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Leila observaba por la ventana del departamento que había alquilado a aquel hombre. Su rostro se veía sereno mientras coqueteaba con una mujer desconocida para ella.
Dentro de sí se preguntaba cómo era posible que pudiese estar tan tranquilo mientras su familia y ella estaban atravesando todo un infierno por la muerte de su padre. Ni siquiera sabían si había sido por causas naturales. Solamente alguien les había llamado y dicho que ya no estaba junto a ellos en la tierra y punto final.
Lo peor de todo había sido cuando estaban en el velorio y había llegado aquel hombre de nombre Eric. Su padre nunca lo había nombrado, pero al parecer, habían llegado a ser los “amigos” más cercanos ya que él había llorado por su padre como nadie más.
Luego, la sorpresa había aumentado al momento de leer el testamento.
¿Por qué le había dejado de la mitad de sus activos a ese hombre?
¡Ni siquiera el abogado familiar sabía!
Todo aquello había sucedido seis meses atrás y por la misma razón aquel hombre estaba tan feliz y relajado. Porque estaba disfrutando el dinero de su padre. Dinero que no le pertenecía, pero, que lastimosamente aún no sabían cómo demostrarlo.
Sus ojos eran marrones y su sonrisa encantadora. Leila creyó al principio que era más joven que ella y tendría alrededor de veinticinco años. Pero después, cuando el detective privado le mostró toda la información sobre él, se dio cuenta que no era así. Realmente tenía treinta años y al parecer, había tenido una vida algo difícil ya que su última vivienda había estado a las afueras de la ciudad, donde normalmente vivían las personas con pocos recursos.
Eso la dejó pensando aún más.
¿Su padre le dejó todo porque era una persona que lo necesitaba?
Ella había vivido gran parte de su vida en Asia. Allí había estudiado y comenzado su vida laboral. Después de lo ocurrido con su padre, había decidido que era hora de volver a Canadá y dedicarse a la pequeña empresa familiar que había manejado su padre durante un largo tiempo y que ahora, debía manejar su madre sola, puesto que no tenía más hijos. Solamente ella.
Así que, desde el momento que había decidido volver a su país, se había enfocado en dos cosas: la empresa y Eric.
Ella no creía que él fuese una persona buena y contando las veces que se había encargado de seguirlo personalmente, estaba segura de que había estafado a su padre.
Él siempre le había dicho que sus propiedades serían familiares. Nada lo daría a nadie más porque él había luchado junto a su madre por todo lo que tenían para que sus hijos (en este caso solo ella), tuvieran una vida excelente y nunca les faltara nada como a ellos les había hecho falta.
Esas palabras habían calado en su ser durante mucho tiempo y por la misma razón, estaba segura de que algo había sucedido mientras ella no estaba y su madre había ido de vacaciones a visitarla.
Todo había sucedido en el mes de enero. Él no había podido viajar con ellas por la empresa. Había llegado un excelente negocio y no podía abandonarlo. Claramente hubo peleas, pero al final, todos decidieron que lo mejor que podían hacer, era aceptar que él no viajara y se quedara manejando la empresa.
— ¡Papá! —Había exclamado ella por celular—. ¿Cómo es posible que no vengas a visitar a tu propia hija?
— Cariño… —suspiró su padre pasando una mano por su rostro—. De verdad me es imposible. Sabes cómo ha estado la empresa, es necesario este negocio.
— Pero soy tu hija. ¡Es nuestro viaje familiar!
— ¿Y si la empresa cae en banca rota? ¿Me darás el dinero que necesite?
La línea permaneció en silencio y Leila exhaló con fuerza. Su padre tenía razón. Ella no tenía cómo responder a eso y, además, tampoco todo el dinero que necesitarían si la empresa cayera. Los bancos no les prestarían más dinero.
— Pero papá…
— Cariño, apenas cierre este negocio te prometo que tomaré el primer vuelo y las acompañaré.
Pero eso nunca pasó.
Leila y su madre habían pasado el mes completo solas y esperando la llegada de su padre. Se habían comunicado un centenar de veces con él, pero siempre recibían la misma respuesta.
— Todavía no cierro el negocio, cariño. Pronto nos veremos.
— Llevas diciendo eso veinte días… —Leila susurró al teléfono. Su madre se había quedado dormida y no quería despertarla.
— Entiendo completamente que estés furiosa con tu padre —la voz de Alexander (su padre) se escuchó más ronca de lo normal—. No sabes lo exhausto que me tiene, pero pronto lo cerraré. Hoy tuvimos una reunión y salió bien.
— ¿Me dirás con quién es?
— Es una sorpresa. No quiero estropearlo. Cuando lo cierre, podrás saberlo.
Y ese era el momento en el que todavía no sabía de quién se trataba. Cuando había llegado a revisar todos los documentos, no había nada de los últimos días en el escritorio y estudio de su padre. Parecía como si todo hubiese sido un invento.
Tampoco había movimientos en las cuentas de la empresa y tampoco personales. Todo estaba en su lugar.
Por esa misma razón era que a Eric, el desconocido, no lo había considerado como un sospechoso. Porque básicamente no había pruebas y él había dicho que se habían conocido en ese mes y había sido bastante amigos que su padre había decidido dejarle una parte de su herencia para que él no tuviera que preocuparse por nada.
Falso.
— Señorita… —Leila salió de sus pensamientos y observó al mesero que la miraba con preocupación—. ¿Quisiera tomar algo? Lo que sucede es que, si no toma nada, tendremos que pedir su mesa.
— ¿Es en serio?
— Lo lamento mucho —el mesero bajó la mirada y rápidamente la volvió a observar con atención—. Si quiere, puedo traer una limonada. ¿Le parece?
Leila frunció el ceño e hizo un puchero, pero asintió.
Estaba siguiendo a Eric y no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Solamente quería conocer todos sus pasos.
Cada vez que salía a seguirlo, cambiaba su apariencia. Llevaba varias semanas y cada vez estaba más segura que era un idiota. Lastimosamente no había visto nada rato aún, pero, si podía ver que era un mujeriego que le gustaba apostar el dinero de su padre. Lo peor era que tenía buena suerte y había visto cómo lograba duplicar lo apostado varias veces.
— Aquí tiene.
Leila miró al mismo mesero y luego lo que le había llevado.
¿Por qué no se veía como una limonada?
— ¿Qué es esto? —Cuestionó, sin entender.
— Oh, bueno… el hombre que ha estado mirando se lo envió. Dijo que como cortesía —respondió el muchacho y la mujer sintió como todo el color había subido a sus mejillas.
— Dios mío…
— ¿Disculpe?
— ¡Déjelo ahí! —Exclamó y dejó que su rostro se recargara en la mesa—. Soy una estúpida.
No pensaba que fuera tan obvia y ahora no sabía si ya podía reconocerla de las veces anteriores que lo había seguido.
¿Qué tal ya supiera que se trataba de la hija de Alexander?
Leila se mantuvo con la mirada gacha unos cuantos minutos y luego soltó un soplido. No podía hacer nada. Ya había quedado como una psicópata que lo estaba observando a lo lejos y no quería incomodarse más. Tenía que pensar en otras maneras para seguirlo porque él ya había puesto sus ojos en ella y no podía volver a ser descubierta.
Sus pensamientos continuaron vagando, hasta que la sombra de una persona alta se interpuso en su camino y tapó la luz que llegaba a su mesa. Lentamente subió sus ojos por el cuerpo del hombre de pie enfrente suyo y estuvo segura de que su rostro era un rostro de circunstancias.
Allí estaba él.
— Hola.
Su voz era precisamente como la recordaba de la vez que había hablado el abogado familiar con él por teléfono.
Ellos no habían tenido ningún tipo de encuentro ya que cuando les habían dicho a las dos lo que había sucedido con la herencia, su madre había decidido ponerse al frente de todo porque sabía cómo se comportaría ella y quería cualquier tipo de confrontación.
— ¿Disculpa? ¿Quién eres? —Soltó Leila con arrogancia. Lo odiaba.
— Creo que debes saberlo perfectamente —se rió suavemente el hombre—. Te he visto observarme desde que llegué.
— ¿Ah? Para nada.
— Estoy seguro de ello. Lo lamento.
— No te lo pregunté —le cortó ella y volteó a mirar la bebida—. Por cierto, eso es tuyo.
— La envié para ti. Es un regalo por tu mirada.
— No la quiero.
— Yo tampoco —Eric se encogió de hombros y volvió a sonreír.
Era un hombre muy guapo. Lastimosamente ella lo odiaba y sentía que tenía que ver en la muerte de su padre. No podía aceptar nada de su parte.
— Lo siento —la mujer se levantó de la mesa—, debo irme. Se me hace tarde.
— ¿Quieres que te lleve a algún lugar?
— ¿Qué? —Se burló ella—. Un hombre desconocido quiere llevarme en su auto. Claro.
— Mi nombre es Eric.
— Igual no te conozco.
Leila abrazó su bolso y comenzó a caminar lejos de él, pero sus palabras la hicieron detenerse.
— Si quieres puedes conocerme.