Capítulo VII
Drew no podía dormir.
La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible, cosa que en su campo de estudio era totalmente impensable. Necesitaba un lugar seguro en el que refugiarse tras las jornadas vividas en medio de teorías intangibles, y ese puerto era el despertador. Esa noche, sin embargo, su tictac no lo relajaba, sino que agitaba todavía más el curso de sus pensamientos.
Durante el día, entre dos lecciones, había empezado a crear un elenco de posibles compañeros que podría involucrar en la investigación del fenómeno. Había incluido, sin dudarlo, a Nobu Kobayashi, quien, por sus investigaciones sobre las altas energías, dispondría seguramente de los instrumentos necesarios para trabajar de manera eficaz sobre el problema; después había añadido a Radni Kamaranda, un matemático brillante que había podido construir el modelo matemático de un proceso físico complejo en un periodo de tiempo irrisorio respecto a lo que habrían necesitado los especialistas. Como el fenómeno que debían estudiar estaba ligado, muy probablemente, a la manipulación del tejido espaciotemporal, un físico relativista de gran valor como Dieter Schultz podría encontrar materia prima para sus fabricaciones. También necesitaba el elemento clave del grupo, alguien dotado de una intuición tal que pudiera ver la solución escondida dentro del revoltijo enorme de información y conjeturas. Alguien que, en el momento justo, pudiera comprender la verdadera esencia del fenómeno, y sintetizar instantáneamente los elementos desordenados que tuviera a su disposición, abriendo así el camino a sus compañeros.
Solo conocía una persona con esta cualidad innata, que, por otro lado, le había generado grandes complicaciones. Jasmine Novak había publicado algunos artículos sobre la teoría de las cuerdas, en los que su capacidad para intuir lo que otros no conseguían ni siquiera entrever emergía con una claridad tan cristalina que la hacían parecer como un ser sobrehumano. Drew sabía que nunca habría sido capaz de igualarla, y sabía, por lo tanto, que Novak era la persona que podría llevarlos directamente hasta la solución. Pero Novak también era una mujer.
Él no conseguía relacionarse adecuadamente con las mujeres, y temía no ser capaz de trabajar de manera serena y provechosa con una científica de ese calibre. Además, Novak era orgullosa y rebelde; un espíritu independiente que no hacía compromisos con los que estaban a su alrededor. Veía su vida como la única justa y posible; en caso de conflicto era más que capaz de abandonar todo sin importarle las consecuencias. En resumidas cuentas, era una mujer difícil y él no sabía cómo gestionarla, pero la necesitaba. La había añadido, resignado, al final de la lista, el último nombre de un pequeño grupo de científicos que habría intentado desvelar las leyes que gobernaban un fenómeno físico de tal envergadura que podría cambiar el curso de la historia humana, si llegaran a comprenderlo.
Volvió a pensar en Kobayashi y las altas energías. Después de todo, el experimento que Marlon había hecho funcionar no necesitaba tanta energía; todo cabía en una mesa de laboratorio, estaba constituido por un generador de unos miles de voltios, dos fuentes de alimentación de baja tensión, electrodos, placas, una bobina y varios aparatos de regulación, además del ordenador para controlarlo todo. No parecía que hiciera falta nada demasiado especial para obtener el efecto, pero Drew se dijo que debían obtener la solución lo más rápidamente posible, y para ganar tiempo era mejor recurrir a los mejores científicos.
«Lo más rápido posible...», se repitió Drew a sí mismo. «Pero... ¿por qué?». ¿Para que McKintock pudiera iniciar su actividad de mensajería internacional para financiar la Universidad? Aquello se había convertido, en apariencia, en el fin último de su descubrimiento, pensó con amargura. Pero no podía reducirse a eso; él no lo aceptaría. Es cierto que la Universidad podría tener la exclusiva del hallazgo para su aplicación en sistemas de transporte de mercancías, pero todas las demás aplicaciones deberían estar a disposición de todos. Y no podría ser de otro modo para un descubrimiento científico tan revolucionario
Transportar personas, por ejemplo, como en el famoso teletransporte a menudo presente en las historias de ciencia ficción, debería ser una aplicación más importante que el mero movimiento de mercancía. Habría permitido una interacción directa e inmediata entre individuos que vivieran a mucha distancia; podrían organizarse reuniones de trabajo pocos minutos antes de su comienzo, con intervinientes dispersos por todo el mundo, y que tras el encuentro podrían volver en un instante a sus actividades propias.
Un enfermo podría ser tratado por los mejores especialistas independientemente del lugar en el que estos operaran habitualmente, y sin los tiempos ni los costes del transporte convencional.
El lugar de trabajo o de estudio podría ser cualquiera con un sistema de transporte como aquel. El padre podría trabajar en Sidney, la madre en Toronto, el hijo estudiaría en Dallas y, por la noche, irían todos juntos a cenar a un restaurante en Venecia.
El modo de vida cambiaría radicalmente, con consecuencias sociales tan potentes que dejarían a todo el mundo perplejo. Por otro lado, ¿estaría bien poner en las manos del hombre un instrumento de tal calibre? ¿Para qué lo habría utilizado? ¿Las guerras? ¿Cómo habrían sido? Espantosas, de solo pensarlo.
Pero, quizá, si el método de transporte estuviera realmente al alcance de todos se podrían evitar, con mucha probabilidad, los abusos más que probables de un único propietario. La Tierra encontraría un nuevo equilibrio y una nueva era de paz, y el hombre sería más libre de pensar y de progresar.
«¡Qué utopía!», se dijo Drew. «¿Cómo puedo hacerme ilusiones de que, justamente, gracias a este descubrimiento, el hombre pueda hacerse mejor?». Nunca había sido así en toda la historia humana, independientemente de los instrumentos de los que se disponía.
No había nada que hacer, ya sabía que tenía entre las manos algo extraordinariamente revolucionario, pero en vez de estar excitado y anticipar la gloria que habría obtenido, estaba lleno de desconsuelo y amargura. Este nuevo descubrimiento podría, quizá, llevar a la humanidad a la ruina, y los libros de historia recordarían que él, Drew, fue el máximo responsable de todo aquello, el que había iniciado todo.
Pero, pero... también era verdad que, a pesar de sus errores y sus locuras delirantes, la humanidad había avanzado de todas formas. Cierto, dejando atrás un enorme rastro de muertes de inocentes. Pero la evolución había continuado, tanto de la tecnología como de la ética. ¡Quién sabe si esta vez los seres humanos podrían demostrar más raciocinio y más respeto por los otros...! Le costaba creérselo, pero ¿quién era él para decidir qué era lo mejor para la r**a humana? Él era un científico que había tropezado por total casualidad con un fenómeno inesperado y excepcional, o, mejor, gracias a la perspicacia de su estudiante, el fenómeno se había revelado y ahora se preparaban para estudiarlo. Sin Marlon, quizá nunca se habría producido el descubrimiento, en vista de las circunstancias absolutamente casuales que habían tomado parte en él, y la humanidad no habría podido conocer ni utilizar el fenómeno, ni para bien ni para mal.
Tenía que esforzarse al máximo en su estudio y su comprensión, con una teoría que lo explicase y permitiera utilizarlo. Se lo debía a la ciencia, a Marlon y a sí mismo. Si McKintock quería usarla para sostener la universidad, que lo hiciera. La Universidad de Manchester era todo para Drew, le había dado trabajo durante treinta años, un trabajo prestigioso al lado de muchos premios Nobel; era su casa durante muchas más horas al día que su propio domicilio, y los compañeros y los alumnos lo respetaban. Gracias a la universidad podría colaborar con otros científicos como él, vinculados a los ateneos más importantes del globo. Se sentía en deuda, y donar al menos una parte de los beneficios del descubrimiento a la universidad le parecía una manera de devolver lo recibido.
El techo no era tan oscuro como hasta ese momento; se asomó por la ventana y vio que la aurora ya había disuelto la noche, irradiando una claridad portentosa y creciente sobre Manchester; el preludio de un amanecer espléndido. La misma aurora que él estaba viviendo en la dilución progresiva del misterio científico que habría intentado, junto a sus compañeros, transformar en el amanecer de un conocimiento superior para la humanidad.
Se levantó, en absoluto cansado, y descubrió que tenía muchísima hambre. Se preparó un desayuno sustancial y lo consumió con satisfacción, pensando mientras tanto en cuál sería la hora más correcta para llamar a los colaboradores que había elegido para el proyecto. Tenía que llamar inmediatamente a Kobayashi, porque en Osaka ya era por la tarde. Justo después tendría que llamar a Kamaranda, porque trabajaba en Raipur, en el noreste de la India. Schultz en Heidelberg y Novak en Oslo estaban mucho más cerca de su huso horario, por lo que a ellos podría llamarlos más tarde durante la mañana.
Se vistió y salió al encuentro del alba, derecho a la Universidad, y al inicio de una aventura que lo llevaría donde él no habría podido imaginar jamás.