Capítulo 4: La encontré.

2148 Words
★ Dilan Después de su partida, me quedé inmóvil, observando la alfombra empapada por el agua que esa mujer atolondrada había derramado. El reflejo de las luces del techo se deslizaba sobre las manchas mojadas, creando un juego de sombras inquietante, como si la habitación misma se burlara de mi estado de ánimo. Con un suspiro frustrado, alcé el teléfono de mi escritorio y llamé a mi secretaria, solicitándole urgentemente que enviara a alguien para que se encargara de limpiar esa maldita alfombra. Mis palabras resonaron en la habitación, mezclándose con el zumbido distante del tráfico de la ciudad afuera. Era como si cada pequeño inconveniente, cada detalle fuera de lugar, se confabulara para probar mi paciencia. Mi mente estaba abarrotada de trabajo: nuevos inversores, clientes potenciales, antiguos interesados en unirse a la compañía... Cada pensamiento era una nota discordante en la sinfonía caótica de mis responsabilidades empresariales. Luchaba por mantener la compostura en medio de este vendaval de exigencias, sintiendo la presión constante de expectativas ajenas y propias. Detestaba la mediocridad con una pasión heredada de mi padre. Él era un hombre implacable, un individuo despreciable que jamás mostró compasión por sus empleados. Su legado de desprecio se arraigó en mi ser como una semilla de amargura, creciendo con cada decisión que tomaba. Temía ser más indulgente de lo que él alguna vez fue, como si el fantasma de su desdén acechara en cada esquina de mi conciencia, recordándome siempre que la debilidad no tenía cabida en mi mundo. —Dylan, cariño. El sonido de los tacones resonó en la habitación mientras la puerta se abría y cerraba, atrayendo mi atención hacia la desagradable voz estridente de Montserrat. Su presencia era como una nota discordante en la sinfonía de mi día, una intrusión no solicitada en mi mundo cuidadosamente controlado. Mis ojos permanecían fijos en los documentos esparcidos sobre mi escritorio, especialmente en un currículum en particular que había captado mi interés. Sin embargo, mis sentidos estaban alerta ante la invasión de mi espacio personal, como un guardián vigilante en un castillo asediado. No tenía tiempo ni paciencia para lidiar con su histeria. —¿Qué haces aquí? Lárgate —respondí sin siquiera mirarla, mis palabras eran cortantes como un cuchillo afilado, llenas de desdén. No me apetecía lidiar con problemas hoy, no con la tormenta de preocupaciones que nublaba mi mente y amenazaba con desatar un caos aún mayor. Montserrat era la última persona con la que quería lidiar en ese momento. —No es apropiado que hables así a tu prometida, Dylan. He estado tratando de comunicarme contigo, estaba preocupada por ti, por nosotros —se acercó y se sentó en mi regazo, sus palabras flotaban en el aire como una melodía discordante en medio del silencio tenso de la habitación. Con gesto de fastidio, continué con mi tarea, mi mente resistiendo el embate de sus manipulaciones emocionales, como un navegante enfrentando las olas turbulentas de un mar embravecido. Era evidente que esta mujer no comprendía que no iba a convertirla en mi esposa por más que insistiera, era como un niño aferrándose a un juguete roto en un intento desesperado por restaurar su integridad perdida. Soy susceptible a la persuasión, pero no a la manipulación, como un guerrero entrenado para resistir los ardides del enemigo más astuto. —Cariño, deja de trabajar. Mi familia está esperando que pidas mi mano. Mañana es mi cumpleaños, ¿me harás la propuesta de matrimonio? Podríamos invitar a la prensa y hacer público nuestro compromiso —suspiró con entusiasmo, sus palabras sonaban vacías, sin peso, como un eco hueco en mi mente. El matrimonio, para mí, no era más que una institución opresiva, una cadena que amenazaba con sofocar mi libertad. No deseaba estar atado a nadie, y mucho menos a alguien como Montserrat, cuya insistencia solo lograba que me alejase más. —Montserrat, vete, estoy trabajando —interrumpí su discurso sin apartar la mirada del currículum en mis manos, mis palabras eran firmes, inamovibles. —Es fea —comentó. —¿Jenny? Suena a nombre de bailarina exótica. —Bromeó, pero yo seguía concentrado en la foto del currículum, ignorando sus palabras vacías. —Parece triste —observé, ignorando las palabras de Montserrat mientras continuaba parloteando, mi mente buscaba encontrar sentido en los detalles ocultos de la imagen frente a mí. —Deja eso y hagamos algo más interesante y placentero, cariño. Me arrebató el currículum y lo dejó caer al escritorio antes de desabrochar su vestido y dejarlo caer al suelo. Sus gestos eran seductores, pero no provocaban más que un profundo aborrecimiento en mi interior. Montserrat era indudablemente hermosa, con curvas que podían tentar a cualquier hombre, pero no despertaba ni un ápice de interés en mí. Era como mirar una estatua de mármol: fría, perfecta y completamente inerte. —Ella no volverá, seguramente no querrá trabajar para mí —dije en voz baja, con mis palabras cargadas de una certeza que no lograba comprender del todo. —Dylan, deja de pensar en otras mujeres cuando estás conmigo —dijo Montserrat mientras se sentaba sobre mí, sus palabras eran como el zumbido molesto de un insecto en mi oído, una distracción que me impedía concentrarme. —Es la única forma en que puedo tolerarte, pensar en otras mujeres mientras estoy contigo. Ahora quítate, tengo trabajo, y no esperes una propuesta matrimonial porque no la tendrás. —La aparté de mi regazo, provocando que frunciera el ceño enojada, su rostro se transformó en una máscara de ira. —Eres un idiota. Me golpeó en el pecho, pero antes de que pudiera reaccionar, tomé su mano con un agarre firme. —Sí, soy un idiota al que no le importas tú ni ninguna otra mujer. Ahora vete y vístete, nuestra relación ha terminado. No estaba dispuesto a perder más tiempo con esta mujer. Casarme con ella sería un error monumental, una cadena que me arrastraría hacia un abismo de insatisfacción y arrepentimiento, como un barco navegando hacia las rocas afiladas de la desdicha. Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta de mi oficina, dejando a Montserrat murmurando entre dientes. No me importaban sus quejas, ni su enojo, ni su desdén. Mi mente ya estaba en otra parte, pensando en la mujer del currículum, y en lo que podría ser si tomara un camino diferente, uno en el que Montserrat no tuviera cabida. Scott estaba a punto de llamar a la puerta, su figura era un faro de estabilidad en medio del caos que reinaba en mi mente. Su voz resonaba en el aire, cargada de la autoridad tranquila de un confidente leal. —Tienes una reunión en pocos minutos... —empezó a decir, pero lo interrumpí con brusquedad. —Investiga a Jennifer Clark. Quiero toda la información sobre ella en media hora. Me voy ahora, cancela la reunión y asegúrate de que nadie me moleste, especialmente Montserrat. —Ordené mientras me marchaba sin mirar atrás, mi voz era firme como el estruendo de un trueno, marcando mi decisión con una claridad implacable. —Sí, jefe —Scott asintió sin protestar. Mientras avanzaba por los pasillos, las miradas de todos se posaban en mí. Podía escuchar los susurros a mis espaldas, pero no me importaba lo que tuvieran que decir, como un león que se mantiene indiferente al murmullo de las hienas que lo rodean en la oscuridad. Subí al ascensor y pulsé el botón para dirigirme al estacionamiento. Cada piso que descendíamos era un paso más hacia la libertad, un escape de las interminables obligaciones y compromisos que asfixiaban mi existencia. Al llegar al estacionamiento, abordé mi auto y me dirigí al hospital. Cada kilómetro que recorría me acercaba más al encuentro con mi destino, con la verdad que se escondía en las sombras de mi pasado. —Joven Hans —me llamó la recepcionista al llegar, su voz era un eco distante entre el bullicio del hospital. Me observaba con una mezcla de curiosidad y respeto. —¿Dónde está? —le pregunté sin detenerme mientras me dirigía al ascensor. —Piso 6, medicina familiar —gritó, sus palabras fueron como un faro en medio de una tormenta, guiándome hacia mi objetivo con precisión. La puerta del ascensor se cerró, y presioné el botón del piso 6. Cada segundo de espera era una eternidad en el silencio tenso del elevador. Mi corazón latía con fuerza, como si estuviera preparado para una batalla inminente. A medida que ascendíamos, algunas personas abordaron el ascensor: pacientes y enfermeras, ocupaban el espacio a mi alrededor. Finalmente, llegamos al piso 6 y salí del elevador, el olor estéril de medicinas inundó mis sentidos, recordándome los momentos más oscuros de mi pasado. —Joven Hans —me llamó la secretaria al verme. —¿Está? —pregunté, y ella asintió, su gesto fue un rayo de esperanza en medio de la incertidumbre que nublaba mi mente. Avancé hasta llegar a la puerta y, sin pensarlo, entré. —¿Qué haces aquí? —preguntó Maximiliano. —He terminado con tu hermana. —Le dije, mis palabras cortaron el aire como una verdad irrefutable en medio del tumulto emocional que amenazaba con desbordarse. —Ya era hora, ella no se da cuenta de que no la amas. Es bueno que al fin se haya librado de ti. Eres uno de mis mejores amigos, pero ella es mi hermana. No te convenía; es una bruja, aunque, para ser justos, ninguna mujer parece ser suficiente para ti. Se acercó y ajustó uno de sus aparatos auditivos, su voz sonaba como un eco en el silencio cargado de la habitación. —Inhala, ahora exhala —ordenó mientras colocaba el estetoscopio en mi espalda, siguiendo sus instrucciones al pie de la letra. —Estoy bien, no necesito consulta. —Afirmé, y él asintió. —Es mi trabajo. ¿A qué se debe tu visita? —preguntó con evidente curiosidad. —¿Recuerdas a la chica de la discoteca hace tres años? —lo vi pensativo, su mente trabajaba como si buscara en un archivo mental perdido entre mis propios recuerdos. —¿Qué chica? —preguntó, la confusión impregnaba su voz. —La pelirroja, la que salió del baño. Comentaste que era linda, el día que celebramos el inicio de mi compañía. —Lo observé mientras su expresión cambiaba de desconcierto a reconocimiento, su rostro se iluminó cuando finalmente comprendió a quién me refería. —¿La que chocó contigo al salir del baño? Claro que la recuerdo. Era hermosa, a pesar de no llevar maquillaje. —Saqué mi celular y le mostré una foto. —¿Era ella, verdad? —pregunté, y él miró la imagen por unos segundos. Su expresión pasó de sorpresa a reconocimiento, sus ojos se clavaron en la foto con una intensidad que reflejaba su entendimiento. —Antes, su mirada era diferente. Ahora parece triste… —comentó Max, con melancolía, como si pudiera sentir el peso de los años en los ojos de aquella mujer desconocida. —Debo irme. —Respondí, mi voz firme, pero teñida de una urgencia contenida, como si el tiempo estuviera escapando de mis manos y necesitara atraparlo antes de que fuera demasiado tarde. Max intentó detenerme, pero ya estaba caminando hacia la salida. Detesto los malditos hospitales, pensé mientras atravesaba los pasillos, cada paso resonaba en el silencio opresivo del lugar, un eco de mis propios pensamientos confusos. Al llegar a mi auto, un correo de Scott llegó con la información que había solicitado. Las palabras en la pantalla brillaban como una revelación en medio de la oscuridad que me envolvía. «Jennifer Clark, 25 años…» Leí con atención, absorbiendo cada detalle que aparecía en la pantalla de mi teléfono, como si estuviera siguiendo un mapa hacia un tesoro oculto que había estado buscando durante años. Esta mujer debe hasta su alma, pensé, sintiendo fascinación y determinación, como si hubiera encontrado el eslabón perdido en la cadena que me había atado por tanto tiempo. No entendía por qué no había aceptado mi propuesta; ahora tendría que obtenerla a mi manera, pensé con una determinación implacable, como un cazador que sigue el rastro de su presa hasta el final. Llamé a Scott. —Dígame, señor —respondió de inmediato, su voz cargada de una lealtad inquebrantable. —Asegúrate de que los cobradores reclamen lo que les pertenece mañana mismo. Quiero a esa mujer en mi oficina a primera hora, encárgate de eso. —Sí, señor. Su respuesta fue rápida y sin vacilación, como un soldado obedeciendo órdenes sin cuestionarlas. Colgué y me quedé mirando el teléfono unos segundos, mi mente procesaba a toda velocidad la información que acababa de recibir. De la guantera saqué una vieja fotografía, sus bordes estaban desgastados por el tiempo, los colores desvanecidos por los años. —Al fin te encontré. Murmuré para mí mismo, apenas en un susurro en medio del silencio.
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