Bernardo retrocedió, estaba herido, se alejó de ahí, se veía destrozado. Caminaba deprisa, con lágrimas corriendo por su rostro. «Mi hija ya no me quiere, nunca va a perdonarme. Yo ya la he perdonado, ¿Cómo puede ser tan dura conmigo?», pensó. El auto de Lydia viró en la esquina, ella pudo ver a Bernardo de lejos, sus ojos se abrieron enormes al encontrarlo. «¿Bernardo Valencia? ¿Qué hace por aquí?», pensó. Sin embargo, el auto avanzó hasta llegar al frente de la iglesia. —Hemos llegado, señora. Lydia sonrió, bajó enseguida. Corrió hasta ahí, y vio a los hombres que estaban frente a la puerta. Tuvo un mal presentimiento. —Déjenme entrar. —¿Tiene invitación? Ella les mirò incrédula. —¡No! Pero, tengo que entrar. —La misa es privada, señora, si no tiene invitación, no puede e