Las medidas de seguridad se extremaron; muchos soldados de las fuerzas especiales le cuidaban las espaldas, mientras que a los lugareños les lanzaba piedras y rechiflas. Una de ellas le impactó en el casco a Estiben, quien se agachó apresurando el paso, mientras le preguntó al comandante encargado de la misión de transportarlo:—¿Luego no se supone que esta gente vivía en la miseria, causada por el cruel yugo del dictador Pontón, y que el heroico emperador Rodríguez los liberó de su largo sufrimiento?
El comandante, llamado Lían, un tipo duro, forjado en el calor de las batallas, con músculos duros como piedra hasta en la cara cuadrada; su tez morena por el sol hacía ver que no era de escritorio; con su voz varonil de mando le contestó:—Afirmativo, aquí los liberamos, acabamos con la tiranía. Lo que ocurre es que aún falta que se normalice la traslación. Aún hay mucha gente fanática al derrocado régimen, que más encima es alimentado por el rumor de que su líder sigue vivo y que adquiere poderes sobrenaturales. No les importa que les tocó comer basura o beber agua de los caños; ellos lo defienden porque les fue inculcado durante muchos años. Es decir, es la única realidad que conocen.
Estiben suspiró; sabía que Lían tenía razón. En parte, hay gente que suponen que su realidad es la definitiva; lo defenderían aún con su vida. Esa gente que los hostigaba era de los que cuando el dictador se portaba cruel o se equivocaba, lo disculpaban o le echaban la culpa a tramas de los opositores.
La lluvia de objetos no se detenía; solo la solivió un poco el arribo de los tanques de guerra con soldados antimotines, que llegaron disparando balas de caucho y gases, provocando que la chusma se dividiera. Una parte se retiró, mientras la otra enardecida se les enfrentó como bestias iracundas. El comandante no tuvo otra opción. Según él, le tocó ordenar el uso de fuerza letal, de este modo:
—Que al chaleco no le queden mangas.
Estiben corriendo, se subió a un auto blindado. Estaba muy asqueado, no solo porque le habían arrojado huevos y otras porquerías, sino por la forma en que muchos morían, solo por el choque de egos de unos pocos. De nuevo, el comandante lo miró alzando el puño derecho, sonriendo, buscando tema de conversación, pues no todos los días se conoce a un gran científico tan famoso. Le habló: —Señor, estén disculpados. La verdad, hasta yo pensaba que aquí nos recibirían como héroes salvadores; más para ellos no somos, sino meros invasores. Por eso era que los antiguos vikingos cuando invadían un pueblo mataban a todos, hasta a los bebés, y los arrojaban por una colina o algo. Es que es muy difícil luchar contra una idea arraigada; a veces se le mete a uno tan adentro que ya se vuelve parte del individuo. Es como en Alemania, cuando Hitler se suicidó afirmando la pérdida de la guerra, muchos seguidores suyos, civiles, se reunieron con sus familias para suicidarse. Eso se podría llamar fanatismo, claro que no dista de lo que hacemos por servir a la patria. ¿A usted le parece que lo mejor sería retirarnos, dejándolos a su suerte? O ¿hacer una cacería de brujas donde sean exterminadas la mayoría?
Estiben se horrorizó; sin embargo, haciéndose el fuerte, trato de engrosar su voz a tono como el del capitán, más lo que consiguió fue un feo sonido similar a un tarro de lata cuando es golpeado. Le contestó esto: —Pues la verdad, cada uno de ellos tiene su vida, su familia; esto de pronto es mientras se acostumbran; ahora no deberían de matar a más personas. Bastante tenemos con que la supuesta pandemia acabe con una gran cantidad de humanidad. Aunque sí hay personas que no resisten el cambio, lo que se produce siempre que una ocupación extranjera tenga a su contraparte rebelde boicoteándole los planes hasta que lo logre, o se corrompa; de todas maneras, capitán, «la vida nunca es fácil».
El capitán sacó aún más pecho exhibiendo sus bien merecidas medallas, se quitó el casco mostrando su brillante cabeza calva para limpiarse el sudor, y a la vez le hizo nuevamente otra pregunta: —Escuche que usted estuvo en el otro mundo y volvió, dígame ¿cómo es allá? ¿Es un mundo de luz? ¿Vio ángeles?
Estiben sonrió, agachando la cabeza para luego levantarla. Abrió la boca sin pronunciar nada para hacer una pausa dramática, que funcionó, pues el general estiraba su cuello para escucharlo mejor, hasta que dejó salir de sus labios estas palabras: —únicamente conocí a un Ángel, a la doctora Yací, a la cual tengo que ir a salvar. Si estuve en otro mundo, solo que no es el tan renombrado más allá, es solo otro mundo que vibra a otra frecuencia de nosotros, que por causas que estoy investigando están en conjunción. Debido a eso, sus habitantes, a quienes nosotros vemos como monstruos mediante unas gafas que yo diseñé; a su vez ellos pueden vernos sin necesidad de aparatos, pero al tocarnos nos alteraban el sistema, provocando esas muertes que fueron atribuidas a un virus.
El general abrió lo que más pudo los ojos, a la par con su bocaza, para seguir preguntándole: —O sea que lo de las vacunas fue mentira y las cuarentenas inútiles. Aún más, nos han dicho la verdad a medias…
Está tratándolo de que se tranquilizará; también se daba cuenta de que tal vez lo exponía al revelarle esa información. Le mencionó muy suave: —A veces entre menos sepas es mejor, a veces no se puede soportar la verdad, como esos fanáticos que no soportan que su líder fuese asesinado…
El capitán aún se asombró más; se echó para atrás, pegándose a la pared del vehículo, exclamando: —¡No! O sea que al dictador lo mataron.
Estiben sonrió; esta vez el que sacó pecho fue él; aunque no tenía medallas que exhibir, le contó lo siguiente: —Sí, por supuesto, está bien muerto; lo último que recuerdo es cuando lo estaba golpeando en la cara y de pronto resulté pegándole el duro piso.
Al capitán no le cabía tanto asombro en el cuerpo; se paró pegándose en la cabeza con el techo del vehículo. Le acercó la cara como si lo fuera a besar, mirándolo fijo, con gestos dramáticos. Exclamó: —¡No se lo puedo creer!
Estiben alzó los hombros, torciendo un poco la cabeza, dobló los codos hacia la altura media, mostrando sus palmas extendidas hacia arriba, y levemente torció la boca, para luego contestarle: —Pues no tengo por qué mentirle, no eres una hermosa mujer con la que quisiera acostarme. Lo que sí te puedo decir es que aunque es mi primer muerto, no siento ni un poquito de cargo de conciencia; ese miserable merecía cada golpe que le acerté; es más, considero que debe de ser poco para él; si hay un más allá, ya debe de estar en uno muy feo. Bueno, si la justicia divina no es como la de nosotros, porque de pronto se arrepiente a lo último o se convierte, o tal vez él fue enviado como un agente del caos, o como nuestro sistema judicial, donde los ricos y poderosos rara vez pagan cárcel o pagan un poquito en una mansión. A veces hasta las víctimas le salen a deber. Como un violador que manifestó que la culpa fue de la mujer por vestirse provocativamente o un político que se robó un dineral que le sirvió para comprar el veredicto para luego demandar a la nación por una suma más alta, logrando su aprobación dándole comisiones a los jueces.
El capitán quedó inmóvil por unos segundos para luego arrodillarse a sus pies para besarle las manos, diciéndole entre besos: —Usted es grande, ya sé la razón de por qué el emperador recomendó mucho su seguridad…
De pronto sonaron unas explosiones, Estiben, observó por un momento estrellas brillantes, sintió algo muy grande que golpeó el vehículo que los transportaba, luego fue arrojado contra el techo y pudo ver por una ventanilla cómo el cielo giraba. Cuando al fin pararon los giros, el tanque quedó al revés y ellos muy golpeados. El capitán alistó su armamento y procedió a abrir una escotilla de escape, debido a que las puertas se encontraban bloqueadas. Cogió a Estiben colocándolo a su espalda para que primero salieran los otros soldados e hicieran un perímetro de seguridad, y luego saldrían ellos. Eso le maquinaba la mente. Otra cosa fue que el vehículo fue embestido con otra bomba, que los hizo salir en desorden. Les tocó correr como maratonista; disparaban hacia atrás sin ver el blanco, las balas enemigas les zumbaban como mosquitos en los oídos; poco a poco las cabezas empezaron a disminuir, y el capitán gracias a su experiencia podía pensar con claridad. Observó un vehículo parqueado con el conductor debajo de este que buscaba favorecerse de las balas; lo pidieron prestado sin palabras. El capitán aceleró a toda máquina el vehículo al que le sonaban las latas como olla de hacer palomitas de maíz debido a la lluvia de proyectiles. Emprendió a conducir en zigzag temiendo las bombas o los misiles, mientras un soldado con el radioteléfono pedía incesantemente apoyo aéreo. En un instante pasó lo que el general temía: un misil apareció por el horizonte y, a pesar de que un experto soldado francotirador le acertó un disparo que lo hizo explotar, la onda de choque golpeó el carro, enviando a todos a volar fuera del vehículo. Por un momento Estiben solo se contempló volando en dirección hacia un barranco; luego sintió dando vueltas, golpeándose contra el pavimento; igual vio a sus compañeros haciendo lo mismo. Por unos segundos perdió el sentido, pero despertó pronto; se levantó muy magullado y desorientado. Divisó atrás, donde pudo ver que el transporte se encontraba en llamas, y que llagaban un grupo de mercenarios vestidos en ropas civiles, que le expusieron: —Quieto doctor, tenemos órdenes de llevarlo vivo o muerto, aunque la diferencia es que el líder lo va a matar de todos modos. A lo que a mí me parece es que ya todos están afinados, ya huelen a formol.
Estiben pensó en botarse al barranco. Aunque fuera, este le ofrecía una pequeña posibilidad de sobrevivir con estos bárbaros que comenzaron a ejecutar a los soldados. Aun así sintió que el cielo se abrió, vomitando unos aviones que a su vez escupían cigarros de fuego que destruían el cuerpo de sus enemigos, dejando nubes de polvo, fuego y un gran agujero en su lugar. Estiben se lanzó al piso, tapando sus oídos, pensando que ojalá todo fuese un mal sueño, queriendo despertar.