CAPÍTULO I
1821
El Conde de Narbrooke estaba muerto.
Devona casi no podía creerlo. Pensaba que debió sufrir un infarto durante la noche, ya que lo encontraron acostado en una extraña posición.
Pero no cabía la menor duda de que estaba muerto.
Devona recordaba que siete años atrás, cuando llegó a Narbrooke Hall, el Conde le había parecido un hombre bastante atractivo para su edad.
Pero, con el pasar de los años, aquella apostura había desaparecido.
Devona lo culpaba de la muerte de su padre y de su madre, pero ahora él estaba muerto y ella estaba viva.
Se preguntó qué sería de su vida, pues se hallaba en una situación muy difícil.
Cuando su padre, el Coronel Euan Campbell, regresó herido de la guerra con Francia, le llevó casi un año recuperarse en su pequeña, pero confortable casita cerca de Essex.
Entonces, y cuando estuvo completamente bien, decidió que tenía que encontrar algún trabajo.
Su carrera en el Ejército había terminado y apenas disponía de dinero.
Se había casado con una mujer a la que amaba y estaban encantados con su pequeña hija.
Cuando contrajo matrimonio pensó que, como tenía muy buena mano para manejar a los caballos, podría dedicarse a criarlos y entrenarlos, para luego venderlos en el mercado de Tattersall’s, una vez se hubiera licenciado.
Pero la guerra había acabado con aquella posibilidad.
Muchos de los caballos habían ido a parar al Ejército
Y la mayoría de los que quedaron en Inglaterra no estaban a la venta
—Tenemos que hacer algo, mi amor— le había dicho el Coronel a su esposa.
—Pero, indudablemente, deberá ser algo relacionado con los caballos— repuso ésta—, tú eres muy bueno con ellos y queremos vivir en el campo.
—Por supuesto— afirmó su padre.
Sin embargo, era muy difícil hallar trabajo.
La güeña estaba en su punto crucial y en Inglaterra se sufría mucho.
El dinero andaba escaso y toda la juventud luchaba en Francia contra Napoleón.
Las bajas eran tremendas.
Los hombres que, al igual que el Coronel, regresaban heridos sólo podían contar historias de horror y, por el momento, las posibilidades de una victoria eran mínimas.
Después de muchos intentos fallidos de hallar trabajo, el Coronel se enteró de que el Conde de Narbrooke, que residía en Norfolk, necesitaba de alguien quien le administrara sus caballerizas.
Y, sin dudarlo, se puso en camino lleno de optimismo.
Su esposa estaba muy preocupada por la educación de su pequeña hija.
Le parecía que Devona tenía la misma mente despierta de su padre y se encontraba en la edad de iniciar sus estudios.
El Coronel regresó aquella noche.
Y su esposa supo que era portador de buenas noticias aun antes de que se bajara del viejo carruaje en el que viajara.
—Creo haber encontrado lo que buscábamos— comentó.
—Eso espero, Euan. Cuéntamelo todo.
El Coronel no sólo le describió a su esposa la enorme mansión de época que poseía el Conde, sino que también le habló de una pequeña casa ubicada cerca de las caballerizas, y que era perfecta para ellos.
—Parece demasiado bonito como para ser cierto— murmuró la señora Campbell—. ¿Cómo es el Conde?
—Es un hombre más bien extraño— contestó el Conde—, pero creo que... nos llevaremos bien.
El Coronel se expresó de un modo un tanto inseguro y ello preocupó a su esposa.
Pero, ésta creyó que era mejor no hacer demasiadas preguntas.
Afortunadamente, una de sus amistades estaba decidida a comprarles la casa, incluyendo su mobiliario.
A la señora Campbell le dolía tener que separarse de las muchas pertenencias que habían acumulado desde que se casaron, y que significaban tanto para ella.
Pero, al mismo tiempo, sabía que su esposo tenía razón al opinar que no podían seguir como estaban.
Así las cosas, se dispuso a sacar el mejor provecho de la nueva situación.
Sólo conservó algunos muebles pequeños que habían pertenecido a su familia.
Había cuadros y miniaturas, así como un par de alfombras, que fueron regalos de boda y que no deseaba perder.
Y, al fin, la pareja se puso en marcha hacia Narbrooke Hall seguida de un carro en el que iban las pertenencias que querían conservar.
Devona tenía trece años y, para ella, aquello constituía una aventura.
Sabía montar desde que era muy pequeña y esperaba encontrar las caballerizas del Conde llenas de caballos maravillosos, aun cuando su padre se había mostrado un tanto evasivo cuando ella le hizo preguntas al respecto.
El viaje a la mansión del Conde era largo.
A la madre de Devona le pareció que las tierras por las que circulaban resultaban un tanto deprimentes.
Sin embargo, tenía demasiado tacto como para comentarlo.
Cuando entraron por el camino que conducía directamente a Narbrooke Hall, la mansión le pareció impresionante.
La casa que habitarían, aunque pequeña, tenía un bonito jardín a su alrededor y parecía estar en buenas condiciones.
Acomodaron sus pertenencias en el interior de la misma.
Y, luego, el Coronel se fue a ver al Conde.
Cuando regresó, Devona se estaba preparando para meterse en la cama.
—¿El Conde se mostró contento de verte, mi amor?— le preguntó su madre a su padre.
—No sé si contento puede ser la palabra correcta— respondió el Coronel—, me dio un largo discurso a propósito de lo mucho que debo economizar, ya que los tiempos no son buenos.
La señora Campbell se río.
—Eso ya lo sabías sin que te lo dijeran.
El Coronel asintió,
—Demasiado bien, y espero que no por ello vayamos a andar cortos de caballos.
—¿Qué quieres decir con eso, papá?— preguntó Devona.
—Pues que cuando me contrataron yo entendí que en las caballerizas iba a haber una buena cantidad de caballos que entrenar— respondió el Coronel—, y también que el Conde adquiriría algunos más.
—¿Y ahora qué dice?— preguntó la señora Campbell.
—Parece que quiere deshacerse de parte de los que ya tenemos. Sin embargo, hasta que yo los haya estudiado detenidamente, no podré decirle si está bien hacerlo, o no.
Devona sabía que a su madre le parecía extraño que el Conde no hubiera solicitado conocerla. Y pasó una semana antes de que Devona pudiera ver el interior de la mansión.
Fue cuando caminaba hacia el lago y vio al Conde alejándose en un faetón muy viejo, del cual tiraban dos caballos de no muy buena calidad.
Ella no había visitado las caballerizas, porque su padre opinaba que no debía hacerlo hasta que todo estuviera en orden.
—Pero yo tengo que montar, papá— había protestado Devona.
—Antes habré de pedirle permiso a Su Señoría— le dijo su padre—, tenemos mucha suerte de encontramos aquí, pero él es un hombre extraño, y no quiero disgustarlo sin necesidad.
Devona no insistió.
Pero sí le parecía que las explicaciones de su padre carecían de sentido.
Ahora, cuando vio alejarse al Conde, se dirigió hacia la puerta principal de la casa.
Allí se encontró a un hombre que miraba hacia el lago, y que supuso se trataba del mayordomo.
—Buenos días— le saludó.
—Buenos días— sonrió el aludido—, supongo que usted es la jovencita que vive en la casa de las caballerizas.
—Así es— repuso Devona—, allí estamos muy bien, pero me muero de ganas de conocer el interior de esta gran mansión.
El hombre volvió a sonreír.
—Bueno, pues lo ha dicho en el momento oportuno. Su Señoría se acaba de ir al pueblo, como suele hacerlo una vez al mes. Así que entre y yo se la mostraré.
—Es usted muy amable— dijo Devona—, tengo que admitir que tengo mucha curiosidad.
Entró en la casa, advirtiendo de inmediato que en otros tiempos debió ser magnífica, si bien ahora precisaba de muchas reparaciones.
Por todas partes encontró techos, paredes y suelos, faltos de atención.
Sin embargo, había cuadros muy valiosos, aunque no lo parecieran.
Devona había aprendido a apreciar a los grandes pintores, pero aquellas pinturas necesitaban ser limpiadas.
También los dorados se habían desvanecido en casi todos los marcos y en algunas habitaciones las ventanas estaban rotas.
Todas las piezas en sí eran enormes, los muebles muy antiguos.
Pero los sofás, al igual que las sillas, necesitaban ser tapizados.
Recorrieron varias estancias antes de que se decidiera a preguntarle al hombre que la acompañaba:
—¿Por qué no han reparado el papel tapiz de esta habitación, que se está despegando?
—Lo mismo podrá preguntar en todas las habitaciones—respondió el mayordomo—. Su Señoría dice que no dispone de dinero y, por lo que yo puedo ver, muy poco se hizo igualmente antes de que comenzara la guerra.
El mayordomo la llevó a lo largo de un ancho pasillo amueblado con arcones y mesas talladas.
Al final del mismo, abrió una puerta, y Devona no pudo contener un grito de alegría
Era la biblioteca.
Se trataba de una estancia muy espaciosa, con un balcón que corría a su alrededor y a media altura, y al que se accedía ascendiendo una escalera de caracol.
—¡Es magnífica!— exclamó Devona—. ¿Cree usted que su señoría me permitirá leer algunos de sus libros?
—Él no los lee— respondió el mayordomo—. y si a usted le gustan los libros, aquí hay muchos.
—Eso es lo que estoy viendo— dijo Devona—, por favor, pregúntele si me permitirá venir aquí algunas veces.
El mayordomo sonrió.
—Haré lo que pueda— murmuró—, pero no le prometo nada.
Devona recorrió la biblioteca, descubriendo que ninguno de los libros era actual y que algunos, en realidad, eran excesivamente antiguos.
Pero sabía que disfrutaría mucho si la dejaban utilizarlos y estaba rezando porque aquello fuera posible.
Cuando terminaron de recorrer las habitaciones del piso bajo, el mayordomo, que ahora Devona sabía que se llamaba Hitchin, la llevó arriba para mostrarle los dormitorios.
Eran impresionantes.
Pero el techo de los mismos estaba desconchado y también las paredes necesitaban ser pintadas.
Lo que a Devona le gustó casi tanto como la biblioteca fue la galería de pinturas, la cual corría a lo largo de toda un ala de la casa.
Allí había óleos que debieron ser coleccionados durante generaciones por los Condes de Narbrooke.
—Algunos de estos cuadros deben ser muy valiosos— le dijo a Hitchin.
—Estoy seguro de que así es— repuso éste.
Devona dudó por un momento antes de preguntar:
—¿Por qué su señoría no vende algunos para poder arreglar la casa?
Hitchin se río y explicó:
—Eso no es posible. Todos los cuadros tienen que pasar al siguiente Conde, de la misma forma en que llegaron a éste.
—Claro, lo entiendo, están en fideicomiso— dijo Devona—, fui una tonta al no darme cuenta de ello.
Entonces pensó que debía ser muy frustrante ver cómo todas aquellas obras de arte se iban deteriorando sin poder hacer nada para remediarlo.
—¿Su señoría tiene hijos?— preguntó Devona después de una breve pausa.
Hitchin sacudió la cabeza.
—No— respondió—. Su Señoría nunca se casó y, por otra parte, está peleado con sus hermanos y con el resto de la familia.
—¿Quiere usted decir que nunca los ve?— preguntó Devona.
Hitchin asintió.
—Yo llevo aquí más de diez años— informó—, y jamás ha venido de visita pariente alguno, y ni siquiera le escriben.
—Es muy extraño— dijo Devona—, pues a buen seguro que a los miembros de la familia les gustaría visitar la casa.
—Si así lo quisieran, entonces su señoría no se lo permitiría—indicó Hitchin.
Luego la llevó a la cocina y le presentó a su esposa, que era la cocinera.
Allí no había nadie más.
Como le pareció tan extraño, Devona insinuó:
—Imagino que cuenta usted con servidumbre bastante para ayudarla en la casa.
La señora Hitchin se echó a reír.
—¡Debería decirle eso a su señoría, y vería cuál es la respuesta!
—Pero es tan grande, que me parece imposible que usted sola pueda con todo— dijo Devona.
—Eso mismo es lo que yo le digo al señor Hitchin— replicó la mujer—, lo que yo no puedo hacer, se queda sin hacer, pues yo no puedo limpiar todos esos larguísimos pasillos, ni todas esas habitaciones que jamás se usan. ¡No, señor!
Ahora Devona comprendió por qué las habitaciones se veían tan descuidadas.
Por supuesto, era imposible que dos personas ya mayores pudieran limpiarlo todo.
Pero se preguntaba cómo era posible que el Conde, viendo que todo se estaba deteriorando a su alrededor, no hiciera algo al respecto.
Cuando regresó a la casa informó a sus padres de dónde había estado y las condiciones deplorables en las que se encontraba la mansión.