No había una parte de su cuerpo que no supiera lo que iba a ocurrir: lo que ocurría cada vez que entraba en su despacho. Tenía que armarse de serenidad para no levantar sospechas al cruzar el umbral y esperar pacientemente a que él terminara de hablar por teléfono. Tenía que esperar a que él dejara de fingir que no existía, que no se fijaba en ella, cuando ambos estaban tiesos de ganas de tocarse.
Le gustaba que él se hiciera el interesante y no le dedicara ni una sola mirada hasta que se asegurara de que la puerta estaba cerrada y las gruesas cortinas cubrían la ventana del despacho. También le gustaba la forma en que sus largos y elegantes dedos jugaban con los botones del auricular, presionando, acariciando... sabiendo que ella lo estaba observando e imaginando esas mismas manos recorriendo lugares prohibidos. Le gustaba la forma en que la camisa arremangada se ceñía a sus músculos y cómo el último botón, revoltoso como sus mechones castaños, dejaba ver un pecho laureado de pelo fino. Le gustaba cómo se humedecía los labios, distraída, mientras comprobaba el largo de su falda. Le gustaban tantas cosas que necesitaba terminar cuanto antes el trabajo que él le mandaba para poder pedirle más, y más, y más, y tener una excusa para entrar en sus dominios y admirarlo de cerca como el animal en peligro de extinción que era.
Meg dejó la prueba documental sobre la mesa. Fue a darse la vuelta para volver a su puesto, pero él se lo impidió sólo poniéndose de pie. Meg se quedó de pie frente al escritorio, sintiéndose pequeña e insignificante en comparación con el magnífico espécimen de hombre que le dirigía una mirada abrasadora. Llevaba unos pantalones estilo años 20 con sus respectivos tirantes cruzados en la espalda. No se vestía como dictaban las normas. No podía seguirlas, iba en contra de su naturaleza, y Meg lo prefería así porque significaba que nada, ni siquiera la política de la empresa, podría detenerlo si decidía volver a tocarla.
El hecho de que su aventura estuviera prohibida le daba un sabor especial.
— ¿Necesita algo, señor Bennett? —preguntó ella en cuanto él hubo colgado el teléfono.
Marcus sonrió de lado. Esa sonrisa pícara que le había visto dedicar a todas las mujeres del bufete sin excepción. No habló al principio, sino que llevó ambas manos al nudo de su corbata. Lo deshizo muy lentamente, estirando los segundos hasta volverla loca.
Meg asistió al momento con la garganta atascada. Había algo en él que la hacía salivar, porque no era el más guapo de los hombres. Tenían que ser sus ojos amarillos o la forma en que su pelo se agitaba insinuando una caricia a sus orejas. O su cuerpo esbelto y recortado. Meg no podía apartar la vista de las venas que recorrían sus brazos, ni de sus poderosos muslos, ni de su pelo, a veces punk. Sus atuendos eran variados y originales según la ocasión que se le presentara. Era un casanova disfrazado de caballero que conseguía conquistarte mostrando cualquiera de sus facetas.
Marcus se acercó a ella con su habitual y dolorosa lentitud. Meg era muy pequeña. Diminuta. Menos de un metro sesenta. Y él era lo suficientemente alto como para cubrirla por completo. Sin embargo, no lo hizo. En su lugar, levantó la barbilla femenina con un dedo. Esa mirada de superioridad con la que la había aguijoneado desde el primer día la hizo vibrar contra todos sus principios. Meg odiaba sentirse menospreciada, pero el hecho de que la tratara como su muñeca, su objeto de placer y nada más, la excitaba.
—Necesito algo —dijo con ese tono exasperado. Meg abrió la boca y él la cerró colocando un dedo entre sus labios. Desde allí bajó, haciéndole cosquillas en la barbilla, seduciéndola silenciosamente a lo largo de la línea del cuello.
Se detuvo a las puertas de su escote.
Ella se abrió de un tirón la blusa, dejando al descubierto un sujetador de encaje elegido a propósito para la ocasión. Ella estaba orgullosa de sus pechos y él también. Los veneraba, estaba loco por ellos. Ese día no les prestó menos atención que de costumbre. Liberó uno de ellos de la copa y se inclinó, deslizando su lengua alrededor del pezón erecto.
Meg gimió y se agarró a su pelo, suave y sedoso. Meneó las caderas hacia él, pidiendo un trato más brutal, que él concedió rastrillando y marcando su piel con mordiscos.
—Ah... Sí...
— ¿Hiciste lo que te pedí? —preguntó antes de cerrar la boca sobre su areola. Meg se mordió el labio para no gritar y pronunció un débil "sí". Eso significa que te has ganado tu premio. Eso significa que te has ganado tu premio.
Jadeó con el primer roce de sus dedos bajo la falda. Una mirada ardiente fue suficiente para que se derritiera en sus brazos.
—Voy a hacerte mía ....
—¡Voy a matarte, Megan Leany Klein! —gritó una voz femenina.
Meg se estrelló contra la silla, casi tirándola al suelo. Cerró de golpe el portátil, dejando a Marcus sin terminar. Puso cinco manuales, reunió todos los rotuladores de colores en las esquinas y se abrazó al conjunto con una mirada de pánico.
"Mierda, Meg , no reacciones así. Actúa con normalidad".
Así es. Esa era la primera regla: si estás haciendo algo mal, intenta que no se note. Aunque tampoco es que hubiera cometido un crimen. No había nada malo, ¿verdad? Sólo que su compañera —que seguía buscando su pelo rubio en los cubículos de los asistentes— la había pillado en medio de un clímax ficticio ya que se imaginaba a su jefe haciéndole el amor en su oficina de las formas mas sucias posibles. Habría sido peor si la hubiera atrapado en medio de uno real, ¿no? O si no hubiera sido Lisa la inoportuna, sino otra persona.
De todas las mujeres que la rodeaban, Lisa era la única a la que no se le habría ocurrido juzgarla si hubiera echado un vistazo a su documento privado. Y si se atrevía a hacerlo, siempre podía recordarle quién era la que no le había pagado el alquiler durante dos meses.
—Estoy aquí. —Levantó el brazo para que la viera y lo agitó, haciendo tintinear la miríada de pulseras con cadena que le gustaba llevar—. Me han cambiado de cubículo.
Mala idea. Uno no debe revelar su posición al enemigo.
Lisa se plantó frente a ella con un brazo en cruz y el otro sosteniendo la bolsa del almuerzo como si fuera un manjar Automáticamente se sintió culpable, porque sabía lo que significaba su precipitada entrada —por la que tendría que pagar diez meses de desprecio, a juzgar por las miradas de sus compañeros—, su mirada de reproche y el gesto de sacudir el contenido ante sus narices.
Meg trató de sonreír para fingir que no sabía de qué se trataba, abrazando todavía los manuales de dos mil páginas en tres idiomas diferentes que cubrían su único placer culpable.
—Otra vez te has dejado la comida en casa —le reprochó Lisa, arrojando la bolsa sin contemplaciones sobre el montón. Meg la atrapó antes de que el yogur manchara sus preciados libros de apoyo. Es la tercera vez esta semana, y es miércoles. ¿No tienes nada que contarme? Porque es un poco sospechoso que dejes la comida que te preparo, te vayas sin desayunar y digas que estás "demasiado cansada para cenar" cuando llegas a casa justo después de tener una conversación sobre lo descontenta que estás con tu peso.
Por si no te ha quedado claro, me estoy victimizando para hacerte sentir mal".
Meg asintió de mala gana. Era un buen detalle que hubiera admitido sus intenciones y que no fueran las de avergonzarla en público.
A primera vista, Lisa no parecía ocultar un lado maternal que se empeñaba en proyectar sobre los demás para cubrir sus carencias afectivas. Cosa que, por cierto, según ella misma, no hacía Meg. Era el clásico ejemplo de una adolescente de treinta y tantos años que se hacía piercings falsos porque no estaba preparada para afrontar un cambio de imagen semipermanente, ya que se arrepentiría porque era demasiado inestable para tomar decisiones a largo plazo —eso también lo decía ella, Meg no tenía nada que ver con esa descripción—; la que tenía diez estilos diferentes porque aún no se encontraba a sí misma, se teñía el pelo con laca, se había apuntado a cuatro religiones diferentes en los últimos trece meses para declararse oficialmente budista y coleccionaba libros de autoayuda por placer. ¿El motivo? No estaba preparada para afrontar sus problemas.
Otra vez sus palabras.
Estaba claro que era la propia Lisa la que necesitaba ayuda y que le dijeran lo que tenía que hacer, no Meg, que tenía un trabajo estable, un sueldo mensual razonable, mucha ambición y las ideas claras sobre lo que quería hacer con su pelo. O con sus agujeros. Pero desgraciadamente nada ni nadie podía quitarle la razón a su compañera de piso, que como toda buena "zorra con depresión" —así se empeñaba en definirse—, Meg no encajaba en— no sabía cuidarse, pero en cambio tenía ojo para lo que le pasaba a los demás y daba grandes consejos.
—Bueno, no lo conseguiste. Hace falta algo más que un plátano, un vaso de yogur y un paquete de Froot Loops para que me sienta mal —declaró Meg—. Fue sólo una casualidad, ¿de acuerdo? No he tenido ganas de comer estos últimos días. Hay un estudio científico que dice que cuanto más trabajas, menos hambre tienes. Entiendo que como estás en el paro desde que saliste de la universidad estés dispuesto a asaltar la despensa a cualquier hora del día por puro aburrimiento, pero a mí me están explotando y no tengo tiempo ni de quejarme. Y menos para comer tu...", casi suspiró mientras desenvolvía el sándwich, delicioso sándwich de atún.
Sacudió la cabeza antes de sucumbir y dejarlo a un lado.
Lisa la consideraba lo suficientemente honesta como para asumir que decía la verdad. Y aunque mintiera, Lisa no la contradeciría porque estaba condicionada por un fuerte deseo de complacer a los demás.
Dicho por ella, eh.
Lisa suspiró y apoyó los brazos cruzados en el metro y medio de pared que separaba los despachos.
—Si te explotan tanto, ¿por qué no renuncias?
—Ya hemos hablado de esto. Unas... diecisiete veces, creo. En las últimas veinticuatro horas, al menos.
—Sí, pero realmente no piensas en ello. No quiero ser dura contigo, y no lo voy a ser: sólo mírate. Apenas han pasado veinticinco minutos del día y ya estás enterrada en el trabajo. —Señaló la pila de manuales. "Sí, bueno, sobre eso...". ¿Todo para qué? Te pagan una miseria
Una miseria comparada con las horas que pasas aquí....
—De hecho, me pagan más de lo que merezco..."... para que pueda permitirme escribir novelas eróticas con mi jefe como protagonista durante las horas de trabajo".
—Pero no te ascienden. —Eso es lo que duele. Vamos, Meg, ¿no lo ves? Te pagan bien porque saben que, si no lo hicieran, lo dejarías, harta como estás de ser la que se encarga del papeleo y los cafés. Ese tal Bennett te trata como si fueras su secretaria, no su abogada asociada, y me parece un sacrilegio que te hayas graduado con honores mientras él aprobó por los pelos. Casi doblaste su nota en el BAR que, por cierto, era lamentable.
Meg frunció el ceño.
—¿Cómo sabes eso?
—En primer lugar, lo sé todo; lo que no sé es porque no me importa. En segundo lugar, olvidas que Internet está a mi servicio y que soy el mejor hacker de toda Florida. Y tercero... No sé si entiendes la moraleja de la historia. Un tipo mucho menos cualificado que tú y que ha llegado donde está porque su padre era el puto amo de la fiscalía te está subestimando.
Eso dolió aún más. Si algo tenía Meg, porque toda esa belleza, talento, inteligencia y encanto no la tocaban ni por asomo, era ambición. Y, a veces, la ambición la hacía parecer inteligente y talentosa, lo suficiente como para ser considerada entre aquellas cuatro paredes una perdedora sin vida social que resolvía el caso más difícil sin ir a juicio.
No era suficiente para ella. Meg no sólo quería ser "la lista" entre sus compañeros. Quería ser valiosa para los socios, para la cúpula del bufete. Y era cierto que trabajando para Marcus, que le daba la jurisprudencia como si fuera un secretario judicial sin despacho y que una vez se atrevió a pedirle una cita con la peluquera, nunca impresionaría a Caleb Lawfield.
Decía Caleb Lawfield porque era el socio director, el que lucía su apellido en el membrete y el que menos casos había perdido de todos los del despacho. También porque fue él quien la entrevistó y le dio la oportunidad de empoderarse con ellos, y por una razón mucho más personal: ella quería ser Caleb Lawfield. Se identificaba con su personalidad y su método de trabajo.
Por supuesto, no era el único que podía sugerirle que le pusiera en un despacho y le confiara casos dignos de su trayectoria. Lawfield trabajaba codo con codo con Sandoval y Bennett, que tenían habilidades similares. Sandoval estuvo una vez en el barco, pero abandonó y perdió su oportunidad. Y Bennett insistía en tratarla como si le hubieran enseñado en la universidad a colorear sin salirse de los límites. Sólo Caleb Lawfield le prestaba atención, porque al igual que Marcus Bennett sólo recompensaba a las chicas guapas por llevar faldas cortas, el gerente premiaba a las que se esforzaban.
—No está siendo justo —se defendió Meg—. Bennett es un abogado increíble. Puede que sus notas no lo confirmen, pero la teoría y la práctica son dos cosas diferentes, y él tiene la parte importante dominada. Usa tu querido ordenador para hurgar en su expediente y verás que tengo razón. Sólo ha perdido los juicios llevados por el tal Torres, el juez con el que tuvo hace seis años. Puedo aprender mucho de él", respondió. "Si por él fuera me enseñaría", estuvo a punto de añadir.
—Mira, entiendo que no quieras dejar el trabajo. Este lugar es estupendo. Pero creo que no estás recibiendo el valor que mereces. ¿Por qué no solicitas ser asistente de otro socio? El tipo que te entrevistó está bueno y parecía serio. Disfrutas de la vista y encima dejas de ser la esclava personal de un tipo con los testiculos como camiones.
"Esa no es la descripción que yo habría dado de sus pelotas".
—Pensé en ello, pero Lawfield odia a los asociados. Trabaja solo, y cuando necesita algo, se lo pide a un junior. Además, Bennett me necesita", declaró, sin ningún orgullo. Si no fuera cierto, o si la necesitara para otras cosas. Pero estaba fuera de la verdad por que podría prescindir de mí cuando quisiera.
—Santa Megan de Francia, la mártir que todos los misóginos necesitan —dijo, formando un signo con las manos—.
—¿Perdón?
—¿Vas a decirme que no es un misógino? La única explicación que veo para que no te dé un trabajo decente es que eres una mujer y se siente amenazado por tu cerebro de Megamind. Te recluye en este cubículo firmando patentes y emancipaciones, documentos de los que podría encargarse mi gato, porque sabe que si te da un puesto de poder acabarías desbancándolo. Sé que eres muy humilde...
—No soy humilde. Sé que soy la mejor.
—Bueno, tienes una forma curiosa de demostrarlo, dejando que ese imbécil te menosprecie. Llevas un año y medio trabajando para él y sigues yendo a por sus cafés porque está demasiado ocupado siendo un baboso con todas las secretarias de la empresa.
—Si bajaras la voz, te lo agradecería.
—¿No te hace enfadar? —exclamó en voz baja. Me enfada hasta a mí, y no debería, porque se supone que vivo bien gracias a tu sueldo.
—Pobre Lisa, debe de tenerlo difícil viendo Netflix dieciséis horas al día.
—Oye. —Le señaló con el dedo. Puede que mi vida sea una mierda, pero es una mierda porque la he elegido yo, así que no puedo quejarme. Tú no puedes decir lo mismo.
—Bueno, ¿qué sugieres? —espetó Meg, agarrando la bolsa del almuerzo con una sacudida furiosa. La abrió y sacó el plátano: "¿Que presente una queja? ¿Que llame a Lawfield? Es una buena persona, Lisa.
—La gente buena hace cosas malas, Meg, y por ello merece una reprimenda. Entra ahí. —Señaló la puerta de salida. Meg supuso que se refería al despacho de Bennett. La mujer no tenía la culpa de haber suspendido la prueba de orientación espacial. Entra ahí y dile que empieze a tratarte como lo que eres, una maldita abogada, o te vas a la mierda.
—Es demasiado pronto para enfadarse. Sólo son las ocho de la mañana —señaló Meg, tratando de mantener la calma. Peló la fruta con un movimiento brusco y le dio un mordisco con pesar. Hizo un mohín con la boca llena. No quiero hacer una escena.
—Entonces que te den por el culo por afeitarle las pelotas a tu jefe el resto de tu vida. Estás sacrificando tu tiempo de trabajo y también tu tiempo libre (porque te recuerdo que no te dejará ir hasta que se canse de que seas su esclava) por un trabajo que no se corresponde con tus habilidades y, sobre todo, con tus sueños.
Tú sabrás lo que haces.
"Me voy, he quedado con un tío para un papel de Harry Potter a las nueve. —Se ajustó la chaqueta, encorvando el cuello y cubriéndose como si no hubiera veintidós grados ahí fuera. Para lo que he venido: No me importa lo ocupado que estés. Más vale que no dejes de comer. La comida es lo que hace soportable nuestra existencia, es un crimen que renuncies a ella. Y no quiero un culo anoréxico en mi casa mientras pueda evitarlo.
—Primero: ni siquiera pagas la casa. Segundo: hablar tan a la ligera de la anorexia es muy problemático.
—Hablar a la ligera de la anorexia en Twitter es problemático —corrigió.
Hizo un gesto de despedida con la mano. Hasta la vista, cariño.
—Terminator 2: Judgment Day —dijo una voz masculina.
La primera reacción de Meg fue abrazar más fuerte sus manuales, masticar y tragar la pieza de fruta e intentar no ponerse nerviosa.
—No, no, no, no, no. Hay que escuchar cómo habla la gente. No puedes decir 'afirmativo' o alguna mierda así. Di 'no problemo'. Y si alguien se acerca a ti con una actitud agresiva, di "Pudrete". Y si quieres estar por encima de ellos, di: 'Sayonara, baby'" —citó el recién llegado—.
Me sorprende que parte de Terminator no sea un versículo de la Biblia, y lo dice un tipo que no es especialmente fan de Schwarzenegger. El Conan bárbaro de Jason Momoa me gustó bastante más, por ejemplo, aunque quizá sea porque Rachel Nichols haciendo de protagonista femenina me anuló por todas las demás mujeres del mundo. Menos a ti, porque se dan un aire, ahora que lo miro.
"¿Me vas a decir tu nombre o tu número de teléfono,o las dos cosas?
Lisa puso la misma cara que cualquier otra mujer frente a Marcus Bennett . Bueno, a decir verdad, Meg no perdió el aliento al verlo por primera vez como tantas otras. Le pareció un buitre de primera —por andar buscando cualquier carroña— y el ejemplo del pesado unineuronal que no valoraba el humor inteligente, sino que se reía de una caída en público.
En aquellos días yo también pensaba así, porque Marcus Bennett era precisamente eso. Un tonto que se dedicaba a ligar descaradamente y que valoraba todas las superficialidades del mundo. La diferencia con respecto al primer día era que su aspecto físico le había calado poco a poco y ahora incluso se atrevía a ponerle su nombre a los protagonistas masculinos de sus historias.
De acuerdo, era posible que no sólo pusiera su nombre. Ni tampoco sólo su apariencia. Tal vez estaba transfiriendo todo el personaje. Pero porque le impresionaba que fuera posible que le pusiera la piel de gallina cuando le caía como una patada en el culo. Era la definición de amor—odio, sólo que ella no lo odiaba tanto ni lo amaba un poco, simplemente era insoportable. Y necesitaba drenar su desprecio de alguna manera, como, por ejemplo, imaginándoselo, rogando de rodillas que la dejara manosear.
Sí, esa era la mejor manera.
Meg sonrió para sus adentros al reconocer en la cara de Lisa que estaba pensando lo mismo que ella había pensado en su día.
—¿Sabes que ya no estamos en los noventa? —soltó. Lisa, no Meg, porque, por supuesto, no se había referido al diputado con su coqueteo. No era lo suficientemente guapa, ni llevaba pantalones cortos a media pierna, así que no podía llamar su atención. Pedir el número de alguien y acercarse de esa manera está muy pasado de moda. Si quieres que tengamos algo, vas a tener que hablar conmigo al menos tres o cuatro veces antes de atreverte a hacerme un cumplido.
—¿Y no es anticuado esperar tanto tiempo para hacer un cumplido?
—Si esa razón no te funcionó, qué tal esta: No me gustan los hombres guapos. El noventa por ciento de ellos lo hacen muy mal, el ochenta y tres no bajan al pilón y el setenta y ocho no esperan a que te corras. Una muy mala inversión.
—¿De dónde salen esos porcentajes?
—Tampoco eres mucho más que un siete —continuó ella, ignorándolo—, o un siete coma cinco. Un siete setenta y cinco si te arreglas el pelo o te haces una cresta, pero lo suficientemente atractivo como para encajar en la norma. Y no me gustan los tipos que no me complacen, porque ya tengo mis traumas de la infancia para hacerme daño.
"Por cierto... No sabía que "Hasta la vista, baby" era de Terminator. No veo películas de acción, son lo peor. Voy a terminar con un consejo al respecto: mejora con tu gusto.
Lisa se dio la vuelta sin decir mucho más y se fue, recibiendo unas cuantas miradas curiosas por el camino.
—No sé si la quiero o la odio —determinó Marcus, con las manos en los bolsillos. "Son cosas que pasan". ¿Es una amiga tuya?
—Algo así.
—Pregúntale si ha visto Bojack The Horseman, porque parece un personaje salido de la serie.
"En fin, venía a decirte que necesito un café propio. Ya sabes, vienes con tanta glucosa como para que me dé un infarto sin posibilidad de reanimación".
Meg parpadeó una vez.
—¿Y eso es todo?
—Sí. Hoy tengo un caso difícil que atender, pero si consigo algo más apropiado para ti, te lo pasaré. —Dio unos golpecitos con los nudillos en el borde de la pared y se despidió sin volver a mirarla. No tardes, necesito urgentemente mi dosis de azúcar.
Meg abrió la boca para responder. No para replicar, perdón: para nada. Las palabras la dejaron tirada cuando intentó dirigirse a Marcus, convirtiéndola en una especie de tartamudo tímido con el que no se identificaba en absoluto. Meg era introvertida y callada porque valoraba el arte de la conversación, no era tímida, pero con él parecía todo lo contrario. De vez en cuando se le caía la baba mientras buscaba un término jurídico que sólo recordaba al salir del despacho. Y otras se ponía tan roja que lamentaba no llevar el pelo suelto para usarlo como cortina.
Gracias a Dios, a Marcus le importaba tan poco que tampoco se dio cuenta. Nunca la miraba dos veces y, aunque era amable, con ella solía serlo menos.
Aun así, no pudo resistirse a hacerle un escaneo completo durante su camino a la sala de estar.
Fue por su trasero. Ahí se concentraba su necesidad. Si no estuviera tan bueno, no tendría que apretar los muslos cada vez que lo tenía delante. De nuevo incomprensible, porque sólo pensar que su aventura matutina sería tomar un café vienés con su nombre garabateado en el cristal le daba ganas de abofetearle hasta que se volviera (más) loca.
De todos modos, Meg no era una mujer especial, y todas se habían vuelto locas en algún momento por el hombre que menos atención le prestaba y que encima la trataba con condescendencia.
"Si consigo algo más apropiado para ti... Será hijo de puta". Como si fuera apropiado para él escuchar las quejas por discriminación de género o tener el derecho de defender a la parte femenina de un divorcio cuando él era un duro que no trataba a las mujeres como algo mejor que su mercancía mientras trabajaba. Se merecía la mayoría de sus casos. Sería profesional y concisa, no se enrollaría —en todo el sentido de la palabra: hablando y con el cliente— sino que iría directamente al grano y los dejaría a todos contentos.
"Algo más apropiado para ti".
—Puto cabrón —murmuró. Dejó el plátano a un lado y apartó todos los manuales para abrir el portátil. Cerró el documento, etiquetado como "Sin título—1", y se tomó un segundo para respirar. Acabó mirando de nuevo la cáscara amarillenta. Dios, era tan fea que ni siquiera podía llamar la atención de un tío cachondo con un plátano en la mano... Patético—.
Se levantó y alisó la falda de rayas hasta la rodilla.
No se podía decir que estuviera intentando que él la mirara, porque su objetivo al ir a trabajar no era deslumbrar a nadie. Y, sin embargo, lo conseguía, pero con quien no le interesaba: el bibliotecario que se encargaba de la jurisprudencia siempre encontraba un momento para abordarla con piropos que ella no había pedido.
Los hombres eran repugnantes.
Y era una pena, porque ella necesitaba uno con urgencia.
Estaba tan absorbida por su trabajo que no podía socializar. En una ciudad que no conocía y teniendo una amiga —que encima no salía de casa a no ser que la arrastraran o tuviera una misión, como llevarle la comida— no era muy tentador pedir tiempo libre. Pero seguía teniendo sus necesidades, y hacía tanto tiempo que no se acostaba con alguien que empezaba a desesperarse. Con su primer y único novio, nunca salió de la cama. Pasar de la ninfomanía a la sequía la estaba afectando.
"El trabajo, Meg . El trabajo".
Pero ella no estaba motivada para obedecer ese día. Lisa no había dicho ninguna mentira. Ella misma se sentía como una esclava. Infravalorada. A veces se preguntaba si Marcus Bennett no se reiría de ella a sus espaldas.
Podía darse por aludida. Algunos de sus compañeros de trabajo le contaron que, cuando mencionaban su nombre, el jefe no dudaba en comentar lo eficiente que era, pero no precisamente en tono elogioso. Había algo que le molestaba de ella, y no tenía ni idea de qué era. Siendo un misógino y un imbécil, quizá tuviera que ver con su aspecto físico. No sería el primero en despreciarla por no ser lo suficientemente guapa, y podía entender que estuviera fuera de lugar en una empresa que no tenía nada que envidiar al reparto de cualquier serie de Shonda Rhimes.
Meg intentó no pensar en ello y centrarse en lo que estaba haciendo. Cuando llegaba a casa, se permitía dar patadas a la cama o puñetazos a la pared, o ahogar sus penas en comida basura, lo que le hacía pesar diez kilos más de lo que su Índice de Masa Corporal recomendaba. Pero ese día era diferente, porque le habían dicho cuatro verdades a la cara que le resultaban muy difíciles de soportar.
Decidió que sería una buena idea probar algo diferente, y con "algo diferente" se refería a dar un toque de atención a su jefe. Él la necesitaba, estaba convencida. Si le pedía un aumento de sueldo o un puesto de mayor responsabilidad, el se lo daría. Ella le había ayudado a ganar casos importantes y contaba con el respeto de todos, conocía el bufete a la perfección y era muy rigurosa.
No veía por qué iba a rechazar su petición.
Meg salió de la cafetería por la derecha y cruzó el pasillo sobre sus mocasines color burdeos. Quizá le molestaba eso de ella, que no llevara tacones.
Bueno, no iba a disculparse por estar cómoda en el trabajo durante diez horas seguidas. Había que hacer lo mejor para sobrevivir.
Se detuvo frente a la puerta. Era transparente mientras las cortinas no estuvieran corridas: el único despacho que estaba cerrado a las miradas indiscretas era el de Lawfield, y Bennett había mandado poner esas densas cortinas, probablemente para poder tirarse a las secretarias a gusto sin ser interrumpido.
Llamó un par de veces.
"Marcus Bennett . Socio minoritario".
Era parte del grupo, pero no era tan importante. Y joder, ella quería ser importante. Ella aspiraba a trabajar para Lawfield o Sandoval, no para un tipo que se cortaba las uñas encima de una demanda.
Entró sin una señal de él y avanzó muy segura de sí misma cuando no se sentía así en absoluto.
El despacho era algo.. curioso.. El de Lawfield era uno minimalista, demasiado reducido a sus necesidades para un jefe.