegante manera de servir era el tipo de lección de la que su hermana, con su sueño de aristocracia, hubiera disfrutado –pero ella no. Como si el pensamiento la hubiera llamado, de repente Catalina gritó al oír la voz de su hermana en su mente. Sin embargo, dudó; su talento no siempre era tan fiable. Pero entonces vino de nuevo y entonces también lo acompañaba el sentimiento que había detrás de él. «¡Catalina, el patio! ¡Ayúdame!» Catalina podía notar el miedo. Se alejó bruscamente de la monja, de manera involuntaria y, al hacerlo, derramó la jarra de agua por el suelo de piedra. —Lo siento —dijo—. Tengo que irme. La Hermana Yvaina todavía estaba mirando fijamente al agua. —¡Catalina, limpia eso enseguida! Pero Catalina ya estaba corriendo. Probablemente después le darían una paliza por ello, pero ya le habían dado una paliza antes. No significaba nada. Ayudar a la única persona en el mundo que le importaba sí. Corría por el orfanato. Conocía el camino, pues había aprendido cada uno de los giros y vueltas de aquel lugar durante años desde que la abandonaron aquí aquella noche horrible. Tarde de noche, también escapaba de los incesantes ronquidos y del hedor del dormitorio cuando podía, para disfrutar del lugar en la oscuridad cuando era la única que estaba despierta, cuando el único ruido era el tañido de las campanas de la ciudad, y descubría cada recoveco de sus paredes. Tenía la sensación de que un día lo necesitaría. Y ahora lo necesitaba. Catalina escuchaba el sonido de su hermana, peleando y pidiendo ayuda. Por instinto, se agachó para entrar en una habitación, agarró un atizador de la chimenea y continuó. Lo que haría con él no lo sabía. Irrumpió en el patio y el corazón se le cayó al suelo al ver que dos chicos sujetaban a su hermana mientras otro hurgaba torpemente en su vestido. Catalina sabía exactamente lo que tenía que hacer. Una furia primaria la abrumó, una rabia que no podía controlar aunque lo quisiera, y Catalina fue a toda prisa hacia delante con un rugido, balanceando el atizador hacia la cabeza del primer chico. Cuando Catalina golpeó, él se giró, así que el golpe no fue tan bueno como ella quería, pero fue suficiente para tumbarlo mientras se cogía con fuerza el lugar donde le había golpeado. Atacó a otro, alcanzándole la rodilla mientras se ponía de pie y haciéndolo caer. Golpeó al tercero en la barriga, hasta que desfalleció. Continuó golpeando, pues no quería dar tiempo a los chicos para que se recuperaran. Había estado en muchas peleas durante sus años en el orfanato y sabía que no podía fiarse ni del tamaño ni de la fuerza. La rabia era lo único que la podía ayudar a superarlo. Y, afortunadamente, eso le sobraba. Golpeó y golpeó hasta que los chicos se retiraron. Puede que los hubieran preparado para unirse al ejército, pero los Hermanos Enmascarados de su bando no les enseñaban a luchar. Eso hubiera hecho que fueran muy difíciles de controlar. Catalina golpeó a uno de los chicos en la cara y, a continuación, se giró para golpear a otro en el hombro con un chasquido de hierro sobre hueso. —Levántate —le dijo a su hermana, tendiéndole la mano—. ¡Levántate ya! Su hermana se levantó aturdida, tomando la mano de Catalina como si, por una vez, fuera ella la hermana pequeña. Catalina salió corriendo y su hermana corrió con ella. Sofía parecía volver en sí mientras corrían, algo de su antigua seguridad parecía volver mientras corrían por los pasillos del orfanato. Catalina escuchaba gritos tras ellas, de los chicos o de las monjas o de ambos. No le preocupaba. Sabía que no había otra salida para escapar. —No podemos volver —dijo Sofía—. Tenemos que dejar el orfanato. Catalina asintió. Algo así no les supondría solo una paliza como castigo. Pero entonces Catalina recordó. —Entonces, vayámonos —respondió Catalina corriendo—. Pero primero tengo que… —No —dijo Sofía—. No hay tiempo. Déjalo todo. Lo que debemos hacer es irnos. Catalina negó con la cabeza. Había algunas cosas que no se podían dejar atrás. Así que, fue corriendo en dirección al dormitorio, sin soltar el brazo de Sofía para que esta la siguiera. El dormitorio era un lugar deprimente, con unas camas que eran poco más que unos listones de madera que sobresalían de la pared como estanterías. Catalina no era tan estúpida como para poner nada importante en el pequeño baúl que estaba a los pies de su cama, donde cualquiera podía robarlo. En su lugar, se dirigió hacia una grieta que había entre dos tablas del suelo, agitándolas con los dedos hasta que una se levantó. —Catalina —Sofía resopló y jadeó, mientras cogía aire—, no hay tiempo. Catalina negó con la cabeza. —No lo dejaré aquí. Sofía tenía que saber lo que había venido a buscar; el único recuerdo que tenía de aquella noche, de su antigua vida. Finalmente, el dedo de Catalina se agarró al metal y levantó el medallón limpiándolo para que brillara en la tenue luz. Cuando era niña, estaba segura de que era oro de verdad; una fortuna esperando a ser gastada Cuando se hizo más mayor, había entendido que era una aleación más barata, pero para entonces, ya tenía mucho más valor que el oro para ella de todos modos. La miniatura de dentro, de una mujer que sonreía mientras un hombre tenía la mano encima de su hombro, era lo más cercano que tenía a un recuerdo de sus padres. Catalina normalmente no lo llevaba puesto por miedo a que una de las otras niñas, o las monjas, se lo quitaran. Ahora, se lo metió dentro del vestido. —Vámonos —dijo. Corrieron hacia la puerta del orfanato, que supuestamente siempre estaba abierta porque la Diosa Enmascarada se había encontrado las puertas cerradas cuando visitó el mundo y había condenado a los que estaban dentro. Catalina y Sofía corrieron por los giros y vueltas de los pasillos, hasta salir al vestíbulo, mirando alrededor por si las perseguían. Catalina los escuchaba, pero ahora mismo solo había la hermana que normalmente estaba al lado de la puerta: una mujer voluminosa que se movió para bloquearles el camino incluso mientras las dos se acercaban. Catalina se puso colorada al recordar inmediatamente todos los años de palizas que había recibido de sus manos. —Aquí estáis —dijo en un tono severo—. Vosotras dos habéis sido muy desobedientes y… Catalina no se detuvo; le golpeó en el estómago con el atizador, lo suficientemente fuerte como para que se doblara de dolor. Ahora mismo, deseaba que fuera una de las elegantes espadas que llevaban los cortesanos, o quizás un hacha. Tal y como estaban las cosas, tuvo que conformarse con aturdir a la mujer el tiempo suficiente para que ella y Sofía pasaran corriendo por delante de ella. Pero entonces, justo cuando Catalina estaba atravesando las puertas, se detuvo. —¡Catalina! —chilló Sofía, con pánico en la voz—. ¡Vámonos! ¡¿Qué estás haciendo?! Pero Catalina no pudo controlarlo. Incluso con los gritos de aquellos que las perseguían de forma implacable. Incluso sabiendo que ponía en peligro la libertad de las dos. Dio dos pasos hacia delante, levantó el atizador en alto y golpeó a la monja una y otra vez en la espalda. La monja gruñía y gritaba a cada golpe y cada ruido era música para el oído de Catalina. —¡Catalina! —suplicó Sofía, al borde de las lágrimas. Catalina miró fijamente a la monja durante un buen rato, demasiado rato, pues necesitaba grabar esa imagen de venganza, de justicia, en su mente. Sabía que la sustentaría durante las horribles palizas que podrían venir a continuación. Entonces dio la vuelta y escapó con su hermana de la Casa de los Abandonados, como dos fugitivas de un barco que se está hundiendo. El hedor, el ruido y el bullicio de la ciudad golpearon a Catalina, pero esta vez no redujo la velocidad. Cogió la mano de su hermana y corrieron. Y corrieron. Y corrieron. Y, a pesar de todo, respiró profundamente y sonrió ampliamente. Aunque fuera por poco tiempo, habían encontrado la libertad.

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