CAPÍTULO I-1

2020 Words
1907 De pie en la escalinata de la fea mansión de piedra de la Quinta Avenida, Devina elevó una plegaria, pidiendo que se le permitiera conseguir el empleo. En realidad, no estaba muy optimista al respecto, pero cuando estuvo examinando el periódico en pos de una oportunidad, el anuncio pareció haber saltado hacia ella de una forma que le hizo sentirse convencida de que era significativa, reconocía una cierta predestinación en el interés que despertó en ella. Cada vez más le preocupaba poder encontrar un empleo en el que pudiera ganar suficientes dólares como para pagar su pasaje de regreso a Inglaterra. Le parecía injusto, casi cruel, que el esposo de su tía se hubiera negado a darle lo necesario, a pesar de que por casi un año ella había cuidado a su esposa, administrado su casa y, ciertamente, cuando menos, le había ahorrado el salario de una sirvienta. Sin embargo, pronto comprendió desde el momento en que llegó a América, que a él le pesaba darle de comer y resentía el hecho de que fuera de la misma nacionalidad de su esposa. Samuel Keeward era violentamente antibritánico, y Devina se preguntaba con frecuencia cómo su tía había sido lo bastante valerosa para invitarla a convivir con ellos, cuando sus padres murieron. La carta, cuando la recibió, había parecido a Devina una bendición de Dios. Se estaba sintiendo muy deprimida e insegura sobre lo que debía hacer con respecto a su futuro. Tenía numerosos primos y una anciana tía abuela con quienes se hubiera podido refugiar, pero sabía que ninguno de ellos la quería realmente en su hogar y le habían ofrecido hospitalidad sólo porque lo consideraban un deber moral. La carta de tía Louise parecía ofrecerle un futuro con mayores esperanzas y, a pesar de la desventura que anidaba en su corazón por la reciente muerte de sus padres, se había lanzado a través del Atlántico como si fuera una aventurera en un viaje de descubrimiento. La pequeña población en la que su tía vivía, el resentimiento demostrado por su tío político y el duro trabajo que le esperaba, resultaron una gran desilusión. Pero cuando la salud de su tía empezó a decaer, Devina comprendió que no podía dejarla. De hecho, soportó innumerables insultos y expresiones de menosprecio hacia su país natal, simplemente porque, como se decía a sí misma, «la sangre manda» y su tía se aferraba a ella. Ahora, su tía Louise se había reunido con sus padres en el Cielo y una vez más Devina quedaba en el desamparo. Por desgracia estaba sola en un país extraño y sin dinero. Se había abstenido de hacer notar a Samuel Keeward que gastó su propio dinero en proporcionar pequeños lujos a su tía, que él se abstuvo de proporcionarle hasta en los últimos días de su existencia. Era un hombre austero, de religión evangelista, pilar de su capilla, el cual manejaba un pequeño negocio con la eficiencia de un general alemán. Ella no iba a humillarse, para pedirle ayuda, después de la forma despectiva en que la tratara. Keeward se limitó a darle diez dólares, informándole que con eso podía pagar el pasaje a Nueva York y una vez ahí, podía buscar empleo. Resultó difícil callar los muchos reproches que querían subir a sus labios y no decirle, como deseaba hacerlo, que su tía hubiera vivido más tiempo si él le hubiera proporcionado mejor atención médica. Devina estaba convencida de que no podía discutir con un hombre que le era antipático y al que despreciaba profundamente. Había llegado a Nueva York, como él sugiriera; pero se sintió impresionada y temerosa ante aquella dinámica ciudad, donde no conocía a nadie, ni tenía idea de dónde hospedarse. Quizá porque se veía en extremo bonita, pero también patética e indefensa, un bondadoso policía irlandés le recomendó una modesta y respetable casa de huéspedes, donde obtuvo una reducida habitación por lo que a ella le pareció una astronómica suma de dinero. De inmediato, empezó a tratar de buscar empleo. Pensó, en el primer momento, que podría trabajar en una tienda, pero pronto descubrió que en la mayor parte de las puertas laterales de los establecimientos aparecía un letrero que decía: NO HAY VACANTES. Empezaba a sentirse desesperada cuando leyó en la columna de un periódico un anuncio: “ Se necesita dama inglesa honorable y con buena educación para acompañar a una joven a Inglaterra. Preséntese en el 550 de la Quinta Avenida, entre las diez y las doce del día. “ Devina había visto el anuncio esa mañana. Salió para comprar el periódico en una droguería, costumbre norteamericana que aún le resultaba extraña. El que tuviera que deambular sola por las calles habría horrorizado a su madre, como ella bien sabía, pero tuvo buen cuidado de caminar con rapidez, con la cabeza baja, para esquivar las miradas de los hombres. Además, como iba vestida de n***o, con los mismos vestidos de luto con los que había llegado de Inglaterra, pensaba que su sombría apariencia no atraería la atención de quienes andaban buscando alegría y diversión. Una vez que leyó el anuncio, volvió a toda prisa a su habitación, para ponerse su mejor sombrero de paja, con la esperanza de parecer mayor de sus diecinueve años. Le inquietaba la sospecha de que iban a solicitar una mujer de edad madura, tal vez anciana; sin embargo, como se decía a sí misma con tanta frecuencia: «el que no arriesga, no cruza el mar». Cuando menos intentaría algo que la llevaría de regreso a la seguridad de su patria. Al llegar a lo alto de una imponente escalinata de piedra, vio que la puerta del frente estaba abierta y que en el vestíbulo parecía haber un número exagerado de lacayos con pelucas empolvadas y elaboradas libreas con alamares dorados. Un arrogante mayordomo la miró de arriba abajo en una actitud de crítica, casi ofensiva, antes de decir: —Supongo que viene en respuesta al anuncio. —Así es— contestó Devina—, y le agradecería que me dijera qué persona lo insertó. Pensó por un momento que él se negaría a contestarle. Pero repuso con evidente sorpresa de que ella ignorara a quién pertenecía esa casa: —El señor Orme Vanderholtz. —Gracias— dijo Devina. El mayordomo chasqueó los dedos y ella comprendió que debía seguir a un lacayo a través de un colosal vestíbulo de mármol que estaba iluminado por una enorme cúpula con cristales de colores. Una impresionante escalera se curvaba a través de los muros de mármol y había dos figuras de tamaño natural, que representaban diosas aladas, suspendidas a la mitad. Devina tuvo poco tiempo para observar el lugar donde se encontraba antes que el lacayo abriera una puerta y le indicara, con un gesto de su mano enguantada, que debía entrar. Era una habitación amplia, pero ella infirió que se trataba sólo de una antesala. Aparecían sentadas ahí, en sillas tapizadas, con patas en forma de garras, varias mujeres, todas ellas mayores que ella y todas, comprendió, tan ansiosas de obtener el puesto como ella misma. La miraron con hostilidad. Quizá la mayoría de las presentes debieron ser institutrices en su juventud, ya que se parecían a la que había sido la suya por muchos años. Le hubiera gustado conversar con ellas, pero temió que resintieran que iniciara una conversación. Por lo tanto, se sentó en una silla vacía y observó a su alrededor. La habitación, pensó, era una mezcla entre un vestíbulo de hotel y una casa de antigüedades. Se veían sofás cubiertos con terciopelo genovés, tapetes orientales, estatuas, tallas de madera y bronce por todas partes. Además, numerosas palmeras en antiguas fuentes chinas y Devina comprendió que serían en extremo valiosas. «Mucho dinero, pero poco gusto», pensó para sí. Pensó en cómo se habría reído su padre del resultado de un evidente deseo de derrochar dinero sin ningún conocimiento real de qué adquirir. Decidió, aunque ella no había oído hablar de él, que el señor Vanderholtz sería uno de esos millonarios norteamericanos objeto de constante publicidad. Existían muchos de ellos, encabezados por los Astor, los Vanderbilt, los Gould y muchos otros. Samuel Keeward había hablado de ellos como si fueran dioses que vivieran en un elevado Olimpo negado a los seres humanos ordinarios. Devina había vivido lo suficiente en los Estados Unidos para comprender que el norteamericano común literalmente adoraba «al becerro de oro». Los norteamericanos ansiaban volverse ricos en corto tiempo. Y todos admiraban y aclamaban a quienes ya habían logrado alcanzar la cumbre del éxito. Mientras Devina observaba, la puerta se abrió y una mujer sentada en la silla más próxima a la suya, fue llamada por la mano enguantada de un lacayo. Ella se incorporó a toda prisa y cuando salió de la habitación, Devina sintió de pronto piedad por ella y por todas las demás aspirantes. Había, pensó, algo patéticamente ansioso en sus rostros. Sentía deseos de hablarles, de pedirles que le contaran su historia, y de saber qué harían si fracasaban en su intento de obtener ese puesto. Estaba reuniendo suficiente valor para hablar a la mujer más cercana a ella cuando la puerta se abrió de nuevo y otra mujer fue llamada de la misma forma que la anterior. «No la entrevistaron por mucho tiempo», pensó Devina. Supuso, puesto que las solicitantes no volvían, que éstas salían por otra puerta. Y se sintió segura de que estaba en lo correcto cuando unos minutos más tarde otra más fue llamada. Debido a que tenía tanta curiosidad, preguntó a la mujer sentada en la siguiente silla: —¿Sabe usted algo sobre los dueños de esta casa? Al escuchar el sonido de su voz, todos los ojos se volvieron hacia ella. Entonces, tal vez porque habló en un tono bajo y gentil, la aludida contestó: —En los Estados Unidos todos han oído hablar de los Vanderholtz. —Menos yo— repuso Devina con una sonrisa. Como si su confesión de ignorancia hubiera roto el hielo, dos o tres de las asistentes parecieron contestar al mismo tiempo: —¡Son inmensamente ricos! Sólo tienen una hija y para ella es para quien deben necesitar una dama de compañía. —¿Cómo hizo su dinero el señor Vanderholtz?— preguntó Devina. —Lo llaman el Rey de los Ferrocarriles. Sin duda debe haber oído hablar de él. —Parece terrible proclamar mi ignorancia— confesó Devina—, desde luego, he oído hablar del señor Vanderbilt, pero nunca, hasta donde recuerdo, del señor Vanderholtz. —Los dos son de origen holandés— comentó una de las mujeres—, y sus familias llegaron a América hace cuando menos un siglo. Devina pareció interesada. Entonces la mujer más próxima a ella bajó la voz y habló casi en un murmullo: —La señora Vanderholtz es quien tiene ambiciones sociales. Procede de una familia de Virginia muy conocida y anhela ocupar un lugar destacado en la sociedad de Nueva York. Su informante hubiera añadido más, pero en ese momento se abrió una vez más la puerta situada al final de la habitación y otra de las mujeres que había estado hablando se puso rápidamente de pie y cojeando notoriamente salió de la habitación. —Ella no tiene posibilidades de obtener el puesto— opinó la mujer sentada junto a Devina—, nadie quiere emplear a alguien que está semi inválido. —Quizá sufra de reumatismo— sugirió Devina con simpatía. —Usted descubrirá que en esta ciudad sólo emplean gente con perfecta salud, sin importar lo enfermizos que sean los patrones. Quedaban ahora sólo tres mujeres más en la habitación, y todas eran, pensó Devina, mucho mayores que ella. Iban a entrevistarlas primero y pensó que era muy improbable que pudiera ser la seleccionada. «Sería mejor que me fuera de inmediato», pensó. Mas decidió que sería interesante, cuando menos, conocer el interior del palacio de un millonario. La absurda mezcla de objetos de arte y antigüedades que llenaba la habitación era sin duda alguna característica de quienes dejaban la decoración a personas más influenciadas por el deseo de ostentación que por el buen gusto.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD