2. La maldición de los Baskerville
—Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor Mortimer.
—Ya me di cuenta de ello cuando entró en esta habitación —contestó Holmes.
—Se trata de un manuscrito antiguo.
—Principios del siglo dieciocho, a no ser que sea un fraude.
—¿Cómo puede saberlo, señor?
—Durante toda su conversación he podido examinar una o dos pulgadas [5] de él. Mal experto Sería quien no pudiese fijar la fecha de un documento dentro de un margen de unos diez años. Posiblemente haya leído usted la pequeña monografía que tengo escrita al respecto. El suyo lo dataría en 1730.
—La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer lo sacó del bolsillo delantero—. Este documento familiar fue puesto bajo mi cuidado por sir Charles Baskerville, cuya trágica y repentina muerte, hace unos tres meses, dio origen a una gran excitación en Devonshire [6] . Debo decir que fui amigo suyo a la vez que su médico personal. Fue un hombre firme, sagaz, práctico y tan poco dado a fantasías como yo mismo. No obstante, se tomó muy en serio este documento y su mente estaba preparada precisamente para el fin que eventualmente le cupo.
Holmes alargó la mano para tomar el manuscrito y lo alisó sobre su rodilla.
—Observará usted, Watson, el uso alternativo de la s larga y la s corta. Fue una de las varias indicaciones que me permitieron fijar la fecha.
Por encima de su hombro miré el papel, amarillento y con la escritura descolorida. En la parte superior aparecía un nombre: Baskerville Hall, y abajo, en grandes cifras, estaba garabateada la fecha: 1742.
—Parece ser cierta declaración.
—Sí, es la exposición de una leyenda que afecta a la familia Baskerville.
—Pero creo suponer que hay algo más actual y práctico sobre lo cual desea consultarme.
—Sumamente actual. Un asunto absolutamente práctico y urgente que debe decidirse en veinticuatro horas. Pero el manuscrito es corto y está íntimamente relacionado con el asunto. Con su permiso, voy a leérselo.
Holmes se recostó en su sillón, juntó las puntas de los dedos y cerró los ojos con aire de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó en voz alta y potente la curiosa y antigua narración que sigue:
Muchas explicaciones se han dado en torno al origen del sabueso de los Baskerville; sin embargo, dado que yo procedo por línea directa de Hugo Baskerville y supe esta historia a través de mi padre, que a su vez la supo a través del suyo, la he puesto por escrito con la seguridad de que sucedió como aquí se describe. Desearía que creyeseis, hijos míos, que la misma justicia que castiga el pecado puede también perdonarlo con magnanimidad y que ningún anatema es tan pesado que no pueda desaparecer por medio de la oración y el arrepentimiento. Aprended de esta historia, no a temer los frutos del pasado, sino más bien a ser circunspectos en el futuro; que no vuelvan a desatarse, para nuestra perdición, esas impuras pasiones por las que tan dolorosamente ha sufrido nuestra familia.
Sabed que, en tiempos de la «Gran Rebelión» (cuya historia, escrita por el gran erudito lord Clarendon [7] , os recomiendo firmemente), este señorío de Baskerville era propiedad de un Hugo de dicho apellido, del cual no puede negarse que era el hombre más salvaje, profano y descreído. Ciertamente, sus vecinos le hubiesen perdonado esto, ya que jamás han florecido los santos en estos lugares; pero había en él un desenfreno tal y un humor tan cruel, que su nombre se hizo proverbial en todo el oeste de la isla. Dio la casualidad de que este Hugo se enamoró (si es que puede aplicarse tal palabra a la negra pasión que le dominó) de la hija de un labriego que cultivaba unas tierras cerca del señorío de los Baskerville. Pero la joven doncella, que era discreta y de buena reputación, siempre lo evitaba, temerosa de su mal nombre. Y fue así como un día de san Miguel este Hugo y cinco o seis de sus ociosos y perversos amigos asaltaron la granja y se llevaron consigo a la doncella, aprovechando que ni su padre ni sus hermanos estaban allí, cosa que él bien sabía. Una vez en la mansión, la doncella fue encerrada en una habitación del piso superior, en tanto que Hugo y sus amigos se entregaban a una larga francachela, como era su costumbre todas las noches. Entre tanto, la muchacha estaba fuera de sí en su habitación al oír los cantos, gritos y terribles juramentos que le llegaban desde abajo, pues se dice que, cuando Hugo Baskerville estaba dominado por el alcohol, utilizaba unas palabras tales que hubiesen sido capaces de hacer volar al hombre que las pronunciase. Al fin, en el extremo de su terror, la joven hizo lo que hubiese arredrado al hombre más valiente o más osado, pues, ayudándose con la yedra que cubría (y aún cubre) la pared sur, descendió desde el alero y, a través del páramo, se encaminó hacia su casa, que se encontraba a una distancia de tres leguas [8] de la mansión.
Sucedió que, al poco rato, Hugo abandonó a sus comensales para llevar a su cautiva comida y bebida —y, ¿qué duda cabe?, otras cosas peores—, encontrándose con que la jaula estaba vacía y el pájaro había escapado. La transformación que se obró en él diríase que era la de una persona poseída por el demonio; bajó a toda prisa las escaleras y, al llegar al comedor, saltó encima de la gran mesa, haciendo saltar por los aires bebidas y viandas, y a voz en grito proclamó ante todos los presentes que esa misma noche entregaría cuerpo y alma a los Poderes del Mal con tal de poder atrapar a la fregona. Mientras los calaveras permanecían horrorizados ante la furia del hombre, uno de ellos, peor que los otros —o tal vez más ebrio que los demás—, gritó que deberían soltar los sabuesos en su persecución. Hugo, al oírlo, salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a los palafreneros que le ensillasen su yegua y soltasen la traílla; y, dando a oler a los sabuesos un pañuelo de la doncella, los encaminó hacia la senda, con lo que, en medio de grandes aullidos, se perdieron en el páramo, que se encontraba iluminado por la luz de la luna.
Los juerguistas quedaron boquiabiertos durante un tiempo, incapaces de entender todo lo que había sucedido con tal rapidez. Pero tan pronto como su confuso juicio comprendió la naturaleza de la hazaña que probablemente iba a desarrollarse en el páramo, la casa se convirtió en un formidable barullo; unos pedían sus pistolas; otros, sus caballos; otros, una nueva botella de vino. Al fin se hizo el sentido en sus mentes delirantes y todos ellos, en número de trece, montaron en sus cabalgaduras e iniciaron la persecución.
Habían recorrido una o dos millas [9] cuando pasaron junto a uno de los pastores nocturnos del páramo, al que gritaron inquiriendo si había visto pasar la cacería. Según cuenta la historia, el hombre estaba tan dominado por el pavor, que apenas podía hablar; pero al fin dijo que sí había visto a la desgraciada doncella, tras cuyo rastro iban los sabuesos. «Pero he visto algo más —añadió—. Hugo Baskerville pasó galopando en su yegua y, silenciosamente, detrás de él, corría un sabueso tal que Dios no quiera que jamás corra uno como ése tras de mis talones».
Los caballeros, borrachos, maldijeron al pastor y siguieron cabalgando. Pero pronto se les heló la sangre al percibir el ruido de un galope a través del páramo y ver cómo les pasaba la yegua negra, empapada de sudor, suelta la brida y vacía la silla. Dominados por un intenso pavor, los caballeros siguieron cabalgando juntos por el páramo, aunque, si cada uno de ellos hubiese estado solo, habría sentido gran satisfacción en hacer volver grupas a su caballo. Cabalgando lentamente de esta suerte, llegaron al fin junto a los sabuesos. Aunque éstos eran reconocidos por su valor y casta, en ese momento ladraban plañideramente, apiñados junto a una profunda depresión o buzamiento [10] del páramo; unos trataban de escabullirse, mientras que otros, con los pelos de punta y ojo avizor, miraban hacia el estrecho valle que se abría ante ellos.
Cuando el grupo se detuvo, se habían desvanecido ya, como podéis figuraros, los vapores del alcohol que los habían dominado desde el principio. La mayoría no se atrevió en modo alguno a avanzar, pero hubo tres de ellos, más intrépidos que los demás (o tal vez más borrachos), que descendieron con sus cabalgaduras al fondo de la hondonada. Ésta se ensanchaba, dando lugar a un espacio abierto en el cual aparecían dos de esas grandes piedras, que todavía pueden verse allí, plantadas en la antigüedad por ciertos pueblos olvidados. La luna iluminaba el claro con su brillo y en el centro del mismo yacía la desgraciada doncella, en el lugar donde había caído muerta a causa del miedo y la fatiga. Pero no fue la visión de su cuerpo, ni la del cuerpo de Hugo Baskerville, que yacía junto a ella, lo que erizó el cabello de los tres osados fanfarrones, sino que sobre Hugo, y aferrado a su garganta, había un ser espantoso, una enorme bestia negra que tenía la forma de un sabueso, pero de un tamaño muy superior a cualquiera que ojo humano haya visto jamás. Aún estaban mirándolo, cuando dicho ser arrancó la garganta de Hugo Baskerville y se volvió hacia ellos con ojos brillantes y fauces chorreando sangre, ante lo cual los jinetes gritaron despavoridos y se lanzaron al galope por el páramo, en medio de grandes chillidos, con intención de salvar su vida. Se dice que uno de ellos murió aquella misma noche debido a la visión que había tenido, en tanto que los otros dos quedaron destrozados para el resto de sus vidas.
Tal es, hijos míos, la historia de la aparición del sabueso, del cual se dice que ha atormentado desde entonces a nuestra familia de modo tan penoso. Si la he puesto por escrito es porque menos terror produce lo que se sabe con claridad que lo que sólo se supone y se insinúa. Tampoco puede negarse que muchos miembros de la familia han tenido muertes desgraciadas, acaecidas de un modo repentino, sangriento y misterioso. Sin embargo, quiera Dios que podamos acogernos a la infinita bondad de la Providencia, que no por siempre jamás castigará al inocente, más allá de la tercera o cuarta generación, con que se amenaza en las Sagradas Escrituras [11] . A dicha Providencia, hijos míos, os recomiendo por la presente, y os aconsejo que tengáis cuidado de no cruzar el páramo durante esas horas de la oscuridad en que andan sueltos los poderes del mal.
[De Hugo Baskerville a sus hijos Rodger y John, con instrucciones de que no digan a su hermana Elizabeth nada de lo aquí expuesto].
Cuando el doctor Mortimer hubo acabado de leer esta singular historia, se colocó las gafas sobre la frente y miró directamente a míster Sherlock Holmes; este último bostezó y arrojó a la chimenea la colilla de su cigarrillo.
—¿Y bien? —dijo.
—¿La encuentra interesante?
—Para un coleccionista de historias fantásticas.
El doctor Mortimer sacó un periódico que llevaba doblado en el bolsillo.
—Pues ahora, míster Holmes, le comunicaré algo más reciente. Este es el Devon Country Chronicle del 14 de junio del presente año, el cual incluye una breve descripción de los hechos relativos a la muerte de sir Charles Baskerville, acaecida unos cuantos días antes.
Mi amigo se inclinó ligeramente hacia delante con expresión atenta. Nuestro visitante volvió a ajustarse las gafas y comenzó:
La reciente muerte repentina de sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como el de un probable candidato liberal por Mid-Devon [12] en las próximas elecciones, ha arrojado una sombra de tristeza por todo el condado. Aunque sir Charles sólo había residido en Baskerville Hall durante un período bastante corto, la amabilidad de su carácter y su extrema generosidad le habían ganado el afecto y el respeto de todos aquellos que estuvieron en contacto con él. En estos días de nouveaux riches [13] resulta un alivio encontrar un caso en que el vástago de una antigua familia del condado, que se había hundido a causa de los malos tiempos, es capaz de rehacer su fortuna y traerla aquí con el fin de restaurar la desaparecida grandeza de su linaje. Como todo el mundo sabe, sir Charles consiguió grandes sumas de dinero en África del Sur, gracias a sus negocios. Más cuerdo que aquellos que no cesan hasta que la rueda de la fortuna se les pone en contra, sir Charles se dio cuenta de las ganancias obtenidas y regresó con ellas a Inglaterra. No hace más de dos años que fijó su residencia en Baskerville Hall, y en los labios de todo el mundo han estado los planes de reconstrucción y mejora que su muerte ha interrumpido. Carente de hijos, expresó abiertamente su deseo de que, en vida suya, todo el campo se beneficiase de su buena fortuna, y muchos serán los que tengan motivos personales para llorar su prematuro final. Estas columnas se han hecho eco frecuentemente de sus generosas donaciones, con fines caritativos, tanto en la propia localidad como en el condado.