CAPÍTULO I: 1872-1
CAPÍTULO I
Mientras el Conde de Rockbrook se dirigía en carruaje hacia la enorme mansión georgiana que había pertenecido a su familia desde la época de Carlos II, no sentía ningún orgullo de propietario.
En realidad, apenas se fijó en ella, pues iba profundamente ensimismado en sus pensamientos cuando condujo los caballos hacia los viejos robles que se erguían junto a la escalinata de la puerta principal.
Una sola mirada a su nuevo amo bastó a los servidores, quienes usaban la librea de botones relucientes con el escudo de Rockbrook, para comprender que éste estaba de muy mal humor y, como no lo conocían, se mostraban algo inquietos ante su presencia.
Siempre habían dado por sentado que el hijo único del Conde heredaría el título a su muerte, pero suponían que ello ocurriría en unos diez o veinte años.
Sin embargo, tanto el Conde como el Vizconde, su hijo, habían sufrido un accidente cuando viajaban en uno de los “peligrosos trenes", como los llamaba la gente, y ambos habían muerto. El condado, por lo tanto, había pasado a manos de un primo que ni siquiera había soñado en heredarlo.
El nuevo Conde, joven de treinta y dos años que, en su calidad de soldado, sólo contaba con escasos recursos financieros, estaba maravillado y algo perplejo ante la magnitud de su herencia.
Necesitaba acostumbrarse, no sólo a su nueva posición en el condado, sino a su posición en la corte. En realidad, era un novato, que ignoraba todo lo referente al protocolo que regía en el Palacio de Buckingham y en el Castillo de Windsor.
Cuando estaba en el ejército, el General siempre insistía en llevarlo con él al Castillo de Windsor y solía decirle:
—Usted ha estado bajo mi mando el tiempo suficiente como para conocer mis hábitos y no hacer preguntas idiotas Brook. De manera que, si voy a Windsor, vendrá conmigo al Castillo.
El joven oficial aceptaba aquello como una lisonja, aunque sabía de sobra que el otro Aide-de Camp se mostraba celoso y se quejaba de aquel favoritismo. Pero el General era inflexible y no se podían discutir sus órdenes.
El Conde pensaba ahora que aquello, que en aquel momento le había parecido un aprendizaje provechoso en su vida militar, había representado para él, al final de cuentas, una peligrosa trampa.
Cruzó la gran sala de muros de mármol, llena de estatuas de dioses y diosas griegas, y se dirigió a la magnífica biblioteca donde, como sabía, solía recluirse su tío.
Pensó que, más tarde, cuando comenzara a hacer cambios en la casa, como era costumbre, podría elegir una habitación más pequeña, más confortable y más cálida, sobre todo, para descansar. Pero, por el momento, dejaría las cosas como estaban, hasta que pudiera afirmar su autoridad y comenzar a modificar las cosas según sus deseos.
El entusiasmo que sintió al comprender que él era el propietario de los cuadros que acababa de ver en el corredor y de los libros que, en la biblioteca, se apilaban desde el piso hasta el techo, se enfrió de pronto cuando la nube que oscurecía su alma abatió de nuevo su cabeza.
Afuera, el sol primaveral resplandecía sobre un manto de flores doradas y lilas. Desde que era niño y se hospedaba con frecuencia con sus padres en Rock, pensaba que aquél era el lugar más maravilloso del mundo.
Bajo el calor de la India, soñaba con las frescas aguas del lago donde había nadado y con la sombra de los árboles, en la cual pastaban pacíficamente los ciervos hasta que lo veían acercarse.
Se acordaba de haber jugado a las escondidas por los corredores del ático repleto de reliquias del pasado, y del mayordomo, quien lo había conducido a los sótanos cuyos pisos helados de piedra y pesadas puertas de enormes cerraduras le hicieron pensar en una tumba, y de pronto, inesperadamente, había heredado Rock Parrara
Cuando se enteró de la muerte de su tío y de su primo, se había quedado atónito. Y, después del funeral, advirtió que los parientes que nunca se habían dignado pensar en él y los dignatarios del condado que antes sólo lo saludaban con indiferencia, le rendían pleitesía. Se dio cuenta de lo que significaba ser sólo un m*****o de una familia importante, a ser heredero de un título nobiliario. Pero, lamentablemente, ésa no era la única diferencia.
Después de pasarse toda la noche cavilando, apenas podía dar crédito al abismo de destrucción que se había abierto a sus pies, pero se había hecho el propósito de no caer en él.
Todo empezó poco después de Navidad. El General había sido invitado de nuevo al Castillo de Windsor y, como siempre, le había dicho a su Aide-de Camp favorito:
— ¡Vendrá conmigo!
Aunque el Castillo era frío en el invierno, y los huéspedes menos distinguidos se sentían a menudo incómodos, el Capitán Lytton Brook, como se le llamaba a él entonces, había aceptado gustosamente cumplir con ese deber.
—No permaneceremos allí sino el tiempo indispensable— había asegurado el General—, pero me interesa ver los progresos del consorte alemán.
—Que no son pocos, señor— había respondido el Conde y el General había asentido con un gruñido.
No sólo las habitaciones del Castillo estaban espantosamente frías, sino que los visitantes de Windsor, y otras residencias reales advirtieron pronto el descuido que Reinaba en ellas.
A veces, costaba trabajo encontrar a un sirviente que condujera a los visitantes a sus habitaciones y, a menudo, los recién llegados no sabían cómo regresar a ellas después de abandonar el comedor.
El Conde oyó decir que, en una ocasión, el Ministro de Relaciones Exteriores de Francia se había pasado una hora dando vueltas por los corredores de Windsor tratando en vano de identificar su dormitorio.
Por fin, al abrir una puerta, se encontró a la Reina sentada frente a un espejo, mientras una doncella le cepillaba el cabello antes que se retirara.
Otro huésped, que era amigo del Conde, le dijo a éste que había resuelto abandonar la búsqueda en un arranque de desesperación.
—Me dormí sobre un sofá de la galería— le dijo—, y cuando la doncella me encontró por la mañana, pensó que era un vagabundo y llamó a la policía.
Al Conde le había divertido mucho la historia, y se la contó al General; quien, a su vez, le narró una anécdota de Lord Palmerston, a quien todos conocían como “Cupido”.
Mientras buscaba la habitación de una hermosa dama, Lord Palmerston había ido a dar a la alcoba de otra mujer, que, al verlo, lanzó un alarido pidiendo auxilio, pues creyó que se trataba de un violador.
Ahora se rumoraba que el Príncipe Consorte, con la ayuda del Barón Stockmar, se había decidido a poner orden y decencia en el reino.
Pero, lamentablemente, según había creído entender el Conde, era ya demasiado tarde.
En aquella última visita que había hecho al Castillo, se fue a la cama después de una magnífica cena rociada por excelentes vinos y de tomar parte en un baile mucho más divertido que la conversación que, sobre asuntos de Estado, se desarrollaba en la sala.
Había terminado de leer uno de los periódicos que encontró en la sala y estaba a punto de apagar las velas encendidas junto a su cama cuando se abrió la puerta y, para su sorpresa, vio aparecer a Lady Louise Welwyn.
La luz de las velas otorgaba extraños reflejos a la túnica blanca que ella llevaba puesta y al Conde, por un momento, le pareció un fantasma.
Luego, a medida que la vio avanzar hacia la cama con una sonrisa sensual en los labios y un fulgor inequívoco en los ojos oscuros, comprendió que todo lo que había oído decir acerca de ella era cierto.
Sus compañeros del ejército comentaban que ella pertenecía a la misma categoría de Lady Augusta Somerset, la hija mayor del Duque de Beaufort.
Esta era, según se decía, una muchacha caprichosa dispuesta a obedecer a sus incontroladas pasiones, y así se lo habían dicho a su padre.
Se produjo un tremendo escándalo cuando corrió el rumor de que el Príncipe George de Cambridge, un joven, aunque tímido seductor, la había dejado embarazada. Más tarde se comprobó que no era cierto, pero las malas lenguas siguieron en acción, asegurando que "no hay humo donde no hay fuego". El escándalo fue tal que Lady Augusta se evaporó del escenario y Lady Louise ocupó su lugar.
Era una mujer muy bella y el Conde no hubiera sido humano de no haber aceptado los favores que tan pródigamente le ofrecía. Además, como pensó más tarde con cinismo, la noche era muy fría, su cama no contaba con frazadas suficientes, y Lady Louise, después de todo, le había proporcionado un poco de calor. Le sorprendieron los fogosos ímpetus de la joven y el interés que había concebido por él.
Había tenido muchos “amores” en su vida, ninguno de los cuales fue particularmente serio y, en su mayoría, se habían enfriado rápidamente.
Lo cierto era que sus deberes en el regimiento le impedían desempeñar el papel de amante, como no fuera de manera esporádica.
Pero, desde luego, no había ido a Windsor con la intención de tener una relación amorosa. Había bailado dos veces con Lady Louise después de cenar y, aunque le había parecido atractiva, le interesó más otra de las damas de compañía de la Reina, cuya conversación le divirtió mucho.
—Quería pedirte que vinieras a mi alcoba— le había dicho Lady Louise con franqueza en aquella ocasión—, pero era difícil hablar sin que nos escucharan, de manera que decidí buscarte por mi cuenta.
Él había permanecido tres noches en Windsor, durante las cuales Lady Louise no faltó un solo día, hasta que se sintió extenuado. Después, se despidió de ella, tratando de evitar posteriores complicaciones sentimentales.
—Gracias— le había dicho—, por hacer tan grata mi visita a una residencia real.
Ella, sin responder, había tomado la cara de él entre las manos, y acercándola a la suya con ademán salvaje, lo besó con furia.
Cuando el Conde regresó al cuartel, se dijo que una de las reformas que podía hacer el Príncipe Consorte era suprimir del servicio de la Reina a jóvenes como Lady Louise y Lady Augusta.
La Reina, en cambio, era encantadora. Era estimulante ver a aquella joven, tan formal y ansiosa de llegar a ser una buena soberana, que vivía enamorada de su esposo alemán.
El Conde sabía que, desde el casamiento de la Reina, se advertía en la corte un ambiente de respeto y austeridad.
Londres, desde luego, proporcionaba todo tipo de diversiones eróticas a caballeros y soldados, pero eso era muy diferente a permitir que la vida de los hombres decentes de pronto se viera invadida por lo que solía llamarse “el lado siniestro de la existencia”.
En realidad, le había sorprendido el comportamiento de Lady Louise, no tanto por la desordenada pasión que demostró, sino porque ello había ocurrido en una de las residencias reales.
Comprendía que tenía razón al pensar que las mujeres de conducta dudosa debían permanecer alejadas de las damas respetables. Él y Lady Louise, se había dicho entonces, sabían que su relación era pasajera. Ella no sugirió, en ningún momento, que volvieran a encontrarse y el Conde tenía demasiadas cosas en qué pensar para ocuparse en absoluto de ella.
Tal vez volvieran a encontrarse en fiestas o bailes; pero, para él, el episodio había concluido, aunque tuvo que reconocer que fue uno de los inesperados placeres que le había deparado su visita al Castillo de Windsor.
El día anterior, sin embargo, había recibido una noticia asombrosa:
Se le invitaba a comer al Palacio de Buckingham, a fin de celebrar un asunto semiestatal que preocupaba al monarca.
Le había parecido divertido que ya no lo invitaran como un oficial al servicio de su General, sino en calidad de Conde de Rockbrook, y cuando el mayordomo anunció su nombre con voz estentórea en el palacio estuvo consciente de la importancia de su título.
La Reina lo había recibido con una sonrisa encantadora, que reservaba para los jóvenes bien parecidos y le extendió la mano, que él rozó con sus labios. Al incorporarse, le hizo una silenciosa reverencia a Su Majestad, y luego al Príncipe Alberto, antes de alejarse en busca de alguna cara conocida.