Ciudad del Vaticano, 03.00 horas
A aquella hora todas las calles se habían vaciado salvo por aquellos pocos retrasados regresando de una noche en la discoteca o bebiendo algo con los amigos. Con aquella lluvia torrencial no se veía a un palmo de nariz, solo los relámpagos iluminaban de a ratos el cielo con el retumbar de truenos en rápida sucesión, síntoma que el temporal mostraba allí su mayor fuerza.
La noche ideal para dar comienzo al horror.
Los hombres del comando se movían seguros por los largos pasillos que llevaban al más increíble tesoro que todo el mundo reconocía como único, de inestimable valor como misterioso: la Biblioteca Apostólica Vaticana.
El guardián de turno, el Vice Prefecto Monseñor Paolini, estaba concentrado en su trabajo de estudio y archivo de nuevos e importantes documentos, protegido por el futurista sistema de alarmas y por dos guardias suizos parados delante de la puerta de entrada. Los dos guardias cayeron casi simultáneamente, sin un gemido. Solo sus alabardas, tomadas al vuelo por dos hombres del comando que las pusieron en el piso para evitar el ruido, produjeron un rumor imperceptible. Dentro del archivo reinaba un silencio absoluto y los oídos atentos del Vice Prefecto captaron ese sonido a través del intercomunicador, siempre encendido y en contacto con el exterior. Todos los custodios tenían orden de no abrir jamás la puerta sino después de una compleja operación de seguridad. La puerta, blindada con una gruesa lámina de acero de más de sesenta centímetros, se abría a través de un mecanismo controlado por una computadora y era accionada solo desde adentro o desde el centro de control de Gendarmería. Alarmado, llamó a los guardias por el intercomunicador: ¡Ninguna respuesta! Monseñor Paolini tomó entonces el teléfono que sin embargo no emitía sonido alguno. Aún antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, sintió dar vueltas su cabeza uy fue asaltado por náuseas que lo hicieron vomitar. Luego cayó al piso sintiendo que la vida escapaba lejos de ese viejo cuerpo, no antes, sin embargo, de ver los rostros de sus asesinos que lo observaban. Un hombre con un respirador en la boca se le acercó; Paolini conocía aquellos ojos, pero no logró darles un rostro, la mente demasiado nublada. Lo que lo hizo sobresaltar fue el manuscrito que aquel misterioso hombre tenía entre las manos.
-¡No, no ese! Paolini sintió que la muerte lo estaba llamando; juntó sus últimas fuerzas.
-No puede… tocar ese libro… no entiende… lo que podría suceder… no…
Monseñor Paolini murió en ese instante.