1. Míster Sherlock Holmes

2429 Words
1. Míster Sherlock Holmes Míster Sherlock Holmes, que generalmente se levantaba muy tarde, a no ser en las frecuentes ocasiones en que permanecía en vela toda la noche, estaba sentado frente a su desayuno. Yo, en pie Sobre la alfombra situada frente a la chimenea, tomé en mis maños el bastón que nuestro visitante se había dejado olvidado la noche anterior. Era un grueso bastón de madera, de buena calidad, redondeado en su empuñadura y que pertenecía al tipo denominado Penang lawyer [1] . Inmediatamente por debajo de la empuñadura había un ancho aro de plata, de unos dos centímetros de altura, en el cual aparecía grabada la siguiente inscripción: «A James Mortimer, M. R. C. S. [2] , sus amigos del C. C. H. [3] » y la fecha, «1884». Era el tipo de bastón que solía llevar —dignificado, firme y tranquilizante— el antiguo médico de cabecera chapado a la antigua. —Bien, Watson, ¿qué deduce usted de él? Holmes estaba sentado de espaldas a mí y yo no le había dado ningún indicio sobre el objeto de mi interés. —¿Cómo supo lo que estaba haciendo? Creo que usted tiene ojos detrás de la cabeza. —Tengo, al menos una cafetera plateada y brillante frente a mí —contestó—. Pero dígame; Watson, ¿a qué conclusiones le lleva el bastón de nuestro visitante? Este objeto dejado aquí accidentalmente tiene una gran importancia, ya que, por no haber tenido la suerte de encontrarnos con él, ignoramos qué le trajo a nuestra casa. ¿Cómo reconstruye usted al hombre a base del examen de su bastón? —Yo creo —respondí, siguiendo en lo posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un anciano médico a quien sonríe el éxito y a quien se aprecia, ya que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su estimación. —¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente! —Creo también que probablemente se trata de un médico rural que hace una buena parte de sus visitas a pie. —¿Por qué? —Porque este bastón, aunque originalmente haya sido muy bonito, se ha utilizado tanto, que apenas puedo imaginarme que lo use un médico de ciudad. La gruesa contera de hierro está desgastada, lo cual demuestra que ha caminado mucho con él. —¡Perfecto! —dijo Holmes. —Y, por otra parte, ahí tenemos a los «amigos del C. C. H.». Yo diría que se trata de la Asociación de Cazadores… lo que sea, una asociación local a cuyos miembros posiblemente ha tratado y que, a cambio, le han entregado este pequeño regalo. —Excepcionalmente, está usted superándose a sí mismo, Watson —dijo Holmes, mientras retiraba su silla y encendía un cigarrillo—. Debo decir que, en todas las manifestaciones que tan gentilmente ha hecho acerca de mis pequeños éxitos, normalmente ha infravalorado su propia capacidad. Puede ser que usted no sea luminoso, pero es un conductor lumínico. Hay hombres que, sin estar dotados de genio, poseen una destacada capacidad de estimularlo en otras personas. Confieso, estimado colega, que le debo mucho. Jamás, hasta ese momento, había dicho tanto, y he de admitir que sus palabras me proporcionaron un intenso placer, ya que con frecuencia me había herido la indiferencia que mostraba ante mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos. Estaba también orgulloso de pensar que había llegado a adquirir tal dominio de su sistema, que era capaz de aplicarlo de un modo tal que me había valido su aprobación. Cogió entonces el bastón de mis manos y lo examinó a simple vista durante unos minutos. A continuación, con una expresión de interés, dejó su cigarrillo, se acercó a la ventana y examinó nuevamente el bastón con una lupa. —Interesante, pero elemental —dijo mientras volvía a ocupar el rincón favorito de su sofá—. Evidentemente, en el bastón hay una o dos indicaciones que nos proporcionan la base para llegar a varias deducciones. —¿Se me ha escapado algo? —le pregunté, dándome cierta importancia—. Espero que no haya nada significativo que yo pueda haber olvidado. —Me temo, querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones han sido erróneas. Cuando afirmé que usted me estimulaba, quise decir, francamente, que en ocasiones sus falacias me conducían a la verdad. Y no es que en el presente caso se haya usted equivocado completamente. Este hombre, no cabe duda, es médico rural y camina mucho. —Entonces, yo tenía razón. —No del todo. —Pues eso fue todo. —No, no, querido Watson; eso no fue todo, en modo alguno. Yo sugeriría, que un regalo para un médico es más probable que proceda de un hospital que de una sociedad de cazadores; y si las iniciales «C. C.» aparecen mencionadas antes de dicho hospital, esas iniciales, prácticamente, le sugieren a uno el Charing Cross. —Puede ser que tenga razón. —La probabilidad está en esa dirección. Y, si aceptamos este punto como hipótesis de trabajo, disponemos de una nueva base para iniciar la reconstrucción de nuestro desconocido visitante. —Bien. Supongamos que «C. C. H.» quiere decir Charing Cross Hospital. ¿Qué otras cosas podemos inferir? —¿No se le ocurre ninguna? Usted conoce mis métodos. Aplíquelos, pues. —No se me ocurre más que la evidente conclusión de que este hombre ha ejercido en la ciudad antes de ir al campo. —Creo yo que podríamos aventurarnos un poco más allá. Mírelo desde ese punto de vista. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciese un regalo como éste? ¿Cuándo se unirían sus amigos para ofrecerle una muestra de sus buenos deseos? Evidentemente, en el momento en que el doctor Mortimer dejó de prestar sus servicios en el hospital para ejercer libremente. Sabemos que ha habido un regalo. Creemos que ha habido un cambio de un hospital de la ciudad a un pueblo. En este caso, ¿es llevar demasiado lejos nuestras deducciones, si afirmamos que el regalo se hizo con ocasión de dicho cambio? —Ciertamente, eso parece probable. —Veamos. Usted se dará cuenta de que este médico no podía contarse entre el personal de plantilla del hospital, ya que, para detentar tal cargo, se requiere que la persona en cuestión tenga una especialidad bien establecida en Londres, y, de ser éste el caso, tal persona no se hubiese retirado al campo. ¿Qué era, en ese supuesto? Si estaba en el hospital, pero todavía no se contaba entre los miembros del personal de plantilla, no pudo ser sino un interno, es decir, poco más que un estudiante de los últimos cursos. Y abandonó el hospital hace cinco años: la fecha aparece en el bastón. Así pues, mi querido Watson, se desvanece en el aire su grave médico de cabecera, de media edad, para dejar su lugar a un hombre joven, de menos de treinta años, amable, sin ambiciones, distraído y dueño de un perro favorito que, de un modo impreciso, describiría como más grande que un terrier y más pequeño que un mastín. Me eché a reír, incrédulo, mientras Sherlock Holmes se reclinaba en el sofá y despedía pequeños anillos de humo que ascendían, con suaves ondulaciones, hacia el techo. —No tengo medios de comprobar la veracidad de la segunda parte —dije—, pero al menos no es difícil saber algunos detalles acerca de la edad y la carrera profesional de nuestro hombre. De mi pequeño estante dedicado a las cuestiones de medicina, tomé el Directorio Médico y busqué su nombre. Había varios Mortimer, pero sólo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí su ficha en voz alta: Mortimer, James, M. R. C. S., 1882, Grimpen, Dartmoor, Devon. Interno en el Charing Cross Hospital desde 1882 hasta 1884. Obtuvo el Premio Jackson de Patología Comparada por su ensayo titulado ¿Es la enfermedad una reversión? m*****o correspondiente de la Sociedad Patológica Suiza. Autor de «Algunas rarezas del atavismo» ( Lancet, 1882), y «¿Progresamos?» ( Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico titular de las parroquias de Grimpen, Thorsley y High Barrow. —Parece que no dice nada de esa sociedad de cazadores, Watson —dijo Holmes con una maliciosa sonrisa—, sino de un médico rural, como usted observó astutamente. Creo que mis suposiciones están bastante justificadas. Y, si no recuerdo mal, le apliqué los atributos de afable, sin ambiciones y distraído. Mi experiencia me dice que en este mundo sólo un hombre afable recibe regalos, sólo el que no tiene ambición abandona Londres para ejercer en el campo y sólo un distraído olvida su bastón, y no su tarjeta de visita, después de esperar en esta habitación durante una hora. —¿Y el perro? —Está habituado a llevar este bastón detrás de su amo. Como el bastón es pesado, el perro lo ha sujetado con fuerza por el centro, donde aparecen bien visibles las señales de sus dientes. Las mandíbulas del perro, como se ve en el espacio que media entre estas marcas, son, en mi opinión, demasiado grandes para un terrier y demasiados reducidas para un mastín. Podría ser… ¡Claro! ¡Por Júpiter! Es un perro de aguas de pelo rizado. Se había levantado y, mientras hablaba, caminaba por la habitación. De pronto se detuvo en el saliente de la ventana. Había tal timbre de convicción en su voz, que le miré sorprendido. —Mi querido amigo, ¿cómo puede estar tan seguro de eso? —Sencillamente, porque estoy viendo el perro a la misma puerta de nuestra casa, y aquí tenemos el timbrazo de su dueño. No se vaya, Watson, por favor. Es hermano profesional suyo, y la presencia de usted puede servirme de ayuda. Este es el momento dramático del destino, Watson, cuando en la escalera oye uno unas pisadas que se aproximan a nuestra vida y no se sabe si lo hacen para bien o para mal. ¿Qué requiere el doctor James Mortimer, el hombre de la ciencia, de Sherlock Holmes, el especialista del crimen? ¡Pase! La apariencia de nuestro visitante me sorprendió, ya que había esperado que se tratase de un típico médico rural. Era muy alto, delgado, con una larga nariz picuda que surgía entre dos ojos grises y penetrantes, bastante juntos, cuyo brillo se percibía tras las gafas con montura de oro que llevaba. A pesar de su ligero desaliño —llevaba una levita deslucida y unos pantalones deshilachados—, su modo de vestir reflejaba su profesión. Aunque era joven, su larga espalda ya estaba curvada, caminaba con la cabeza inclinada hacia delante y su aspecto general reflejaba una curiosa benevolencia. Así que hubo entrado, sus ojos se fijaron en el bastón que Holmes tenía en sus manos y se apresuró hacia él con una exclamación de alegría. —Me alegro muchísimo —dijo—. No sabía si lo había olvidado aquí o en la oficina naval. No me gustaría perder este bastón por nada del mundo. —Ya veo que se trata de un regalo —dijo Holmes. —Sí, señor. —¿Del Hospital Charing Cross? —Unos amigos que tuve allí me lo regalaron con ocasión de mi matrimonio. —¡Vaya, vaya; eso no está bien! —dijo Holmes, al tiempo que movía la cabeza. Atónito, el doctor Mortimer miró atentamente a través de sus gafas. —¿Por qué no está bien? —Sólo porque usted ha dado al traste con nuestras pequeñas deducciones. ¿Dice que fue con motivo de su boda? —Sí, señor. Al casarme dejé el hospital y, con él, toda esperanza de tener una consulta propia. Me era necesario crear un hogar propio. —Pues, después de todo, no nos hemos equivocado tanto —dijo Holmes—. Y ahora, doctor Mortimer… —Míster, solamente míster…, un humilde licenciado M. R. C. S. —Y, evidentemente, un hombre dotado de una mente precisa. —Un aficionado en el terreno científico, míster Holmes, que se limita simplemente a recoger las conchas en las orillas del gran océano desconocido. Supongo que me estoy dirigiendo a míster Sherlock Holmes y no a… —No, aquí mi amigo, el doctor Watson. —Mucho gusto. He oído mencionar su nombre en unión del de su amigo. Usted me interesa mucho, míster Holmes. Apenas hubiese esperado un cráneo tan dolicocéfalo y un desarrollo supraorbital tan marcado. ¿Le importaría si paso el dedo por la fisura de su parietal? Hasta que se pueda disponer del original, un molde de su cráneo sería un adorno digno de cualquier museo antropológico. No es mi intención ser grosero, pero le confieso que envidio su cráneo. Sherlock Holmes señaló un asiento a nuestro singular visitante. —Comprendo que usted es un entusiasta en su modo de pensar, señor, del mismo modo que yo lo soy en el mío —dijo—. Por sus falanges, observo que lía sus propios cigarrillos. No dude en encender uno. Sacó papel de fumar y tabaco y lió un cigarrillo con una sorprendente destreza. Tenía unos dedos largos y ligeros, tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto. Holmes permanecía en silencio, pero sus profundas miradas me hicieron ver el interés que despertaba en él nuestro curioso compañero. —Supongo, caballero —dijo al fin—, que el honor de sus visitas de anoche y de hoy no se debe puramente a su deseo de examinar mi cráneo. —No, Señor, no; aunque me alegro de haber tenido la oportunidad de hacer también eso. Vine a verle, míster Holmes, porque reconozco que no soy un hombre práctico y porque de pronto se me ha planteado un problema extraordinario y de suma gravedad. Reconociendo que usted es el segundo mejor experto de Europa… —¡Vaya, caballero! ¿Me permite que le pregunte quién es el primero? —exclamó Holmes con cierta aspereza. —Al hombre de mente precisa y científica siempre le ha atraído extraordinariamente la labor de monsieur Bertillon [4] . —¿No sería mejor, entonces, que le consultase a él? —Hice referencia, señor, a la mente precisa y científica. Pero hay que reconocer que, como hombre práctico, usted es el único. Espero, señor, no haber inadvertidamente… —Un poco —dijo Holmes—. Por favor, doctor Mortimer, creo que sería mejor que me explicase simplemente, sin más preámbulos, el carácter exacto del problema por el cuál solicita mi ayuda.
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