“Los muertos reciben más flores que los vivos, porque el remordimiento es más grande que la gratitud”.
Esta frase de Ana Frank ronda mi mente, mientras en la oscuridad, con los ojos cerrados, los recuerdos sin rumbo sobre los eventos más significativos de mi vida salen a flote sin que los pueda detener. Estaba en el colegio cuando leí sobre ella en la clase de historia: una persona totalmente resiliente, capaz de resurgir de las cenizas cual ave fénix. Recuerdo que la maestra hablaba de ella con denuedo, rememorando el éxodo que tuvo que vivir bajo la mano de los nazis. En efecto, hoy es una persona digna de alabanzas, por su osadía y su talento para la escritura. En la clase, la señora Rozzi, nos pidió hacer un ensayo de qué podríamos aprender de ella y qué podíamos imitar. Muchas cualidades salieron a relucir ese día, sin embargo, a mí me costó lo indecible poder hacer la asignación. Y es que, a mis ojos, no he sido ni seré tan valiente como lo fue ella, mucho menos, inocente. Para ese entonces debía de tener ya mis dieciséis, y sabía bastante bien lo bueno y lo malo.
En la penumbra del calabozo improvisado en el que me tienen detenido, una vez más la culpa me visita y por milésima vez me atrevo a creer que este castigo que sufro hoy, es el resultado merecido de mis acciones. La consciencia es el juez de los hombres, que dicta la sentencia de culpa por los malos actos cometidos. Es como un guardia de seguridad en el súper mercado, que ve al niño tomar en sus bolsillos un objeto robado, que no toma represalias de inmediato, pero que aguarda en la salida, para hacerte pagar por lo que tomaste. La consciencia es quien te recuerda constantemente los daños cometidos durante el trayecto de tu vida. No pasa por alto ni una sola de tus fallas y la mía, a diferencia de los otros chicos de mi edad, que podían soñar con parecerse a Ana Frank, llevaba ya desde ese momento un peso asfixiante, que me ha agobiado durante mucho tiempo, como si de una enorme piedra se tratase, que me arrastrara hasta lo profundo del abismo, hasta tocar el fondo de un océano oscuro, frío y solitario.
Esa era mi vida. La vida de un criminal quien, no obstante con ser el culpable de muchos crimines, no era capaz de olvidarlos, sino que estaban ahí, cada vez que cerraba mis ojos. Con la consciencia manchada de sangre y sin la valentía suficiente para ponerle fin a mis días o huir de los tentáculos de los negocios de mi padre.
Sumergido en el maloliente sótano de la casa que fue mi escondite durante los últimos años, siento como mi cuerpo resentido por los golpes que recibí de los Borja, se queja en silencio, con un dolor pulsante que hace difícil hasta el paso del aire a mis pulmones. He hecho una especie de evaluación para ver el nivel del daño. Mi ojo izquierdo no lo puedo abrir, solo siento salir un lagrimeo constante y ardiente cada dos minutos. Mis músculos adoloridos en extremo, debido a que las articulaciones de los brazos han tenido que sostener el peso de mi cuerpo colgado durante más de un día. Mi garganta está terriblemente seca, pero la mísera botella de agua que me han arrojado los esbirros de Francesco, me la he bebido en dos tragos hace horas. Siento la sangre seca causándome picor en una ceja y creo que algún daño interno debo de tener porque he tosido varias veces sangre, cosa que no es buena señal.
No sé qué hora será. No estoy consciente de mucho, solo siento el quejido de mi cuerpo, y las ganas terribles de dejar de existir. ¿Será que Dios podrá perdonar mis errores cometidos? Si conociera la intención de mi corazón, sabría que cada una de esas veces que he apretado el gatillo, ha sido en defensa propia, porque no hacerlo, implicaría que me dispararan a mí. Quizás pueda perdonarme y me reciba en junto a él, porque de verdad estoy arrepentido de haberlo hecho.
Hasta ese punto, creí estar listo para morir, pero el hecho de que Bianca me visitara no ha hecho más que empeorar las cosas. Por un lado, creo que ha logrado convencer a su padre para que me bajaran, pero por otro, volver a verla ha despertado un deseo de vivir que no conocía. Antes, para mí, morir estaba dentro de la escena como algo posible. Lo había considerado ya, porque mi vida no tenía mucho sentido, excepto para mi madre, pero en el último año, con las exigencias de mi padre cada vez más frecuentes, habían desaparecido mis ganas de existir.
Todo eso cambio cuando mis ojos se cruzaron con los suyos. Mi corazón cambio su ritmo por uno irregular, alterado. Su sonrisa me robó el aliento y supe que tenía que hacerla mía. Lo que no tenía previsto era que ella terminaría siendo tan cercana a mi familia y mucho menos que el cruel de mi padre tendría que arremeter contra ellos, desatando todo este Armagedón. No obstante, nada de eso podría ser capaz de borrar mis sentimientos. Si incluso aquí, seguro de que estoy al borde de la muerte, puedo ver su rostro, escuchar su risa, aspirar el aroma de su piel. Siento que fue hace una eternidad cuando la hice mía por primera vez, pero me aferro a ese recuerdo, el más feliz de toda mi amarga vida.
Un nuevo espasmo de dolor estremece mi cuerpo y con él, las tremendas ganas de toser.
—¡Cof, cof! — me llevo la mano a la boca por costumbre.
En la manga de la camisa que fue blanca hace mucho tiempo, logro ver con mi ojo sano una mancha roja y el olor metálico me dice que mis sospechas son ciertas. Es probable que una de mis costillas rotas haya dañado algo importante. Por un momento siento alivio, al fin mi consciencia dejará de recriminarme, podré morir y desaparecer.
Sin embargo, Bianca llega a mi mente otra vez. Bianca, mi amor, la luz de mis días. ¿Qué será de ella cuando yo no esté? Sé que nuestras familias se odian y que la guerra a penas ha empezado, pero no puedo arrancarla de mi corazón ni de mi mente ni dejar de pensar en qué será el futuro de ella cuando yo no pueda protegerla.
¡Ja! Como si pudieras hacerlo… La consciencia otra vez hace su trabajo.
Me retuerzo en el piso, mi pierna esposada a la tubería no me deja moverme, así que vuelvo a cerrar los ojos, con impotencia, esperando que la muerte o mis verdugos, se apiaden de mí. No sé cuánto tiempo pasa, pero lo siguiente que sé es que un rayo de luz irrumpe en la oscuridad y me despierta. Mi visibilidad es mínima, las fuerzas no me dan ni para incorporarme.
—Alejandro, andiamo, ragazzo!
Una voz femenina me apura a que nos vayamos. Es una linterna que me alumbra la cara y no me deja ver quién es. En mi delirio, creo que es Bianca, así que la llamo entre lágrimas.
—Amore, Bianca, vida mía, vete… Es peligroso. Si te encuentran…
—No soy Bianca, tonto — el tono de voz ahora es más agrio, duro, no me deja terminar la frase.
De un solo corte con lo que parece ser una cizalla me deja en libertad y en un estado de confusión mayúsculo.
—¿Qué? ¿Quién eres? — tembloroso como una gelatina pregunto sin lograr descifrar todo esto.
Logro incorporarme un poco y con una mano me tapo los ojos para ver mejor. Encuentro la tubería oxidada que me tenía prisionero, me arrastro como puedo, el dolor es insoportable, pero cuando logro ponerme de pie, me siento mareado y aturdido. Mi libertadora parece darse cuenta de ello, porque finalmente baja la luz de mi cara. Me toma unos minutos enfocar, pero cuando lo logro, mis ojos no dan crédito a lo que veo: se trata de Beatriz, la asistente de mi padre y mi ex amante, quien, encapuchada, y con cizalla en la mano, ha venido a salvarme.