CAPÍTULO SIETE “¡Trabajad más rápido, pandilla de vagos!” gritó el guardia, y Sartes hizo un gesto de dolor por el escozor del látigo en su espalda. Si hubiera podido, hubiera dado la vuelta y se hubiera enfrentado al guardia, pero sin un arma, era suicida. En lugar de un arma, tenía un cubo. Estaba encadenado a otro prisionero, debía recoger el alquitrán y verterlo en grandes barriles para llevárselo de las canteras, donde se pudiese usar para sellar barcos y tejados, forrar los adoquines más lisos y para impermeabilizar las paredes. Era un trabajo duro, y tener que hacerlo encadenado a otra persona lo hacía más complicado. El chico al que estaba encadenado no era más grande que Sartes y se veía mucho más delgado. Sartes todavía no sabía su nombre, porque los guardias castigaban a todo