Juan Ignacio no puede creer lo que acaba de oír. Eso es una vil mentira de su cuñado. Algo extraño sucede y él lo sabe, no es que su hermana le haya mentido, al menos, no por voluntad propia. Quizás, su esposo la obligó a mentir y por eso al momento de su muerte, le dijo la verdad a su hijo.
-¿Quién era mi madre? -insiste Guido.
-No vale la pena, hijo, ella está muerta.
-¿Dónde está enterrada?
-¿Para qué?
-Para ir a verla, llevarle flores a su tumba.
-Hijo...
-¿Por qué tanto problema en concederle ese deseo a tu hijo, Erick? No puedes negarle que vea a su madre, aunque sea bajo tierra.
-No es que le niegue ese derecho, cuñado -recalca la última palabra-, el problema es que ella está enterrada en su país natal, Chile.
-¿Y qué hacía ella aquí en Canadá?
-Cuando la expulsaron de su casa, yo había viajado a ese país por negocios, Rebeca había viajado conmigo -explica- y la vimos a esta chica que lloraba en una plaza, hacía frío y la noche había llegado hacía unas horas. Nos acercamos y le preguntamos que era lo qué le sucedía y nos dijo que estaba embarazada y que su familia la había echado de su casa.
-¿Entonces? -urge Juan Ignacio al ver que Erick se había quedado callado.
-Bueno, Rebeca me pidió ayudarla y la trajimos con nosotros, como dama de compañía para tu hermana, que también estaba embarazada. En Chile nos habíamos enterado de eso, por esa razón Rebeca estaba tan sensible, sobre todo con esos temas y con esa chica.
-¿Y qué pasó?
-El hijo de Rebeca no pudo nacer, en cambio el de ella sí, pero a costa de la vida de su madre. Entonces, se hizo un cambio de bebés, adoptamos a Guido como hijo nuestro. Rebeca, que no sabía que tu madre había fallecido, decidió que nadie debía enterarse de esto. No entiendo por qué, a última hora, lo dijo.
-Tal vez le pesaba la conciencia -comenta Guido.
-Tú eres nuestro hijo, eso nadie lo va a cambiar.
-Quiero viajar a Chile.
-¿¡Qué?!
-Si, si ella está allá enterrada, quiero viajar y verla.
-¿Por qué se la llevaron de vuelta? -interviene Juan Ignacio.
-Sus padres se enteraron y se la llevaron, claro que ellos pensaron que el niño muerto era el de ella. Nunca se enteraron de que tenían un nieto -explica.
A Juan Ignacio no le calzan muchas cosas, sin embargo, no dice nada, ya averiguaría la verdad. Es imposible que su hermana le haya mentido así, tan descaradamente, sin una razón de peso para hacerlo.
Gabriel abre los ojos y ve a Eva. Ahora es ella quien lo mira dormir.
-Ya me está asustando, mi doña, ¿qué hace ahí mirándome?
-Desperté no hace mucho -responde la mujer-, estaba esperando que te despertaras.
-¿Y por qué no me ha despertado usted? -consulta él alzando su mano para acariciar la mejilla femenina.
-Te ves muy bien durmiendo.
-Ya. En serio. ¿Quién es usted y qué ha hecho con mi doña?
Ella echa a reír y apoya su frente en el pecho masculino. Este acaricia su cabeza con ternura.
-¿Qué pasa, Eva? -inquiere él en un susurro.
-Tengo miedo, Gabriel.
-¿Miedo? ¿Eva Pardo tiene miedo? Eso sí que no lo puedo creer.
-No me hagas caso. Quizás son las hormonas, ya estoy menopáusica.
-No diga eso, a su edad le falta una buena cantidad de años todavía.
-Ya tengo cuarenta y tres años; Gabriel, no lo olvides.
-No lo olvido. Sigue siendo joven y sigue tan hermosa como siempre. -Se coloca de lado para contemplarla a sus anchas-. Esta que veo aquí no es mi doña, no la Eva Pardo que yo conocí.
-No lo sé, Gabriel, seguro ando hormonal, pero te prometo que mañana volveré a ser la misma de antes.
-Eso espero, mi doña. -La abraza a su pecho-. No es que no me guste verla así, débil y vulnerable, si no, es que me gusta más verla fuerte y decidida, como es usted, como La mujer del teatro.
-¿Qué haría sin ti, Gabriel?
El hombre no contesta, solo la abraza más fuerte a su pecho, pensando que tal vez ni siquiera estaría viva, aunque le hubiese gustado poder defenderla de todo lo que le ocurrió, quizás, nunca hubiese tenido ese hijo que tan mal la tiene ahora. Para él no es otra cosa. Si está pensando en él, todos los recuerdos se han de agolpar en su mente, sobre todo el antes a ese momento. Todo su sufrimiento, toda su angustia, todo su miedo... Y todo eso viviéndolo sola, sin ayuda, sin apoyo...
Quien se extrañe o juzgue la maldad de Eva Pardo, no conoce nada de su vida, ya que si la conocieran, podrían entender todo: su maldad, su frialdad, el odio contra ese hijo que jamás debió nacer, aunque él no tuviera la culpa.
-Me dio hambre -protesta Eva con un puchero regalón.
Gabriel sonríe y le muerde el labio inferior con dulzura. Tal vez no le guste verla triste y vulnerable, pero esta Eva más tierna y dulce, sí que le gusta.
-¿Qué quiere comer, mi doña?
-¿Salgamos afuera?
-¿Quiere salir?
-Sí, quiero despejarme un poco.
-En ese caso, mi doña, venga conmigo.
El empleado sale de la cama y levanta a su mujer tomando sus dos manos. La conduce al baño, abre la llave de la ducha y la hace entrar. Ella sabe lo que le espera. Él la va a mimar como a una niña y la va a bañar. Él echa champú en su cabello y comienza a masajearlo. Ella toma la botella y se echa un poco en las manos y hace lo mismo con él.
-Mi doña... ¿lavándome el pelo?
-¿No te gusta?
-Decir que me encanta es poco.
Ella sonríe y sigue en la faena. Luego, continúan con el jabón. Ambos se bañan el uno al otro. Cuando dejan caer el agua sobre sus cuerpos para el enjuague, Gabriel abraza a la mujer y la besa. Ella se deja llevar por el torrente de emociones que la embargan al estar con él. Si no fuera por lo imposible, pensaría que está enamorada, lo cual no puede ser, pues ella no se enamora. Ella esconde su cara en el pecho de él. Gabriel la aparta, busca su boca y la besa con la pasión que solo él le puede brindar. Con todos los otros hombres Eva no puede, no se permite, perder la cabeza. Ella no confía en nadie, solo en su fiel perro guardián: Gabriel.