Cuando September pensó que moriría esperando que el avión aterrizara, finalmente logró salir de la cabina justo cuando Ace abandonaba la suya. El cabello de September golpeaba su espalda y la mirada de Ace fue hacia ella, sin embargo, no le dio oportunidad de verla antes de salir de la cabina y entrar al conducto traslúcido de Londres. Era como si el destino no quisiera que se encontraran todavía. Ace frunció el entrecejo cuando atisbó la misma bufanda azul y el cabello n***o golpeando la espalda. Era un déjà vu o alguna extraña fractura en la matriz de la realidad.
Fuera del conducto se encontraba otra persona que se encargaba de darles la respectiva bienvenida a Londres a los pasajeros e indicarles el camino que seguir a la cinta transportadora de las maletas. September siguió la fila para marcarle de nuevo el boleto. Una mujer de aspecto bastante similar a la que se sentó a su lado en el avión, fue quien la recibió con una enorme sonrisa algo amarillenta por el jugo de naranja que mantenía sobre el pedestal de cristal junto al que estaba.
—Bienvenida a Londres.
—Gracias —agradeció September.
Al salir del aeropuerto, respiró paz, más cuando se despidió de la anciana que la ayudó a soportar el vuelo. Sus rodillas dejaron de temblar y sus manos recuperaron la flexibilidad. Fueron los veinte minutos más largos de toda su vida y pensar que debía repetirlos era el doble de enfermizo. Debería regresar en tren, pero la farmacéutica quería que el viaje fuese lo más rápido posible. Era de las mejores químicas en el laboratorio, y la única que podría comprobar la calidad del nuevo medicamento que fabricaban. September no se quemó las pestañas estudiando para ser la número dos, pero ese conocimiento fue la que la llevó a subir a ese avión cuando juró sobre la tumba de sus padres que jamás lo haría.
September subió a un taxi que se encontraba aparcado en la salida. No había demasiados pasajeros por la hora y el día de semana, sin embargo, el tráfico era brutal. Londres era tan cosmopolita como la gran manzana en viernes negros. September tuvo la oportunidad de viajar a Estados Unidos tres años atrás para una conferencia. Fue la peor experiencia de su vida. La multitud era enorme, el tráfico era horrible, el sonido de las bocinas, las personas gritando, el humo en el aire e incluso los aromas de las calles, era una pesadilla para alguien que vivía en el campo. September era rústica, tosca, alguien que amaba sentarse en una silla de madera no pulida en las tardes mientras alimentaba a los patos de su estanque e inhalaba vitamina del sol.
Ella era opuesta a Ace, quien amaba el ruido de la ciudad, el bullicio de las personas, las luces, las bocinas a las seis de la mañana en la calle siete pisos más abajo. Esa sensación de opresión que Ace disfrutaba, era la que September detestaba. Eran tan opuestos, tan diferentes, que el destino esperó hasta el último momento para encontrarlos, no sin antes dejarle indicios en sus sueños. No siempre el alma gemela, la persona que estaba destinada a estar contigo o solo el extremo de ese hilo rojo que conecta los meñiques, es la persona con la que no tienes una etiqueta, la que ves los fines de semana, la que deja su aroma en las sábanas del hotel o te araña la espalda como una leona en celo. No obstante, eso era lo que Ace disfrutaba cada día de su vida.
El hombre encontró un refugio seguro en las mujeres, más que nada en aquellas que eran consideradas imposibles bajo los estándares de la sociedad moderna que desaprobaba. Le gustaban las que parecían modelos, pero también las que no temían levantar el ruedo de su falta en la cabina. Fueron tantas en los últimos tres años, que perdió la cuenta, pero en ese momento era una morena de cabello castaño la que calentaba su cama los viernes en la noche y sudaba el cuero de sus asientos los lunes, la misma que lo veía de reojo a la salida del conducto del aeropuerto.
Raven resonó los tacones negros sobre el piso pulido y plantó sus piernas derechas justo en la línea de los zapatos del capitán. Ace hablaba con Kendall sobre el vuelo y lo bien preparado que se encontraba el novato, cuando la morena llegó con una sonrisa brillante a saludarlo. Kendall no evito mirar el escote que abrió a propósito para seducir aún más a su capitán. Kendall elevó la mirada a los ojos de Raven Cross, la azafata casada que evidentemente tenía una aventura extramarital con Kingston.
Raven movió el pañuelo en su cuello con el dedo y miró a Kingston a los ojos. Ace tenía los más hermosos ojos azabaches al igual que su cabello, y una barba seductora que salpicaba su mentón. Era el delirio de las mujeres por su altura, porte elegante y la ausencia de un anillo de oro en su dedo anular.
—Tenemos un problema, capitán —comunicó Raven.
Ace respiró profundo.
—¿Qué clase de problema?
Raven movió sus muslos por la voz gutural del hombre.
—Tendrá que acompañarme —susurró ella—. Debo mostrarle.
Kendall sonrió al bajar el rostro. Ace miró a Kendall de soslayo y colocó la mano en su nuca. Le dijo que lo vería después, cuando regresaran a Nottingham en un par de horas. Kendall asintió con la cabeza, tocó su mentón y miró por encima de su hombro como el capitán se acercaba al área de descanso con la azafata. Lo que hiciera Ace no era su problema, pero los tendría cuando la infidelidad se descubriera. Él desconocía el trabajo del esposo de Raven, pero aunque fuese un religioso, jamás perdonaría lo que su esposa hacía con su compañero de trabajo en sus viajes largos.
Ace fue el primero en entrar al área. Usualmente se encontraba ocupada por los ocupantes de los aviones. Las azafatas lo usaban para sus fantasías con los pilotos, mientras ellos lo utilizaban para descansar de los vuelos de tres horas. Ese vuelo de Ace fue corto, sin embargo, Raven quería compensarlo. Ella aseguró la puerta tras verificar que se encontraban solos. En el área había dos enormes sofás negros, cojines blancos, una máquina expendedora, repisas con comida enlatada y empaquetada, una cafetera con una colección de tazas, un dispensador de agua, un refrigerador, un televisor pantalla plana y una mesa de futbolito para los pilotos.
Detrás de la puerta negra se encontraba un baño con todo lo necesario, incluido un cambio de ropa interior desechable. Era el área perfecta para tomar una siesta, completamente aislada de sonido, a excepción de los llamados para abordar. Tenía cámaras de seguridad, pero la mayor parte del tiempo el supervisor no las vigilaba. Sabía lo que los trabajadores hacían, así que prefería evitarse el porno gratuito. Por todas esas razones, cuando Raven volaba a Londres, la usaba con sus amantes. Ace no era el primero. Su historial era tan largo como la pista de aterrizaje, solo que en ese momento él era el encargado de llevarla al clímax con sus besos rasposos. Ace no sería el único que se escaparía de ella.
Raven giró y se recostó en la puerta asegurada. Ace se quitó la gorra y la arrojó sobre el sofá. Sabía que la mujer no querría hablar, pero él tampoco lo quería. Para hablar tenía a su padrino, Conway o el perro en su apartamento. No necesitaba de la mujer. Ella aflojó el pañuelo en su cuello y abrió un poco más su chaqueta. Esa mujer no lo encendía tan rápido como ella imaginaba, pero era sexo seguro para liberar estrés, o en ese caso, celebrar el vuelo.
—Es mi primer vuelo en mucho tiempo —masculló Ace.
Raven asintió.
—Déjeme felicitarlo, capitán —murmuró al acercarse a él.
Ace no era un hombre abusivo, dominante ni sádico, pero cuando las mujeres lamían su cuello o mordían su lóbulo, perdía la barrera de la sutileza. Ella llevó las manos al cabello largo y sedoso del capitán e insertó los dedos en las hebras. Tiró levemente de ella cuando él colocó las manos en su trasero y lo apretó. Un ligero sollozo rompió sus labios y él deslizó su nariz por su mentón hasta la comisura de sus labios rojos. Ella sintió el calor del tacto cuando Ace rozó su lengua entre sus labios para despegarlos. Ella permitió que su húmeda lengua rozara la suya y sus manos exploraran su piel como un mapa mundial.
Ella se apoderó de los botones de la chaqueta, la camisa y el pantalón de Ace, pero él la detuvo por los codos. Soltó sus labios de forma abrupta y la empujó por los hombros hacia el suelo. Ella miró la erección en el pantalón de Ace e hizo aquello que su esposo amaba que hiciera cuando no le dolía la cabeza. Ace miró sus ojos llorosos, mientras sentía como sus venas palpitaban con cada movimiento seductor. Ella estaba más que extasiada, excitada y ansiosa porque él la tocara como un piano.
Ace sujetó la maraña de cabello de la mujer y la colocó de pie. Volvió a desplomarse sobre su boca y la llevó al sofá. Llevó su mano a los muslos y los separó. Sintió la humedad en la ropa interior, al igual que la dureza en sus senos. Las manos de Raven exploraban el pecho desnudo del capitán, mientras su más ansiado sueño de ser tomada en la cabina por él se tornaba en una posibilidad cercana. Deseó tanto a ese hombre, que cuando él abrió la ventana por la que ella entró, se sintió extasiada. Ace era mejor de lo que sus compañeras contaban, incluso con una mayor dotación de la que pudieran alardear. Ella fue una más para él, pero para Raven, Ace Kingston era el primero en la pirámide.
La forma en la que la tocó, la posición en la que la colocó, la profundidad de sus embestidas, el sabor de su lengua en su boca, la aspereza de su barba entre sus senos, la sensación de sus dedos en su interior y exterior, conjuntamente con el sonido de su pesada respiración cuando alcanzó el orgasmo, lo convirtió en el único con el que deseaba estar además del insípido de su esposo. Raven lo engañó durante los últimos dos años y medio. No estaba complacida con su matrimonio, ni con lo aburrido que se tornó su esposo, pero por el seguro de vida no terminaba su unión.
Su esposo era una buena persona, pero no la encendía como el capitán ni la enloquecía como las caricias de ese hombre lo hacían. Quería creer que si cerraba los ojos lo disfrutaría, pero después de esa mañana con Ace, cuando cerrara los ojos solo sentiría las embestidas y el calor de la lengua del capitán en su piel. Después de probar el delicioso pecado de Ace Kingston, no habría nadie más y eso no era lo que él quería. Ace solo quería divertirse sin importarle las etiquetas, las citas, salidas obligatorias ni reclamos. Él era feliz teniendo sexo con diferentes mujeres, sin mayor importancia en su vida lejana. Así como él no exigía llamadas, regalos ni recordatorios, esperaba lo mismo de sus amantes.
Raven llegó en el momento justo, y aunque no era la mejor con la que estuvo, cumplía con el requisito de ser atractiva. No negaría que tenía caderas anchas, muslos regordetes, de baja estatura, con una boca pequeña, labios finos y pestañas largas. Tenía los senos del tamaño ideal y un estomago algo abultado pero pasable. Tenía una sonrisa amable y una voz dulce, pero más allá de su físico, era una mujer infiel como las anteriores. ¿Qué le aseguraba a Ace que cuando le comentaban que dejarían a su esposo para estar con él le serían fieles? Así como él las conoció, alguien más lo haría.
Por eso mantenía todo bajo sus cuatro simples reglas: nada de llamadas, mensajes ni visitas sorpresas. Sería solo sexo sin involucrar ninguna clase de futuro. Protección todo el tiempo, y cuando decidiera establecerse, todo se terminaría para siempre. La última era una regla tonta, porque él sabía que jamás sucedería. Las mujeres eran objetos sexuales para él, sin la inteligencia emocional para sobrellevar el sexo sin emociones. Por ello evitaba involucrarse más de la cuenta, evitando que se quedaran con él, amanecer con ellas o fugarse a sitios románticos los fines de semana. Y con las cartas sobre la mesa, inició su aventura con Raven; la única mujer que no entendió sus cuatro reglas.
—¿Nos veremos el fin de semana? —inquirió Raven.
—No. —Ace abrochó su camisa—. No lo haremos.
Raven se elevó del sofá. Una vez que el sexo terminó, Ace se colocó de pie sin siquiera darle un beso de culminación. El afecto que existía con su esposo después del sexo, no era algo que Ace aplicara. Él no la abrazaría ni le diría que estuvo grandiosa. Ni siquiera le agradecería por el sexo, y no porque fuese un animal o un desalmado, sino porque no quería crear lazos que terminaría rompiendo de la peor manera. Lo mejor para todos era mantenerlo profesional, como si fuese una prostituta, solo que no recibía dinero, sino el mejor orgasmo en más de cuatro años.
—Creí que podríamos vernos para tomar algo —articuló ella.
Ace respiró profundo de espaldas a ella. Odiaba quedar como el villano de la historia, pero la culpa era de su apego emocional.
—Te dije mis reglas cuando esto comenzó. —Giró para verla a los ojos—. No es más que sexo, Raven. ¿Lo entiendes?
Raven bajó a mirada y asintió. Ace sintió el leve puntazo de culpabilidad. Sujetando su mentón, alzó su mirada y sonrió ladeado. Ella atisbó que quizá se arrepentiría, pero en su lugar le comentó que la vería en el vuelo de regreso a Nottingham. Soltó su mentón, alisó su corbata, le quitó el seguro a la puerta y la dejó sola en el área. Raven cubrió su pecho con la camisa y sonrió maliciosa. Sabía controlar a los hombres, aprendió con la práctica, y aunque Ace tuviera reglas, ella haría que las rompiera.
Se abrochaba la chaqueta cuando Rachelle Masters, su compañera de vuelo, entró al área con un periódico en la mano. Raven movió la mano para que cerrara la puerta mientras ajustaba su cabello en el bucle. Rachelle soltó un quejido y abrió la boca como una boa cuando unió dos más dos. Raven terminó su bucle, colocó el cabello excedente detrás de sus orejas y ajustó su pañuelo de lado como su compañera. Rachelle la miraba por el espejo mientras ella se revolcaba en el olor del capitán.
—Eres una perra —gruñó con una sonrisa.
Raven enarcó una ceja y sonrió.
—Cómo si no quisieras subirte al mando del capitán.
Rachelle revoloteó los ojos.
—Todas quieren tocar su yugo —replicó en palabras técnicas.
Raven movió los hombros frente al espejo.
—Tendrán que hacer fila, porque ese hombre es mío —aseguró Raven—. Se quedará solo conmigo, así sea lo último que haga.