Es una de esas tardes donde llueve con brisa, en los que acercar tu rostro al vidrio de una ventana la empaña, y con ella, todo su reflejo.
Me gustan las tardes como esa, donde puedo sentir que todo mi mundo se siente como mi interior, cuando parece que lo que veo es el reflejo de mi alma.
Porque sí, siento que… soy un cúmulo de tristeza contenida, de sufrimiento que me hace especial. Sin ese algo que está dentro de mí, no tendría trabajo, ni fama, ni una vida que a la gente le parece interesante.
Si esa persona no me hubiera roto el corazón, no estaría escribiendo los versos que ahora salen en la pantalla grande. No habría filas en los cines repletas de parejas que quieren consagrar su amor viendo cómo desquebrajaron el mío; solamente que ellos no lo saben.
Recuerdo los últimos días al lado de Zaideth como marchitos, llenos de esa misma lluvia.
A veces en mis sueños la veo mirarme fijamente a los ojos, con sus labios entreabiertos, tan cerca de mí que puedo sentir su respiración golpear mi piel. Y ahí está mi corazón, latiendo con tanta fuerza porque por fin estaba cumpliendo mi mayor fantasía que era poder tocarla como aquella tarde.
Pero después, ese sueño se convierte en pesadilla cuando la veo apartarse de mí, rechazarme.
Yo era un cúmulo de fantasías que me inspiraron a crear sagas completas donde ella y yo éramos los protagonistas. Me conformaba con verla desde lejos. No importaba si era la novia de mi mejor amigo. No importaba si era la novia de otro a quien nunca llegué a agradarle.
Sólo importaba que ella estuviera cerca. Que supiera que yo existía.
Pero esa tarde…
Esa dolorosa tarde cuando me rechazó…
Fueron días grises, donde la calle estaba llena de charcos de agua lluvia. Tenía que dar pasos largos para intentar no mojarme.
Zaideth se marchó de mi apartamento. Se fue alejando de a poco. Me di cuenta que no importaba si ella tenía o no una pareja, seguía siendo de alguien más, menos mía. Ese amor que yo tenía acumulado por ella era tan imposible como librarme de la tristeza que habita en mí.
No le interesaba el que yo tuviera fama, que ella fuera mi musa inspiradora, que las personas desearan estar a mi lado. A Zaideth nunca le importé, prefería el resto de las personas: a todas, menos a mí.
Ese beso que le di, fue como el primero, pero sin una amenaza de su parte, porque sus actos eran más que suficiente para mostrarme su desprecio.
El día que me fui de su lado, también fue un día de lluvia. Ella no fue a despedirse de mí ni en el aeropuerto ni un día antes.
Cuando llamaba a Carl para saludarlo, a veces lograba escuchar su voz a la lejanía. Pero nunca tomó el celular para hablarme.
Cinco años sin que ella se dignara a buscarme.
Cuando regresaba a Santa Marta, me gustaba hacerlo en temporadas de lluvia, así… si llegaba a verla, podía seguir guardándola dentro de esos recuerdos de días grises y llenos de charcos de agua.
—Ah… hola —era a lo mucho las palabras que llegué a escuchar de su boca en las pocas veces que logré verla.
¿Saben? Cuando notas que la persona que te destruyó el corazón comienza a marchitarse como una flor cortada de la planta, tu lado oscuro se vanagloria. Mi vida no podía estar más que bien y ella… se desmejoraba con el paso de los años.
Para el último noviembre que volví a verla, me sorprendí al encontrarla en el apartamento de Carl tomando cerveza, totalmente despeinada, con una camisa de pijama apretada que no le favorecía para nada y dejaba ver su notable subida de peso. Me daba la impresión de que desde el día anterior no se había bañado.
Ella me reparó de pies a cabeza, le dio un trago a su cerveza y fingió una sonrisa.
—Ah… Hola, Mat, ¿y ese milagro visitando a los pobres? —me saludó con un tono casual mientras bajaba las piernas del mueble.
—Hola, Zaideth —saludé con tono algo formal.
No había rastro de la chica que una vez llegué a besar. Nada de la joven sensual que una vez se sentó sobre el mesón de la cocina y me dejaba ver sus lindas piernas cuando me acerqué a ella para besarla. Esa misma que se jactaba porque se desenvolvía entre las familias adineradas y peligrosas de la ciudad.
Ahora era una desdichada profesora de colegio que nunca llegó a publicar el libro del cual una vez habló con tanto amor y emoción. Ahora pasaba sus tardes engordándose en el mueble de su mejor amigo que una vez fue su exnovio tóxico.
Todo su rostro expresaba que no había nada que la motivara a brillar, porque hace años que había renunciado a ser esa chica casi perfecta, la inteligente que se había graduado con honores de una de las más importantes universidades de la región. La que una vez apareció en las r************* al lado del escritor Mateo Saavedra con el rumor de que era su pareja y fue la envidia de muchas mujeres de su edad.
Aunque al principio me regocijé de ver que mi primer amor se notaba que estaba más que arrepentida de haberme rechazado, con el tiempo pasé a la frustración y enojo al ver que, aún en sus peores momentos, Zaideth nunca me iba a elegir.
Y yo seguía ahí, escribiendo libros, recordando esos momentos en los que estuve a su lado e imaginaba que podríamos llegar a ser ese todo que plasmaba en mis historias.
Y es así como llegué a este momento en que no doy más. En que la crisis de hoja en blanco me carcome la mente.
Por más que he intentado olvidarla, ver a otras mujeres… sólo he logrado guardar sus recuerdos momentáneamente.
Hubo un momento de mi vida en que entré en la desesperación y terminé odiándola. Eso fue antes de estar así, como me encuentro ahora.
Salía con mujeres, las conquistaba, seducía y obtenía todo lo que quería de ellas. Con el tiempo me pareció aburrido y monótono que todas me aceptaran tan fácilmente.
Veían mi rostro y suspiraban, sonreían. Si se enfocaban en mi cuerpo, terminaban haciéndome un halago. Muchas me hacían preguntas acerca de mis libros y el cómo llegué a estar en este punto: dinero y fama.
Era como terminar con la misma mujer, pero con diferente nombre y físico, aunque, al final, terminaba siendo la misma. Sabía qué esperar de ella y cómo conquistarla para que siempre estuviera ahí cuando yo la llamara.
Después de todo eso, estaba el recuerdo de ella. El rostro de Zaideth el día lluvioso que le confesé cómo me sentía, lo mucho que la amaba y el deseo que escondía de poder estar con ella y… su rechazo hacia mis sentimientos.
Elissa en un momento me hizo dejar de pensar en ella. Sus besos la borraban por días, a veces semanas. Sus brazos rodeando mi cintura y su respiración golpeando mi cuello, me tranquilizaba.
Tal vez era porque con Elissa no debo fingir. Me gusta que tenga claro que para mí sólo existe una mujer que me inspira a escribir libros y, cuando dudo que así sea, ella con aire tranquilo mientras fuma uno de esos cigarros graciosos me dice:
—Eso ya lo sé, no debes repetírmelo, —sonríe de manera ladeada—, sabes que estamos en el mismo barco, yo también únicamente tengo a un hombre presente cuando escribo mis poemas y ese no eres tú.
Y así fue como una tarde de lluvia decidí volver a Santa Marta, pasar una temporada en la cabaña frente a la playa para escapar de la ansiedad y estrés de la fecha de entrega de mi próximo libro —historia que aún no estaba ni en su etapa de ideación, porque no sabía qué escribir—.
Mi editor no dejaba de intentar contactarme porque necesitaba que le enviara algo qué leer y corregir. La pobre Margara (mi secretaria) ya no sabía qué decirle y yo… ya no sabía dónde esconderme de él y su contrato de “cinco libros más”.
Así fue como tres meses después de terminar mi doctorado, tomé un avión rumbo a Colombia. Estuve quince días en Bogotá terminando algunos asuntos personales y visitando amigos, para después volver a Santa Marta en auto.
Siempre quise hacer eso, tomar mis maletas y viajar por tierra en un auto, escuchando música mientras siento que no hay obligaciones, tampoco camarógrafos o fans. Subirle todo el volumen a la música y cantar a todo pulmón.
Y así… es como, al estar en frente de la cabaña sentí que volví a casa: sólo era yo en la inmensa playa privada que rodeaba la cabaña. Era lo que necesitaba mi alma, lo que me gritaba todo mi ser.
Lo que nunca esperé que sucediera era que ella estuviera aquí, con todas sus cosas organizadas en los muebles y desnuda mientras salía de la ducha de mi habitación.
—¡AH…! —grita al verme.