Capítulo VIII
Drew llegó a su estudio después de haber atravesado patios vacíos y de haber recorrido pasillos desiertos. Todavía era demasiado pronto para que hubiera estudiantes, empleados o profesores en el campus, como ya sabía por las otras veces en las que había llegado a primerísima hora a la universidad. Le gustaba vivir ese momento en el que el inmenso ateneo parecía dormir en la bruma matinal, como un leviatán yaciendo para descansar, pero poseedor de la potencia que en poco tiempo se habría liberado durante la acción. Buscó el número de Kobayashi en su agenda y llamó. Respondió una voz sutil, en japonés.
—Moshi moshi5.
—Drew desu ga, Kobayashi-san onegaishimasu 6 ? —respondió Drew con su japonés básico.
—Buenos días, profesor Drew —la interlocutora conmutó inmediatamente al inglés, al reconocerlo—. Soy Maoko. El profesor Kobayashi me ha hablado de usted. Desgraciadamente, ahora está dando una clase, pero acabará dentro de poco. Lamento muchísimo no poder ponerles en comunicación ahora mismo, profesor.
Drew se acordó de cuando lo había visto la última vez, hace unos meses, en una conferencia; Kobayashi le había hablado de su brillante alumna, Maoko Yamazaki, que estaba saltando cursos y acabaría la carrera antes de los tiempos convencionales. Era un placer poder hablar con alguien con tales dotes, y, al mismo tiempo, apreciaba la exquisita educación de la que los japoneses hacen gala durante las conversaciones. La muchacha sentía verdaderamente no poder ponerlo en comunicación con Kobayashi; no fingía de manera hipócrita como habría hecho un occidental.
—Le agradezco su amabilidad, Maoko-san7. ¿Sería tan amable de pedirle que me llamara en cuanto volviera? Es muy importante —preguntó Drew.
—Por supuesto, profesor. ¿Puede darme su número...? ¡Oh! ¡Aquí está el profesor Kobayashi! Se pone inmediatamente. Le deseo que tenga un buen día.
«Increíble», pensó Drew, «Maoko sabía que Kobayashi iba a volver muy pronto y, sin embargo, para no hacerme esperar, había preferido que me llamara él más tarde. Un occidental habría dicho simplemente: espere un momento, llegará dentro de poco. Verdaderamente, tenemos mucho que aprender de los japoneses, en lo que a educación se refiere».
—¡Drew-san, amigo mío! —exclamó Kobayashi en el teléfono con alegría—. ¿Qué te hace llamar a un comedor de arroz como yo?
—Hola, Kobayashi. Necesito tu ayuda en una investigación bastante complicada. ¿Tienes tiempo para mí?
—Por supuesto, Drew-san. Acabo de terminar un trabajo para el nuevo acelerador de partículas que están construyendo en Chiba y tengo unas semanas de descanso. ¿Qué necesitas exactamente?
—He topado con un fenómeno extraño que requiere un profundo estudio. Se manifiesta solo en presencia de cantidades precisas de energía y me gustaría comprender el mecanismo que lo gobierna. Como trabajas cotidianamente con los niveles de energía que me interesan, he pensado que podrías ocuparte de esta parte de la investigación. ¿Qué opinas?
Kobayashi se sentía halagado.
—Tu petición me honra. Acepto sin dudarlo. ¿Cómo piensas proceder?
—Sobre todo, necesito que vengas a Manchester para que te pueda mostrar el fenómeno y el montaje que lo produce. Después, junto a los otros científicos del grupo que estoy formando, intentaremos construir la teoría que explique lo que pasa. ¿Te parece bien?
—Naturalmente, Drew-san. ¿Quiénes son los demás?
—Kamaranda para los cálculos, Schultz para la relatividad y... ejem..., Novak para la estructura fina de la materia.
—¿Novak? ¿Jasmine Novak? —soltó Kobayashi, pero se contuvo enseguida—. Drew-san, amigo mío, sabes que he tenido discusiones muy desagradables con Jasmine Novak. No consigo ponerme de acuerdo con ella. En la última conferencia, en Berna, se levantó en medio del público al final de mi exposición y proclamó: «Profesor Kobayashi, ¿está usted convencido realmente de lo que dice? He identificado, en su exposición, tres, y digo bien, tres, errores fundamentales de apreciación...» y a partir de ahí empezó a deshacer trozo a trozo mi tesis, con los científicos del público escuchándola como si fuera un oráculo y yo haciendo el papelón del principiante. Te lo ruego, Drew-san, amigo, ¿no tienes ninguna alternativa?
Drew estaba al corriente del numerito de Novak con Kobayashi, pero no, no tenía ninguna alternativa.
—Nobu-san, querido amigo, eres el mejor en tu campo y nadie puede igualarte. Novak tiene un carácter difícil pero también una mente excepcional; por eso precisamente pudo encontrar algunos puntos en tu trabajo que ella consideraba «errores fundamentales» pero que, sin embargo, para todos los demás, parecían solo detalles que había que afinar. Justamente, necesitamos una mente como la suya en nuestro grupo. ¿Crees que podrás trabajar con ella?
Kobayashi cedió:
—De acuerdo, Drew-san, amigo mío. Lo haré por ti y por la ciencia. Pero te lo ruego, deja que venga Maoko-san también. Es excepcional y me ayudará a soportar a Jasmine-san.
Drew estaba exultante.
—Por supuesto, Nobu-san. Será un honor para mí tener en mi grupo a una brillante estudiante como es la señorita Yamazaki. En unas horas te informaré de la fecha de la reunión en Manchester. Te doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón.
—Soy yo quien está agradecido, Drew-san. Hasta pronto. ¡Konnichiwa!8
—¡Konnichiwa, Nobu-san!
Drew se sentía inmensamente aliviado por haber conseguido la participación de Kobayashi a pesar de las dificultades que sabía que se iban a presentar, y la idea de añadir a Maoko, por parte de Kobayashi, era la garantía de una convivencia aceptable en el seno del grupo.
La cultura japonesa coloca a la mujer en una posición subordinada con respecto al hombre, por eso era normal que Kobayashi no viera de buen ojo a la emancipadísima Jasmine Novak. Maoko daría a Kobayashi la impresión de que él seguía teniendo el control y, al mismo tiempo, sería la intermediaria entre él y Novak, tanto en lo científico como en lo humano, para la serenidad de todos y el éxito del proyecto.
Ahora, Kamaranda.
El teléfono estuvo sonando mucho rato, hasta que una voz femenina respondió directamente en inglés:
—Dígame —dijo alguien en un tono apático.
—Soy el profesor Drew, de Manchester. ¿Está el profesor Kamaranda?
—Está bajo la higuera, reflexionando —dijo la mujer con tono molesto.
—¿Podría ir a buscarlo?
—Ahora no. Estoy ocupada.
Drew pasó al ataque, impaciente.
—Tengo que hablar con él urgentemente. ¡Vaya a llamarlo inmediatamente!
En absoluto impresionada, la mujer se puso más impertinente.
—Voy en cuanto pueda. Llame dentro de una hora.
Drew perdió los estribos.
—¡Escucha, imbécil, ve inmediatamente a llamar a Kamaranda, si no tendrás que vértelas con él, que te devolverá a la calle para que duermas en las aceras!
Entonces la mujer reaccionó, y cómo:
—¡Bastardo colonialista de mierda! Tus padres masacraron a poblaciones inocentes, incluidos mujeres y niños; nos exprimíais hasta matarnos para enriqueceros y ganar honores para la zorra de vuestra reina. Si crees que voy a mover el culo para servirte, ¡puedes morirte ya! —Y colgó violentamente.
Drew estaba furioso. Se vio a sí mismo con el teléfono mudo en la mano; por la rabia tuvo el impulso de golpearlo contra el escritorio como si fuera un martillo, pero hizo una respiración profunda, cerró los ojos, y se calmó rápidamente.
¡Justo esa mañana había tenido que toparse con la nieta de las víctimas del colonialismo! Y qué bien hablaba inglés, ¡parecía de Birmingham! Pero no conocía mucho la historia de la India: en la época de Gandhi, cuando presumiblemente sus padres habían sufrido la opresión inglesa, estaba el rey, y no la reina.
En todo caso, ahora, ¿qué podía hacer? Esa mujer le iba a impedir comunicar con Kamaranda; no le pasaría jamás sus llamadas. Y él tenía prisa ¡demonios!
Además, la mujer debía haber visto el número en la pantalla del teléfono, y había comprendido que la llamada venía de Gran Bretaña: por eso había respondido en inglés. Ahora estaría atenta, y si Drew volviera a llamar sería inútil y contraproducente.
En ese momento entró Marlon. Habían quedado a las ocho en el despacho de Drew y el chico era puntual. Tuvo una idea.
—¡Hola Marlon! Escucha, ¿conoces a alguien que esté estudiando en India, en Raipur?
—Buenos días, profesor. Déjeme pensar... ¡Ah, sí! Thomas Chatham está haciendo allí su doctorado. Lo conozco bien. ¿Por qué lo pregunta?
Drew volvió a tener esperanza.
—Un pequeño favor. ¿Podrías llamarle y pedirle que fuera a buscar al profesor Kamaranda? Está bajo la higuera, donde suele ir para reflexionar sobre los problemas de matemáticas; tendría que pedirle que me llamara lo más rápidamente posible a este número.
La petición extrañó mucho a Marlon, pero como conocía las excentricidades de Drew no hizo más preguntas. Buscó el número de su amigo en su móvil y usó el teléfono fijo del laboratorio para llamarlo.
Chatham respondió enseguida. Acababa de terminar la última clase del día; le vendría bien darse un paseo para ir a buscar al iluminado de Kamaranda. Lo encontró, efectivamente, bajo la higuera, con la expresión absorta de un gurú en plena meditación. Le transmitió el mensaje y, diez minutos más tarde, sonaba el teléfono de Drew.
—Buenos días, con Drew.
—Hola, Drew. Soy Kamaranda. Cuéntame. —Kamaranda era un hombre sintético que iba directamente al grano, sin hacer historias.
—Perdona si te he molestado, pero me gustaría proponerte un trabajo de investigación sobre un fenómeno físico particular. Necesito tu capacidad para crear modelos matemáticos para trabajar sobre la teoría del fenómeno. ¿Te apuntas?
—¿Cuándo y dónde?
—Aquí, en Manchester, en cuanto puedas. Tienes que verlo con tus propios ojos y...
—Mañana por la tarde, según Greenwich, estaré allí.
—¡Estupendo! Gracias, Radni. Hasta mañana.
Drew se relajó. Había podido salir del lío en que se había metido, aunque no había sido completamente por su culpa, gracias a la ayuda de los dos estudiantes. Eran unos buenos chicos.
—Gracias por tu ayuda, Marlon. Ven, te invito a un té.
Mientras caminaban por el pasillo hacia la cocina de la universidad, Marlon no pudo resistir a la curiosidad:
—Profesor Drew, perdone mi indiscreción, pero me parece que el profesor Kamaranda ha sido increíblemente rápido para aceptar el trabajo; quién sabe si ya está preparando las maletas. ¿Es normal?
—No sabría decirte, Marlon. A lo mejor necesita solo cambiar de aire —no le habló de la bruja del teléfono; podría ser, de hecho, que le hubieran endosado la mujer a Kamaranda solo porque era de la familia de alguien importante, aunque fuera completamente inepta para el trabajo. Era posible que el matemático estuviese en conflicto continuo con ella, y la oportunidad de escaparse a Manchester se le presentaba como un salvavidas inesperado. Si hubiese contado a Marlon la conversación con la mujer, habría tenido que explicarle también las razones de su desmotivación, y como Marlon era un estudiante n***o, Drew pensó que sería mejor no sacar el tema de la época colonial y todos sus delitos, que, ciertamente, no era menos graves que los que se perpetraron contra las poblaciones africanas deportadas como esclavos. Esto podría haber molestado a Marlon, o incluso ofenderle, lo cual no habría sido positivo para el ambiente del grupo de investigación. Mejor no sacar ciertos temas.
La cocina estaba dotada de todo lo necesario para preparar un típico té al estilo inglés, con algunas teteras, varias tazas, una placa de cocina para calentar el agua, los tés más consumidos, tanto en bolsas como a granel, platos, azúcar, y un surtido discreto de pastelillos y galletas. No faltaba la leche, que debía ser añadida rigurosamente al final de la preparación. Según los adeptos a la ortodoxia del té original, los ingleses habían arruinado aquella bebida deliciosa al añadir la leche, cosa probablemente cierta, pero, si a ellos les gustaba así, ¿por qué hacer un problema de ello? Para gustos no hay colores: ¿qué deberían decir los italianos, entonces, al ver que los americanos cocinan la pizza en la parrilla?
Drew hirvió el agua, vertió un poco en la tetera para calentarla por dentro, la vació, añadió tres cucharillas de hojas de Darjeeling, su té preferido: una cuchara por taza y una más para la tetera, según la tradición. Añadió el agua hirviendo y dejó la infusión cuatro minutos, el tiempo necesario para conseguir la concentración ideal para él.
—Otra cosa, profesor —retomó Marlon—, ¿quién va a pagar a los científicos a los que ha convocado? El profesor Kamaranda, por ejemplo, ha aceptado el encargo simplemente y mañana estará aquí. ¿Quién va a pagar el viaje, los gastos de la estancia, la prestación profesional?
—La Universidad de Manchester tiene una convención anual con muchas universidades, gracias a la cual los científicos que trabajan en los distintos centros que la han suscrito reciben su sueldo como si permanecieran en su universidad de origen; los gastos son reembolsados automáticamente porque entran dentro de las categorías previstas en los presupuestos. Como el movimiento de personas es bastante equilibrado entre las distintas universidades, el equilibrio final no se ve alterado prácticamente, pero todas las universidades obtienen un beneficio desde el punto de vista científico, gracias a la contribución de los cerebros que emigran durante un cierto periodo de tiempo.