Isabela Meyers
Los días pasaban y mi rutina seguía siendo la misma. Me levantaba temprano para ir a la biblioteca, trabajaba en la cafetería hasta tarde, y luego volvía a casa para dormir unas pocas horas, lo suficiente para levantarme al día siguiente y repetir todo. Mis hermanos eran lo único que me mantenía en pie, mi motor para seguir adelante. Si algo me hacía sonreír, era verlos correr por la casa, ajenos a las dificultades que enfrentábamos. Ellos no sabían de las noches sin dormir, de las horas extras que tomaba en la cafetería solo para asegurarme de que tuviéramos algo que comer. A veces, mirarlos me hacía olvidar el agotamiento y me recordaba por qué me sacrificaba tanto.
Pero, aunque mi vida giraba en torno a ellos, había algo que me rondaba la cabeza, algo que no podía dejar de pensar: Bryce. Desde el primer día que lo vi, no había dejado de estar presente en mis pensamientos. El hombre que parecía tenerlo todo, que nada en su vida lo ponía en jaque, me tenía atrapada en su mirada y en la idea de lo que representaba para mí.
Si alguien me preguntara sobre él, no sabría qué responder, más allá de lo evidente: no era un hombre común. Había algo en su actitud que me hacía sentir, a veces, que estaba en un mundo distinto al mío.
Pensaba en él casi todo el tiempo, sobre todo cuando alguien cruzaba la puerta de la biblioteca. Durante un breve momento, me imaginaba que podía ser él. Pero luego me llegaba la realidad: alguien como él nunca se fijaría en alguien como yo. Mis circunstancias, mi vida, eran demasiado diferentes. Y mi abuela siempre me decía que, si alguien estaba realmente interesado en ti, te buscaría, sin importar lo que hubiera pasado antes. Pero yo ya sabía que no sería el caso con Bryce. Al final, no era más que una fantasía, un sueño del que sabía que tenía que despertar. Solamente fueron unos instantes de contacto, ¿a quien quería engañar tan estúpidamente?
Sacudí la cabeza, tratando de socavar esos pensamientos.
—¿Esperabas a alguien? —Clement me sacó de mis pensamientos. La miré con desilusión, sin poder disimularlo.
—La verdad, no lo sé. —Casi no había gente en la biblioteca, así que cualquier presencia encendía en mí una chispa de esperanza.
—¡Ay, Isabela! Amiga, necesitas un poco de diversión. Deberías sacar tiempo un día de estos y salir a tomar unas copas. Estás tan amargada, necesitas un novio.
—¿Y tú? No te veo con ningún caballero que te saque de tu castillo. —Si quería molestarme, yo podía hacer lo mismo.
—Ya sabes cómo soy, amiga. Una aventura basta para mí. —Me guiñó un ojo y desapareció entre las estanterías de libros. Suspiré y me dejé invadir por la melancolía. Mi vida se había vuelto aburrida, monótona. No era que lo quisiera, pero no veía otras opciones. Resople, y las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Estaba atrapada en mi propio mundo, sin salida.
—¿Estás bien? —Me tendió un pañuelo, y al ver su rostro, un torrente de vergüenza me invadió.
¡Qué vergüenza! ¡No puede ser! ¿¡Bryce está aquí!?...No podía creer que estuviera frente a mí.
—Ho… hola, sí, estoy bien. Solo es una jaqueca. —No acepté el pañuelo. Saqué un trozo de papel desechable de mi bolsillo y me limpié. Ese día me sentía especialmente cansada, sin haber dormido lo suficiente, y me veía fatal. Sabía que, si lloraba, mis ojos se achicaban y todo mi rostro mostraba lo mal que me sentía. Agaché la cabeza, deseando desaparecer.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió, mirándome fijamente. Hoy iba vestido de manera más sencilla: una camiseta común, unos jeans casuales y un saco colgado sobre sus hombros. Sin embargo, no perdía ese toque fatal. Bryce era guapísimo, pero tenía que evitar caer en esa tentación.
—Sí —afirmé con voz firme—. ¿Qué te trae por aquí? —dije, como si no supiera que venía por "el café".
—Pues estaba cerca, y siendo un caballero, vine con la esperanza de invitarte a un café. —Eso me hizo sonreír. La "esperanza". Como si fuera alguna diosa, o quién sabe qué. No entendía por qué me ponía tan irritante con él, pero sin pensarlo le respondí de manera cortante.
—No puedo, hoy no tengo tiempo. —Agarré un par de libros y me dirigí hacia un pasillo de la biblioteca. Sentí cómo él apenas resoplaba, pero insistió y salió detrás de mí.
—¿Y qué tal mañana?
—Tampoco tengo tiempo. —Coloqué un libro en su estante correspondiente y seguí mi camino.
—¿Y qué tal pasado mañana?
—Tampoco puedo. —Continué colocando libros, mientras él seguía preguntando por cada uno de los días de la semana, y yo le respondía que estaba ocupada.
—Está bien, Isabela. Vendré en otra oportunidad. Veo que eres una chica muy ocupada, y en realidad no quiero molestarte. —Ni siquiera me volteé a mirarlo. ¡Maldita sea! Quería salir con él por un café. ¿Qué podía ser un café? Serían un par de horas, no tendría que hacer nada más.
—Bryce, espera... —volteé a verlo, pero ya no estaba. Sentí cómo mi corazón se rompía. Se había ido. Salí corriendo hacia la puerta, pero ya no quedaba ni su reflejo. Me sentí inmensamente mal. No entendía por qué era tan testaruda, tan orgullosa. Mi oportunidad de tomar un café con un desconocido se había esfumado, y era muy probable que no volviera. Resoplé de ira, ni siquiera podía ser amable conmigo misma. ¿Qué tan difícil sería aceptar un café? Me seguí cuestionando hasta que terminó mi turno en la biblioteca.
—Deberías salir esta noche conmigo, Isabela. Vamos a tomarnos una copa, di que sí. —Clement me hacía la típica invitación de todos los viernes.
—Ya sabes que hoy es el día en que me dejan propinas. No puedo fallar en la cafetería, eso me ayuda a ahorrar para mi graduación.
—¡Aish, amiga! Lamento tanto que te toque tan duro, pero te juro que todo valdrá la pena, hasta el último sacrificio. Vas a ser la mejor maestra de literatura de la historia, y ganarás tan bien que te quedará tiempo para ser feliz con un chico. —La miré y sonreí. Ella solo pensaba en ser feliz con chicos, mientras que yo solo quería que mi madre se recuperara, que se hiciera cargo de sus tres pequeños y nos dejara en paz a Loren y a mí.
Me despedí de mi amiga y, con resignación, me fui a mi trabajo, la cafetería de mi tía. Ella era igual de ogro que mi madre, ambas hechas tal para cual. Pero ya había aprendido a sobrevivir con ellas, y más con esta necesidad tan grande.
Tenía que caminar desde la biblioteca hasta la cafetería, caminar con mis malditos zapatos rotos, me hacía sentir tan miserable, mi vida era un completo caos, pero suspiré, sabía que en poco tiempo estaría mejor, no tendría que sufrir tantas humillaciones y mucho menos tendría que mendigar por nada. Esa noche estaba motivada, era viernes y ganaría un buen dinero para ahorrar, el dinero de las propinas eran para mis derechos de graduación, y por eso, ese día, era el que trabajaba con más vehemencia.