Me desperté temprano esa mañana, con la esperanza de que el ajetreo de la cocina pudiera distraerme de la noche anterior. Los rayos del sol apenas comenzaban a filtrarse por las ventanas mientras preparaba el desayuno, intentando concentrarme en las tareas simples y repetitivas: cortar frutas, batir los huevos, tostar el pan.
El sonido de pasos descalzos en el suelo de madera me alertó de que Diego también se había levantado. Lo sentí acercarse antes de que siquiera dijera una palabra, su presencia inconfundible, cargada de una tensión que era casi palpable. Me giré un poco para verlo, y allí estaba, con el torso desnudo, como acostumbraba, su cabello despeinado y una expresión que reflejaba el peso de nuestras últimas interacciones.
Diego se quedó de pie detrás de mí, observándome en si
