Edward Mansfield me explicó todo lo que debía hacer. Tenía múltiples empresas, aunque solo con algunas trabajaría con él, ya que otras estaban en manos de otros gerentes o directorios. Era un hombre multifuncional que había heredado muchos de esos negocios, pero él tenía mucho ojo para las negociaciones y había logrado armar muchas empresas más.
Dos horas más tarde, Ian me guio hasta mi habitación en el segundo piso del ala este, según me dijo el mayordomo, que me fue explicando un poco la distribución de la casa.
―Aquí es, señorita ―me dijo cuando llegamos a una puerta labrada muy hermosa, la que abrió de par en par como si se tratara de la entrada a un gran salón―. Su ropa está guardada, la sucia fue llevada a la lavandería.
―Oh, pero no hace falta. ―Me avergoncé, yo no era la dueña del castillo como para que lavaran mi ropa.
―No puede lavar usted, usted trabajará con el señor Mansfield, no se preocupe, aquí cuidarán muy bien sus pertenencias.
―No lo dudo, pero... ―No pude continuar, el rostro severo de ese hombre me hizo callar―. Gracias, muchas gracias.
―Para servirla ―me respondió y volvió a sonreír, ya sabía que no debía desobedecerle en nada―. Si necesita algo, de noche o de día, aquí hay un timbre para llamar. ―Me indicó un botón en la pared, sobre la cabecera de la cama.
―Ah, espero no molestarlos de noche.
―No se preocupe, aquí hay gente trabajando las veinticuatro horas. De noche se realiza gran parte de la limpieza. Siempre hay empleados que gustosos la atenderán, no dude en solicitar su ayuda.
―Wow. Bueno, con una casona como esta, no hay día que alcance para limpiarla.
―Así es, por lo que ya sabe, puede llamar a la hora que sea si necesita algo. Intente no andar sola por el castillo, al menos al principio, es muy grande y podría perderse. Ahora la dejo, el almuerzo será servido a la una y diez.
―¿Y dónde está el comedor? ―Tomé su brazo para detenerlo.
―Usted solo baje a la una y cinco, yo estaré esperándola al pie de la escalera que estará a su izquierda al salir de su alcoba. ―Me palmoteó con suavidad la mano.
―Gracias, señor Lester.
―Llámeme Ian, señorita.
―Si usted me llama Francis.
Él sonrió, tenía una sonrisa amable, algo raro para una persona como él, hacía que me sintiera muy bien con él.
―Gracias, Ian.
―Un gusto, señorita Francis. ―Me hizo una venia y salió, cerró las puertas tras de sí.
Suspiré y miré todo alrededor. Sentí que estaba en la época victoriana, todo era muy antiguo y me sentía fuera de lugar. Solo dos cosas mostraban el avance del tiempo: la enorme televisión de pantalla plana colgada en una de las paredes y un equipo musical bajo el escritorio; incluso las lámparas eran verdaderas obras de arte. Era como estar dentro de un cuento de hadas. Era como Bella, pero sin el secuestro.
Entré al baño, lo más moderno era la ducha con puertas de cristal, el resto era todo en estilo rococó, con una enorme bañera en el centro, el lavamanos, un espejo de cuerpo completo y otro de rostro, un mueble de tocador, una especie de ropero y flores, muchas flores, parecían verbenas, lo cual me extrañó, en mi pueblo no se usaban como adorno, se usaban para espantar a los vampiros y para ayudar a las mujeres con hijos no deseados. No para adornar casas. Abrí el ropero y allí había toallas y batas del mismo material. En el mueble bajo el lavamanos estaban los útiles de aseo. Los cajones del tocador estaban vacíos, seguramente eran para mis cosas personales.
Miré la hora, eran las doce y veinte. Me quedaban cuarenta y cinco minutos de espera antes de bajar para el almuerzo. No tenía que ordenar mi ropa, ya estaba guardada. Saqué las cosas de mi cartera y ordené mi maquillaje y mis artículos de aseo en el mueble del baño. Demoré cinco minutos. Me quedaban cuarenta minutos.
Abrí el ventanal y salí. Mi cuarto daba a una pequeña terraza con dos sillas, una mesita, un balancín y unos maceteros con plantas, otra vez verbena y otras que no reconocí. Me senté a contemplar la maravillosa vista que tenía ante mí. Un enorme bosque se dibujaba a lo lejos, antes veía una campiña, me imaginaba que allí hacían picnic, se iban a jugar golf o andaban a caballo. Un jardín de rosas había debajo de mi ventana. A la izquierda, bastante a la izquierda, pues allí todo era grande, unos árboles frutales que en verano debían dar color y sabor al castillo. A la derecha, parecía que estaba la entrada, se veían un hermoso camino de piedrecillas y flores alrededor.
Aun con lo tétrica que me pareció esa casa al llegar, me di cuenta de que en el interior no lo era nada, además, no me encontraría con fantasmas porque habría gente circulando toda la noche. Y tenía todas las comodidades de cualquier metrópoli.
Al rato, me dio un poco de frío y entré. Cerré la ventana tras de mí, corrí los visillos, pero las cortinas gruesas las dejé abiertas, la vista era esplendorosa y no me la iba a perder, después de tanto tiempo viendo solo edificios por todas partes, poder contemplar la naturaleza era asombroso.
Sonreí.
Después de haber tenido que dormir en el estacionamiento de un hospital para sentirme protegida y de tener que ir a un hotel de mala muerte, donde dos tipos querían aprovecharse de mí y casi dormí sentada por miedo a que entraran a mi habitación, estar allí era estar en el paraíso. Además, pese al miedo que me provocó Ian al principio, era un hombre muy amoroso, casi un padre, no como el que me había tocado en la vida, no, más bien, como el padre que hubiese deseado tener.
Respiré hondo. Ese castillo olía de maravillas. Todo allí era perfecto. Esperaba que continuara así. No tenía problemas con mi jefe, Ian parecía feliz de que estuviera allí… No tendría que hacer aseo, que era algo que odiaba, ¿qué más podía pedir?
Estuve segura de que la vida al fin me pagaría todo lo que me debía.