—¿Qué haces aquí? ¿Quién demonios te pidió que vinieras? — pregunto molesto, aferrándome al tubo para no caerme.
Me siento mareado, débil y muy adolorido, tanto así que estoy seguro que mi tono de voz no salió ni la mitad de duro o amenazador como creí que saldría, mucho menos mi aspecto. Después de días sin ver la luz del sol, sin bañarme y sin comer, debo de parecer un trapo viejo al que nadie quiere.
—¡Vaya que eres educado, ni siquiera me has dado las gracias! ¡Vine porque descubrí dónde te tenían encarcelado y quise liberarte! No tienes ni idea de lo que se aproxima, así que será mejor que nos vayamos cagando leches antes de que nos descubran.
Su discurso no hace más que confundirme. De todas las personas que pensé que podrían aparecerse, definitivamente ella no estaba en la lista. Sobre todo porque terminamos de una manera muy poca amistosa nuestra relación.
—Espera, espera… ¿Qué es lo que se aproxima? ¿Sabe mi padre que estás aquí? — trato de mirarla, pero mis ojos no responden.
Considero recostarme otra vez en el suelo, no tengo fuerzas para más. Beatriz parece leer mi intención porque corre a ayudarme y siento, más que veo, que coloca mi brazo por encima de su hombro para que mi cuerpo no colapse y así, dirigirnos hacia la salida.
—¡Estás muy mal, Alejandro! — la preocupación se palpa en su voz — Debemos irnos ya.
—No, no quiero irme. Déjame morir, deja que sueñe con Bianca una última vez — no me había dado cuenta que estaba llorando hasta que mi voz se quiebra en esa última frase.
—Shh, cállate, no sabes lo que dices. Te irás conmigo y te pondrás mejor — su orden está cargada de odio, pero no me importa. El corazón no determina a quien ama y lamentablemente ella no es la mujer para mí.
—¿Es que no lo entiendes? No quiero irme contigo. Prefiero morir con su recuerdo a vivir sin ella — hago un esfuerzo por quedarme, pero es en vano.
Me arrastra hacia las escaleras y para mi desdicha no tengo fuerzas con que resistirme.
—Estás herido y has perdido mucha sangre. Necesitas atención médica. Ya verás que te pondrás mejor.
Por lo visto, está decidida en su plan y no hay quien le haga frente. No sé qué castigo estaré pagando, en el que no me dejan ni siquiera morirme en paz. Bien me hubiere sentido si mi vida terminara en el fondo de este calabozo, solo, con el recuerdo de Bianca, pero no… No hay manera de que pueda escapar de esta vida tan trágica que me ha tocado.
—Déjame, Bea — acudo al apodo que solía usar cuando estábamos en la cama, cuando creía que sentía algo por ella, intentando conmoverla al menos un poquito — Vete y déjame aquí. No quiero vivir sin ella, no sé qué es eso que se aproxima, pero no me importa. Nada importa ya si ella no está.
Ella se detiene a mitad del tramo de las escaleras. Me estampa contra la pared y toma mi rostro entre sus manos con fuerza. Toda esa brusquedad es como si me repitieran la tunda de golpes otra vez, dado lo frágil de mi cuerpo. Sus uñas color carmesí, largas y afiladas se entierran en la carne de mi rostro haciendo que un quejido de dolor brote de mi garganta. Logro abrir el ojo sano como puedo y la miro a la cara por primera vez. Tiene un gesto feroz, sus ojos como brazas encendidas, me contemplan desafiante.
—Escúchame bien, Lombardi. ¡Vas a vivir! No creas que nada de lo que digas o hagas podrá hacerme cambiar de opinión porque he venido hasta aquí con un propósito y lo voy a cumplir, quieras o no. Así que ahórrate energías y camina, porque nos vamos ya mismo.
Con la misma brusquedad de su agarre, me suelta para, acto seguido, arrastrarme hacia fuera. Decido callarme porque tiene razón: no hay nada que pueda hacer para cambiar mi realidad. Una vez más, las decisiones más importantes de mi vida recaen en manos de otros, haciendo que el dolor de la impotencia sea más fuerte que el físico.
Llegamos a la salida y el frío me golpea en cada herida abierta, como si fuera una mordida de un lobo violento. No entiendo mucho de nada de lo que está pasando ni de lo que según ella se acerca, porque afuera de la enorme casa, no hay nadie, salvo la noche helada y desierta. Sin embargo, hay algo que sí debo agradecer y es el soplo de aire fresco que recibo con gusto tras días encerrado.
Tristemente, la paz no me dura lo suficiente porque cuando estamos en el jardín de la casa, una nueva sacudida de dolor me estremece y sangre comienza a salir incontrolablemente por mi boca a la vez que toso y la respiración se me hace más agitada y difícil. Beatriz ante la escena se queda pasmada. Yo creo que finalmente voy a morir, pero se recupera pronto, y reacciona con rapidez. Me arrastra con toda su fuerza hacia el interior de un auto n***o, que aguarda encendido en la entrada. Me lanza en el asiento de atrás y caigo como un saco de papas. De pronto ya no me fijo en nada, no siento nada ni escucho nada, todo se vuelve oscuro y las últimas bocanadas de aire se llevan mi consciencia.
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—Tómale los signos vitales, Nuria.
Una voz masculina da una orden mientras siento a lo lejos que alguien me acaricia la cabeza. Intento abrir los ojos, pero mis párpados no responden. Bueno, ninguna parte de mi cuerpo parece responder, como si cerebro estuviese apagado.
—Las vitales están perfectas, doctor.
—Eso es bueno, significa que está respondiendo al tratamiento.
—¿Está fuera de peligro entonces?
—Aún es muy pronto para eso, pero este chico es un luchador.
—Eso espero, doc. Tiene toda una vida por delante.
La voz de la mujer es dulce, calmada y paciente. Me recuerda a mi madre. Quisiera despertar y ver dónde estoy, poder decirles que estoy bien, que no me duele nada, pero mis párpados son más pesados que una tonelada de hierro y no logro abrirlos. Las voces se hacen más tenues hasta que vuelvo a perder la conciencia.
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Una comezón en la garganta me despierta súbitamente. Abro los ojos de golpe y veo encima de mí un techo blanco, con luces tenues que iluminan la habitación inmaculada donde me encuentro. Es obvio que se trata de un hospital, pero mi mente viaja a toda velocidad tratando de recordar dónde estoy y cómo llegué aquí.
Para mi sorpresa, a diferencia de mi intento anterior en hacer reaccionar mi cuerpo, hoy he tenido éxito, porque logro abrir y cerrar mi mano derecha con algo de esfuerzo, pero lo logro. El ojo izquierdo ya no está tan adolorido como antes y cuando intento moverme, me doy cuenta que tengo en la nariz una mascarilla con oxígeno puesto y encima, en mi abdomen, una cicatriz que va desde debajo del pecho, hasta el ombligo, vendada con un enorme parche blanco adherido con cinta hipoalergénica.
—¿Pero qué carajos me ha pasado? — pienso preocupado y asustado de mi estado tan crítico.
Un dolor de cabeza me llega de golpe al intentar rehacer los eventos que me trajeron hasta aquí. Todo pasa velozmente por mi mente: la fiesta de cumpleaños de Katia, nuestra primera vez juntos, luego la charla con su padre, seguido de la noticia más horrible que alguien podría recibir en su cumpleaños, la muerte del señor Doroteo. Hasta ese punto tengo todo bastante claro, lo demás, me llega por fragmentos. Ya en esa parte, las cosas se ponen un poco más intensas, tanto así que, con solo recordar todo lo vivido, me siento asfixiado.
Imágenes de la discusión en las oficinas de la empresa Borja-Lombardi, la acusación de Bianca de verme implicado en la muerte de su abuelo y, por último, la tremenda revelación de mi padre por teléfono, asumiendo su culpa en la muerte de Doroteo Borja, me golpean como si de un rayo se tratara, descargando una serie de emociones que no sabría describir.
Así fue como terminé aquí, por los golpes de los hombres de los Borja en la vieja mansión a la que llevé a Bianca. Me llevo la mano a la cabeza, para intentar aliviar la jaqueca que me ha provocado todo esto.
Necesito salir de aquí, necesito aire, libertad, moverme y reencontrarme con ella. Tengo que decirle que estoy bien, que Beatriz me ha ayudado a escapar de mi cautiverio. Intento moverme, pero la herida en mi abdomen me detiene, no estoy seguro de la gravedad del asunto y no quisiera empeorar. Antes de que pueda decidir qué hacer, una enfermera joven y de ojos verdes se asoma por la puerta blanca de la habitación. Debe tener como mi edad y se acerca a mí con una sonrisa triunfal.
—¡Alejandro! Finalmente despertaste. ¿Cómo te sientes?
Levanto el pulgar para indicar que estoy bien, porque me duele la garganta y quiero algo de agua. Ella parece leer mi expresión porque sonríe y se inclina sobre la mesa a tomar la jarra de agua fresca.
—Sí, me imagino que debes estar sediento. Has estado inconsciente por casi tres días. Descuida, voy a retirarte la mascarilla y me confirmas si necesitas el oxígeno.
Asiento una vez y ella procede con paciencia a quitarme la máscara. Es la misma voz que oí cuando estaba dormido. Tras deshacerse del molesto aparato, doy varias respiraciones pausadas y me doy cuenta que estoy bien, no la necesito.
—Aquí tienes — me brinda el agua y yo acepto agradecido.
No he dicho ni media palabra, pero ya siento que la chica me cae bien.
—¿Qué me ha pasado? — logro articular cuando me bebo el vaso de agua a toda prisa.
—Pues eso deberías contarnos tú, que llegaste aquí con una hemorragia interna de varias horas de evolución. Los doctores han tenido que hacerte un lavado en tu cavidad abdominal.
Joder. Así que sí estuve a punto de morir. Miro a mi alrededor sin ver rastro alguno de mi familia y sin saber dónde demonios estoy.
—No hemos encontrado ningún dato para contactar a tus familiares. ¿Quieres que les avisemos?
—No hará falta, guapa. Yo me encargo de ello.
Beatriz aparece en la puerta vestida totalmente de n***o, con suéter y tejanos, junto a unas gafas de sol negras. La miro de arriba abajo, más turbado que nunca y ella sonríe sin quitarse los lentes. Deja una bolsa plástica a mis pies.
—Vístete, cariño, nos vamos a casa.