Parada en la grandiosa ventana del segundo piso de aquella majestuosa mansión, se encontraba Emilia, con su delicada silueta recortada contra la luz del atardecer que bañaba la estancia con tonos dorados y carmesí. Sus ojos color verde contemplaban pensativos el horizonte mientras sus dedos jugaban distraídamente con un mechón de su cabello. La imponente villa se alzaba majestuosamente en el centro del vasto terreno, dejando a su alrededor un extenso y exuberante jardín minuciosamente cuidado, adornado con una asombrosa variedad de árboles de diferentes tipos, tamaños y figuras, que formaban un verdadero espectáculo natural de formas y colores cambiantes con las estaciones.
Estaba entretenida observando el hermoso paisaje que se desplegaba ante ella como un lienzo viviente, admirando cómo las hojas de los árboles danzaban suavemente con la brisa vespertina, cuando de repente el aire se vio interrumpido por la inconfundible voz de Kaan, que resonó con desesperación en el jardín. Con el corazón acelerado, lo divisó en la distancia forcejeando violentamente con varios hombres corpulentos vestidos de n***o, una escena que llenó su pecho de una profunda e incontenible preocupación.
Emilia corrió precipitadamente hacia la robusta puerta de madera tallada, y al encontrarla firmemente cerrada, comenzó a golpear con sus puños cada vez más fuerte, mientras la ansiedad crecía en su interior—. ¡Necesito salir de aquí inmediatamente! —exclamó con voz temblorosa. Una empleada que pasaba por el corredor alfombrado la escuchó y se detuvo en seco.
—¿Qué necesita, señorita? —preguntó la empleada con genuina preocupación en su rostro, ajustando nerviosamente su delantal blanco.
—¡Necesito salir con urgencia, por favor abra la puerta! —suplicó Emilia, con la voz quebrada por la angustia y las manos temblorosas.
—Lo lamento mucho, señorita, pero no tengo las llaves en mi poder. En un momento envío al mayordomo para que pueda ayudarla —respondió la empleada, retorciendo sus manos con nerviosismo.
La empleada descendió las escaleras apresuradamente, sus pasos resonando en los escalones de mármol. Al atravesar la elegante sala principal, se encontró inesperadamente con Iker, quien la miró con sus penetrantes ojos oscuros—. Señor, la señorita Emilia desea salir con urgencia. Está realmente desesperada, golpeando insistentemente la puerta de su habitación.
Iker, con un gesto autoritario, le hizo una señal imperativa a Yosef para que se apresurara a cumplir sus órdenes anteriores. Acto seguido, subió las escaleras con paso firme y decidido hacia la habitación, abrió la puerta con brusquedad y obstaculizó deliberadamente el paso de Emilia con su imponente figura —¿Qué está sucediendo aquí? —demandó con voz grave.
—Ahí afuera está Kaan… —respondió ella con voz entrecortada y sus ojos brillantes por las lágrimas contenidas.
—¿Y quién es ese individuo? —preguntó con desdén evidente en su tono.
—Es… el hombre con quien me iba a casar… mi prometido… —susurró Emilia, bajando la mirada.
—Ah, ahora comprendo perfectamente. ¿Deseas ir a salvarlo? —cuando ella asintió débilmente, continuó con frialdad— No te preocupes innecesariamente, mis hombres ya se encargarán de él de manera definitiva.
—¿Encargarse? —el temor se reflejó en sus ojos— ¡Usted no puede simplemente matar a mi prometido! —esas palabras encendieron la furia en los ojos de Iker, quien avanzó amenazadoramente dos pasos hacia ella.
—¡Tu único y verdadero prometido soy yo! ¡No ese insignificante perdedor! —rugió con autoridad.
Emilia humedeció sus labios temblorosos, consciente de la terrible reputación de esa poderosa familia y de las atrocidades de las que eran capaces cuando la ira los dominaba. Respiró profundamente, intentando mantener la calma en medio de la tormenta.
—Señor Lanús —comenzó con voz suave—, ¿podría concederme unos momentos para hablar con él? Le prometo que lo convenceré de que se marche definitivamente —mientras hablaba, la cruel realidad se asentaba en su corazón como una pesada losa. Comprendía perfectamente que su vida había dado un giro irreversible, que ahora era una prisionera en la jaula dorada de Iker Lanús, y que escapar de allí sería tan imposible como alcanzar las estrellas con las manos. Como él mismo había declarado con brutal honestidad, Kaan ya no era su prometido. Su destino ahora estaba inexorablemente atado a él, el misterioso intruso que había irrumpido en sus sueños y en su vida sin previo aviso.
—¿Realmente te importa tanto ese individuo? —preguntó Iker con curiosidad y desprecio en su voz aterciopelada.
¿Cómo podría no importarle? Kaan había sido mucho más que su prometido; era el compañero que el destino había puesto en su camino desde la más tierna infancia. Sus recuerdos juntos se remontaban a días de juegos inocentes en jardines soleados, risas compartidas bajo árboles centenarios y promesas susurradas bajo las estrellas. Él siempre había sido extraordinariamente tierno y dulce con ella, tratándola como si fuera una delicada flor que necesitaba ser protegida. Jamás se había aprovechado de su cercanía ni había intentado forzar ni siquiera un simple beso. La había respetado con una devoción casi religiosa, seguro de que cuando el sagrado matrimonio los uniera, tendría toda una vida para amarla completamente. Kaan había encarnado la definición misma de un verdadero caballero en cada uno de sus gestos y acciones.
—Si respondo que no me importa, ¿me permitirá verlo una última vez? —preguntó Emilia, con una chispa de astucia en sus ojos húmedos.
Iker, sorprendido por su respuesta, se apartó lentamente del marco de la puerta, permitiendo que Emilia pasara junto a él como una gacela asustada. Sin embargo, sus pasos resonantes la seguían de cerca, como una sombra amenazante que no la abandonaría jamás.
Al llegar a las majestuosas escaleras de mármol, Emilia descendió precipitadamente, sus zapatillas apenas tocando los escalones pulidos. Atravesó el vestíbulo principal como una exhalación, su vestido ondeando tras ella como las alas de un pájaro en pleno vuelo. Al alcanzar la imponente puerta principal, su corazón se contrajo dolorosamente al ver a Kaan tendido en el suelo empedrado, como un guerrero caído en batalla.
—Emi, mi amor —susurró él con voz quebrada—, he venido a rescatarte, a salvarte de este infierno dorado…
Emilia se abalanzó sobre él y lo envolvió en un abrazo desesperado, mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas sonrosadas—. Oh, Kaan, nunca debiste venir aquí. Este lugar está prohibido para ti.
—Y también debería estarlo para ti, mi dulce Emilia. Si tu familia ha decidido abandonarte a este cruel destino, yo seré quien te libere. Porque tú mereces mucho más que esto, mereces una vida llena de amor verdadero y libertad —se separó ligeramente para contemplar su rostro por última vez. Su mano temblorosa acarició suavemente su cabello sedoso, y cuando sus labios estaban a punto de rozar su frente en una tierna despedida, un reluciente zapato italiano se interpuso brutalmente entre ellos.
Iker, con un movimiento calculado y cruel, empujó el rostro de Kaan con la punta de su zapato perfectamente lustrado. En un instante, agarró a Emilia con fuerza, pero sin lastimarla, atrayéndola hacia su cuerpo como si quisiera fundirla con su propio ser. Sus dedos largos y elegantes se posaron en su rostro, y sin previo aviso, sus labios se apoderaron de los de ella en un beso que marcaba territorio y declaraba posesión. Era el primer beso para ambos, un momento que debería haber sido dulce y romántico, pero que se había convertido en una demostración de poder. Sin embargo, cuando sus labios se encontraron, algo inexplicable sucedió: fue como si el tiempo se detuviera y el universo entero contuviera el aliento. Sus corazones, que hasta ese momento habían sido extraños el uno para el otro, parecieron reconocerse en un nivel más profundo que la razón, como si hubieran estado destinados a encontrarse desde el principio de los tiempos.
Cuando finalmente la liberó de aquel beso arrebatador, Emilia se tambaleó, sus piernas apenas sosteniéndola mientras intentaba recuperar el aliento. Iker dirigió su mirada triunfante hacia Kaan, quien permanecía en el suelo y apretaba sus puños con tanta fuerza que sus nudillos se habían tornado blancos, mientras lágrimas de impotencia y dolor surcaban su rostro— ¡Ella me pertenece ahora! ¡Jamás volverás a tocarla! —declaró con voz atronadora.
—Usted está completamente equivocado, señor Lanús —respondió Kaan con dignidad mientras se ponía de pie para enfrentarlo—. Lo que siente por ella no es amor verdadero, sino un mero capricho de un hombre acostumbrado a obtener todo lo que desea. Por favor, déjela en libertad, no la condene a vivir la vida sombría y vacía que han vivido todas las esposas de los Lanús antes que ella.
Iker soltó a Emilia con un movimiento brusco y se acercó amenazante a Kaan, quedando frente con frente. Sus ojos despedían un fuego helado, y la tensión en el ambiente era tan densa que podría cortarse con un cuchillo. El viento agitaba las copas de los árboles del jardín, como presagiando la tormenta que estaba por desatarse entre estos dos hombres— ¿Quién eres tú para venirme a decir qué hacer y qué no hacer? —su voz resonó como un trueno en la quietud de la noche.
—¡Soy el hombre que ama a esa mujer! —exclamó Kaan con una valentía nacida de la desesperación y sus ojos brillando con determinación mientras señalaba a Emilia, quien observaba la escena con el corazón encogido— ¡El que juró protegerla en lo que le restara de vida! No permitiré que la lastime, ella no se lo merece.
Iker dejó escapar una risa seca y cruel, sus labios curvándose en una mueca de desprecio mientras estudiaba al hombre frente a él como si fuera un insecto insignificante—. Ella no necesita protección de un perdedor como tú. Ahora lárgate de aquí o de lo contrario no sales con vida —su amenaza flotó en el aire como una sentencia de muerte.
—¡Voy a llevarme a Emilia! —gritó Kaan con desesperación, extendiendo sus brazos hacia ella en un último intento por alcanzarla. Sin embargo, Iker, con la velocidad de una serpiente al atacar, lo empujó con fuerza brutal. Su puño se estrelló contra el rostro de Kaan con un impacto que resonó en el patio empedrado, lanzándolo de nuevo al suelo como una marioneta sin hilos. Con movimientos calculados y precisos, Iker se inclinó, agarró el cabello de Kaan con dedos que parecían garras y le obligó a mirarlo directamente a los ojos, que brillaban con una amenaza mortal.
—Olvídala —susurró con una voz tan gélida como el viento invernal—, porque si me entero de que la sigues pensando, tendré que quitarte del camino definitivamente. En este mundo no puede haber dos hombres que la piensen —cada palabra era como una daga envenenada y siniestra que helaba la sangre.
Con un movimiento despectivo, Iker soltó a Kaan y se giró con la elegancia de un depredador satisfecho. Extendió su mano hacia Emilia, pero ella, en un acto reflejo nacido del miedo y la confusión, se apartó como una gacela asustada. Iker la miró de lado, sus labios curvándose en una sonrisa enigmática que no alcanzaba sus ojos, y con un simple gesto de sus cejas, ordenó a sus hombres que se llevaran a Kaan.
—Emi, volveré por ti —logró vocalizar Kaan mientras era arrastrado por dos guardaespaldas que parecían torres humanas vestidas de n***o. Sus gritos se fueron desvaneciendo en la distancia como el eco de una promesa que el viento dispersaba. Los últimos rayos del sol poniente bañaban la escena con tonos rojizos. Una vez que la figura de Kaan desapareció tras los imponentes portones de hierro forjado, Iker se volvió hacia Emilia, sus ojos escrutando cada detalle de su rostro angelical.
—¿Lo amas? —preguntó con una voz que mezclaba curiosidad y amenaza. La observaba como un artista estudiaría su obra maestra, notando cada matiz de tristeza en sus facciones, cada sombra de dolor en sus ojos. Podía ver claramente que existía un sentimiento profundo y arraigado dentro de ella, como raíces antiguas que se entrelazaban con su alma. Era un sentimiento que estaba decidido a arrancar de raíz, porque en su mente obsesiva, solo él tendría derecho a ocupar ese espacio sagrado en su corazón.
—Solo, no lo lastime —suplicó Emilia, su voz quebrándose como cristal fino—. Y prometo que haré todo lo que usted me pida, seré su sumisa y esclava de su cama, le pariré los hijos que sean necesarios —Las palabras brotaban de sus labios temblorosos como una letanía desesperada, cada promesa una cadena más que la ataba a su nuevo destino. Iker, conmovido por su vulnerabilidad o quizás excitado por su sumisión, colocó suavemente su dedo índice sobre sus labios rosados, silenciando sus promesas. El contacto envió ondas eléctricas por el cuerpo de Emilia, su corazón latió desbocado contra su pecho. La sensación se intensificó cuando Iker retiró el dedo solo para reemplazarlo con sus labios hambrientos.
—Está bien, no le pasará nada —murmuró contra sus labios y su aliento cálido mezclándose con el de ella—, pero arráncalo de tu pecho, y empieza a amarme. Porque seré yo tu dueño —las palabras eran pronunciadas como un decreto real, inevitable e incuestionable—. Debes amarme, ¿comprendes? —insistió, aunque en su interior sabía que él mismo era incapaz de corresponder a ese amor que exigía. Era una cruel ironía que él demandara un sentimiento que no podía retribuir, pero así era el mundo de Iker Lanús: un universo de reglas unilaterales donde solo su voluntad imperaba.
Satisfecho con el asentimiento sumiso de Emilia, se alejó con pasos medidos y seguros. Atravesó el umbral de la villa mientras extraía su teléfono del bolsillo interior de su costoso traje italiano. Sus dedos se movieron con precisión sobre la pantalla, marcando un número que conocía de memoria.
—Eren —su voz resonó con autoridad a través del dispositivo—. Avísales a todos que me casaré mañana.
—¿¡Qué!? —la voz de Eren explotó al otro lado de la línea. El sonido de una silla arrastrándose y pasos apresurados indicaban que se había puesto en movimiento— ¿¡Te volviste loco!? —masculló entre dientes y susurro furioso.
—Estoy más cuerdo que nunca.
—No, definitivamente no estás cuerdo. Seguro el golpe que te diste en la cabeza, te dañó el cerebro.
—Doctor, lo espero esta noche en mi villa, haré la petición de mano de la señorita Cásper.
—No te atrevas a cortarme…
La llamada se cerró, y Eren maldijo— ¿Qué fue lo que te dijo para que estés así? —el anciano se acomodó en las sillas de la alberca— ¿Era él? —asintió apretando los labios—. Ahora que locura va a cometer.
—Va a casarse —el anciano sonrió.
—¿Para cuándo es la boda?
—Mañana —ante aquella respuesta, la sonrisa se le borró.
—¿Y de dónde sacó esa mujer? ¿Acaso la ama? —Eren tragó saliva.
—Por favor abuelo, como podría amarla, si apenas unas semanas despertó del coma. Ha pasado de un lado a otro tratando de averiguar quien estuvo detrás del accidente. No ha tenido tiempo para enamoramientos, más teniendo a esa mujer en su corazón.
—¿Entonces por qué quiere casarse tan pronto?
—No lo sé. Tal vez por llevarte la contraria. Ya sabes que siempre ha querido hacer lo que le da su santa voluntad. Nunca ha estado de acuerdo con las reglas de la familia.
—Si, ya lo sé. Por esa razón es que esa mujer murió —se levantó del asiento y dijo—. Hazle saber que, si se vuelve a enamorar, la vuelve a perder.