Math Evans
La miro directamente a los ojos, esperando que responda lo que acabo de preguntarle, pero Oriana parece más nerviosa que nunca. Traga saliva y balbucea algunas palabras.
—Señor Evans, debe entender que no soy una cualquiera, pero necesito el dinero. Si está dispuesto a hacer este contrato conmigo, esa es mi tarifa. Usted me dijo que viniera si estaba de acuerdo —su tono es firme, aunque puedo ver el temor reflejado en su mirada. —Y, pues bien, aquí estoy frente usted.
Me sostiene la mirada, firme, pero sensible, y eso me estremece de manera extraña, casi inquietante. Despierta en mí una curiosidad que no puedo ignorar.
—Jamás insinué que usted sea cualquier mujer, señorita Valladares —me acerco, dejando que el leve aroma a miedo que emana me envuelva. En su frente se forma una gota de sudor, y su párpado tiembla como si estuviera al borde de perder el control. ¡Está nerviosa! Yo la pongo nerviosa, eso me gusta.
—No quiero hacerle perder más tiempo, señor Evans. Dígame, ¿hay trato o no? —pregunta con impaciencia, su voz es más tensa, casi desesperada. ¿Realmente necesita mil dólares con tanta urgencia?
—Antes de eso, quiero que seas honesta conmigo —le digo, con un tono más frío del que estaba hablando—. ¿Por qué pediste esa cantidad? Es una cifra considerable. ¿Qué te hace pensar que los vales? —le lanzo la pregunta como una daga, cruel y directa, como suelo hacerlo. Las mujeres parecen reaccionar a eso, como si la dureza las atrae más hacia mí.
Oriana me mira con los labios apretados, tensando su pequeña cartera contra su pecho. Respira profundo y sostiene mi mirada sin titubear, decidida a no ceder tan fácilmente.
—Valgo eso y mucho más señor Evans, pero creo que me equivoqué al venir con usted, no es el indicado, no tengo más que decir.
—Oriana— La llamo una última vez y ella se detiene de inmediato. Me muevo lentamente hacia ella y de nuevo me acerco para absorber por segunda vez su aroma. Huele delicioso, evidentemente es un perfume barato, pero no hablo de ese aroma. Hablo del olor de su piel blanca, que me está volviendo loco y juro que no puedo controlar la erección que se está levantando debajo de la tela de mis pantalones.
—Dígame señor Evans — Responde y su voz ahora está temblorosa
—Voy a darte 1500. Pero necesito que me digas ¿por qué los vales? ¿por qué la cifra inicial?
Oriana vuelve a titubear, apretando su cartera con tanta fuerza, como si tuviera miedo a perderla en ese momento. Sus nervios son evidentes, casi tangibles, y no quiero hacerla sentir peor, pero algo dentro de mí anhela más, quiero saber cuales son sus verdaderas intenciones, y por qué ese afán de conseguir el dinero.
Bajo la mirada, y empezó a hablar.
—Tal vez mi cuerpo y mi sexo no valgan todo ese dinero, pero la cirugía de mi sobrina sí lo vale. Tiene una falla renal y necesita una operación urgente, atención inmediata —su voz se rompe mientras una lágrima se desliza silenciosa por su mejilla.
Me aparto, recostándome en el borde del escritorio. Los pensamientos lujuriosos y manipuladores que me habían invadido antes se desvanecen de golpe. Quizás esa noche en el bar me atrajo porque estaba embriagado, pero ahora... ya no estaba seguro de querer acostarme con ella. Su historia es demasiado cruel como para excitarme.
El silencio que se instala entre los dos es denso, casi terrorífico. Sus dedos siguen moviéndose nerviosamente, como si buscaran algo a lo que aferrarse. Yo, con todas las posibilidades a mi alcance, solo consigo articular una respuesta.
—Perfecto. ¡Hay contrato!
Oriana frunce el ceño, visiblemente confundida, sin entender a qué me refiero. Para ser honesto, ni yo sé exactamente lo que quise decir, pero una cosa era clara: no tenía que ver con sexo.
—¿De... de verdad? —pregunta nerviosa, y yo solo asiento como un completo imbécil.
—Y... ¿qué es exactamente lo que tengo que hacer? —se acerca despacio, deslizando su mano por el cabello, en un gesto que parece inconsciente pero que de alguna forma me atrae. ¿Me está seduciendo?
—Trabajar conmigo, aquí en mi empresa. ¿Qué sabes hacer? —suelto mientras cruzo mis manos, y esbozo una sonrisa estúpida.
Me observa con una expresión de incredulidad total. Claro, mi propuesta inicial era solo por sexo, pero después de lo que me confesó, no podría acostarme con ella. Además, viéndola bien, no era tan hermosa como para perder la cabeza. No lo suficiente para que su cuello, sus curvas o esa piel suave me obsesionaran. Hum… No, no como para agarrarla por el cabello y tenerla frente a mí, en cuatro patas, enseñándome ese trasero hermoso, redondo que, en otro contexto, hubiera deseado. ¡Por supuesto que no!
—Señor Evans, ¿está bien? —su voz me saca bruscamente de mis pensamientos.
—Sí, claro. Miré, Oriana, la propuesta que le hice en su momento fue diferente, pero ahora valoro lo que me acaba de contar. Supongo que si está aquí es porque necesita el dinero y no tiene un empleo, ¿verdad? Puedo ofrecerle un trabajo. Cuénteme sobre su experiencia laboral.
—Señor... no estoy entendiendo nada —responde, desconcertada—. Pero... trabajaba como administradora en el restaurante Le Franzual, era... administradora —susurra eso último, como si le estuviera doliendo al decirlo.
—¿De verdad? ¡Voy con frecuencia a comer allí, es un buen lugar! ¿Qué pasó?
Parece que cada una de mis palabras son como una maqueta sobre la cabeza de Oriana y su rostro se desencaja cada vez más. Pobre chica está tan confundida.
—Es una larga historia... mi hermana... —Oriana toma aire profundamente antes de continuar—. Señor, necesito un empleo, y lo necesito con urgencia, pero no puedo esperar un p**o. Así que, si aún está en pie la propuesta de una noche con usted, la acepto... aunque no firmemos ningún contrato. Incluso... si usted decide ser rudo conmigo.
Me quedo paralizado. Sus palabras, tan crudas y desesperadas, me desconciertan. Esa necesidad inminente de dinero, esa desesperación, me intriga y me abruma al mismo tiempo.
—Puedo ofrecerte un puesto como asistente —digo, tratando de recomponerme—. Te pagaré mil al mes y, si lo necesitas, puedo darte un adelanto.
Oriana me mira completamente confundida. Sus ojos brillan, tanto, que su mirada, casi me atraviesa, como si quisiera asesinarme en ese preciso instante. Quizá pensó que ofreciéndome su cuerpo conseguiría el dinero rápido, y en parte era mi culpa. Yo había hecho esa oferta inicial, pero ahora... no podía. No después de todo lo que había escuchado.
—Creo que no tengo más opciones... ¿Qué debo hacer? —Su voz suena rota, frágil, decepcionada por no conseguir lo que estaba buscando. Algo muy grave debía estar ocurriendo para que se comportara de esa manera.
—Te remitiré a recursos humanos — digo tratando de ser indiferente—. Lamento lo que estás atravesando, de verdad. Espero que pronto puedas solucionar todo.
—Gracias, señor Evans, por la oportunidad —responde mientras, una vez más, aprieta su cartera con fuerza antes de finalmente salir de la oficina. Esta vez, sí se va. Me deja solo, enfrentándome a esta maldita nueva incertidumbre.
Suspiro, mis pensamientos fugaces vuelven a Alexandra, la mujer que se fue hace poco. Y, para mi desgracia, la tensión en mi cuerpo no desaparece. Mi erección sigue ahí, como si fuera un recordatorio incómodo de lo cerca que había estado de caer.
Me senté en mi escritorio y envié la información acerca de un puesto que ya estaba ocupado y por dos personas, pero, le prometí a Oriana un trabajo, y yo tengo palabra. Además, la pobre estaba mal y lo que realmente me desconcertaba, era la real situación de la señorita Oriana Valladares.
Sin embargo, no estoy dispuesto a quedarme sin información acerca de ella, así que solo fue necesaria una llamada. Con su nombre, en menos de treinta minutos tenía toda su información sobre la mesa. Necesitaba saber quién era, entender su vida y, sobre todo, esos dolores que la habían empujado hasta mi puerta, buscando desesperadamente dinero.
No mintió. Fue recepcionista en el restaurante donde me dijo haber trabajado. Pero lo que más me desconcierta es que el dueño de ese lugar era su prometido. La palabra "era" resuena en mi mente. ¿Ya no lo es?
Aparte de eso, es una chica común. Graduada de una universidad mediocre en el norte, y, como era de esperarse, típicamente pobre. Con una hermana que tuvo un hijo muy joven, y una vida caótica que cargaba en sus hombros. ¡Vaya historia!
Levanto la bocina del teléfono y marco.
—Grajales, paga la cuenta del hospital, la de la señorita Valladares… Sí, la de su sobrina... No importa si son 1500 o 5000, ¡págala igual! ¡carajo! …
Mi compañía estaba acostumbrada a este tipo de gestos y benevolencias. Al final, solo era una bebé la que necesitaba esa cirugía. Pero sentí una ligera decepción. Oriana no estaba aquí por deseo o interés en mí, sino por pura y fría necesidad.