Katherine Olson
Cuando Mackenzie salió de la habitación, un vacío inexplicable se adueñó de mi ser. Sentí que una fuerza invisible, una especie de escudo que me había protegido, se desvanecía con su partida. Miré a mi alrededor, el cuarto se volvió un espacio inmenso y desolado. Aunque era un extraño, sus palabras resonaban con una verdad brutal: me había convertido en una persona permisiva, sometida a la voluntad de Valentino. Había permitido que él ejerciera su dominio sobre mí, permitiendo incluso que su violencia alcanzara niveles inimaginables, hasta el punto de matar a nuestro hijo por nacer. ¿Quién en su sano juicio aceptaría una situación así?
Esa noche, a pesar de la seguridad de estar en el hospital, el sueño se me escapó. La inquietud me mantenía despierta, y el temor me envolvía en una ansiedad constante. Al amanecer, pedí la alta voluntaria, sintiendo una mezcla de alivio y desasosiego. Mi corazón dio un vuelco al descubrir que Leandro había pagado la cuenta del hospital. Pero lo que me sorprendió aún más fue el sobre que dejó para mí, con una caligrafía elegante y cuidadosamente escrita:
"Katherine."
La curiosidad me hizo temblar de nervios mientras rompía el sobre. Dentro, encontré una suma de dinero que superaba cualquier expectativa, acompañada de una tarjeta. La astucia de Leandro se hizo evidente; sabía que la tarjeta que me había dado anteriormente podría estar perdida. Su gesto, a pesar de la sorpresa que me causó, me dejó con una mezcla de gratitud y confusión. La generosidad inesperada me hizo cuestionar todo lo que había creído saber sobre él y sobre mí misma.
Respiré hondo y guardé el sobre en mi bolsillo. No me consideraba una mujer interesada, pero la verdad es que no tenía mucho a mi favor, así que el dinero vino en el momento justo.
Salí a la avenida y tomé un taxi, pidiéndole al conductor que me llevara a mi mansión. Tenía que enfrentar los problemas que había dejado atrás. No llevaba nada conmigo, ni siquiera mi identificación, pero sabía con precisión dónde encontrar unas llaves de repuesto. Me dirigí hacia la parte trasera de la casa y, en una matera donde crecía una planta de pompones, encontré las llaves escondidas.
Regresé a la puerta principal y probé abrirla, pero la llave no encajaba en la cerradura. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Intenté de nuevo, incluso con la puerta trasera, pero tampoco funcionaba. ¡Mierda! ¿Qué estaba pasando? Mi mente se llenó de inquietud.
Sin más opciones, toqué el timbre con insistencia, pero era evidente que Valentino no estaba. Me acurruqué junto a la entrada, abrazándome a mí misma en un intento de encontrar algo de consuelo. No tenía más alternativa que esperar a que regresara. Quizás las llaves que había encontrado no eran las correctas, o tal vez algo más estaba mal. La sensación de desamparo se intensificaba con cada minuto que pasaba.
Pasaron horas que se sintieron como una eternidad, y mi desesperación creció con cada minuto. Finalmente, cuando el auto de Valentino apareció por el sendero de la mansión, me levanté con esfuerzo, mis piernas estaban adoloridas por la inmovilidad prolongada. Suspiré profundamente, aliviada pero temerosa de lo que vendría.
Valentino se bajó del auto y al verme, su furia fue instantánea.
—¡¿Qué estás haciendo aquí, Katherine?! —su grito era tan intenso que casi me estalla en los oídos.
—Pues aquí vivo, Valentino —respondí con un tono de resignación.
—¡Vivías, Katherine! Porque ya no vives aquí. Quiero que te largues inmediatamente. No tienes nada que hacer en este lugar.
Sus palabras fueron como cuchillos afilados que se hundieron en mi corazón, causándome un dolor agudo. Sin embargo, en medio de esa agonía, encontré una chispa de valentía y lo miré con desafío.
—¡Vivo, Valentino! Esta es mi casa —grité, sentía la furia incendiando mi voz—. Mi casa. Aunque te duela, también invertí dinero en esto. ¡Así que ábreme la puerta, maldita sea!
Valentino frunció el ceño y se pasó una mano por la cabeza, su frustración era evidente. En ese momento, apreté la mandíbula y los puños, lista para enfrentar cualquier cosa que viniera. Si él iba a intentar herirme, lo haría sabiendo que no me rendiría sin luchar.
Estaba preparada para recibir sus golpes, mi cuerpo tensado y mi espíritu decidido a no ceder.
—Lárgate, Katherine, lárgate antes de que cometa una estupidez —ordenó con una voz cargada de ira.
—¿Qué, Valentino? ¿Vas a golpearme otra vez? ¿Vas a humillarme como siempre? Ya no puedes causarme más dolor. Ahora voy a luchar por lo que es mío.
—Nada es tuyo. Hace dos días te fuiste, abandonaste el hogar, y ya no tienes derecho a nada. Mi abogado te llamará para que firmes el divorcio. Ahora, lárgate de aquí.
Sus palabras fueron como una puñalada fría, y sentí que mis piernas comenzaban a temblar. Negué con la cabeza, incapaz de aceptar la realidad que me imponía.
—¿Estás loco? No puedes hacerme esto.
—¡Lárgate! —gritó con un tono definitivo.
El eco de su grito resonó en mi mente mientras me enfrentaba a la cruel verdad: no tenía lugar en mi propia casa. A pesar del dolor y la humillación, sabía que debía mantenerme firme, aunque el mundo pareciera desmoronarse a mi alrededor.
—¡No!
Valentino me agarró del brazo y comenzó a arrastrarme por el sendero, mientras yo forcejeaba con todas mis fuerzas, tratando de liberarme y evitar que me hiciera más daño.
—¡Suelta! ¡Es mi casa! —grité con desesperación.
De repente, Jennifer Mackenzie, la amante de Valentino y hermana de Leandro, salió del auto. Llevaba una bata corta de embarazo, su cabello recogido con precisión, tacones altos y gafas de sol oscuras. Al verme, bajó sus gafas y me inspeccionó de arriba abajo con una mirada despectiva. Yo estaba deshecha, con el rostro todavía marcado por los golpes de Valentino.
—¿No escuchaste a mi marido? Lárgate de aquí, arrastrada —dijo con desdén.
—¿Qué está haciendo esta mujer? —pregunté, dirigiendo mi odio hacia ellos.
Jennifer se acercó con pasos firmes, quitándose las gafas de sol de manera imponente.
—Soy la nueva señora de esta casa, y no te preocupes por tus cosas, mendiga. El camión de la basura ya se las llevó. De ti no queda nada aquí. Vete con tu amante.
Sacudí la cabeza, sintiéndome cada vez más descontrolada. Comencé a caminar en círculos, jalándome el cabello en un intento de procesar lo que estaba ocurriendo.
—Esto no puede ser, no puede ser —repetía, con voz quebrada.
Valentino, agotado de verme en ese estado, se acercó nuevamente y, como si me tratara como a una delincuente, me agarró del brazo con tal rudeza que me hizo sufrir aún más. Lo peor era que Jennifer aprobaba el maltrato y se reía de mí, disfrutando de mi humillación en mi propia casa. Cada risa suya era un golpe más, un recordatorio cruel de la pérdida total de mi dignidad.
—¡Lárgate, sucia! —gritó Valentino mientras me arrastraba hasta el final del sendero de la mansión.
—¡No! ¡No, por favor! —imploré, con mi voz quebrándose. Una crisis de nervios me envolvió y caí de bruces sobre el frío cemento. Valentino cerró la reja de la mansión con un estruendoso golpe, dejándome sola. Allí me quedé, golpeando el aire, sufriendo el dolor más profundo que mi corazón había conocido.
—¡Malditos los dos! ¡Malditos! —grité desesperada
Me levanté del suelo, me recogí el cabello con manos temblorosas y me sequé las lágrimas. Con las manos en los bolsillos, comencé a caminar. Antes de llegar a la vía principal, recordé el dinero y la tarjeta de Mackenzie. Saqué el sobre y extraje un billete.
Tomé un taxi y me dirigí a un hotel barato, sabiendo que el dinero que tenía no duraría mucho. Llegué a una vecindad que era un reflejo horrible de mi situación, pero era lo que podía pagar con el presupuesto ajustado que había calculado en mi mente.
La mujer que me recibió me miró con preocupación y curiosidad.
—¿Qué te han hecho, muchacha? ¿De qué horrible hueco te sacaron?
—Alquíleme una habitación, por favor —logré decir con voz quebrada.
—Un hombre te golpeó, ¿verdad? Bienvenida al club. Aquí hay muchas como tú, que sus maridos les pegan y las echan a la calle por su amante. Pobrecita.
Me quedé en silencio, asimilando sus palabras. ¿Era tan común que una mujer estuviera en mi situación? Sacudí la cabeza, tratando de despejar la mente.
Le pagué a la mujer por una semana de hospedaje y ella me entregó las llaves.
—No estás sola, cariño. No estás sola.
Asentí con la cabeza, agradecida, y me dirigí al pequeño y descuidado cuarto que me tocó. Encendí las luces, y aunque el lugar estaba en malas condiciones, era un alivio estar lejos de Valentino. Me asombraba pensar que Jennifer consideraba una fortuna tenerlo.
Al principio, Valentino había sido un ser maravilloso, pero con el tiempo reveló su verdadera naturaleza, mostrando el tipo de persona cruel que era en realidad.
Pasaron un par de días, y la depresión me envolvía como una sombra pesada. Me sentía invisible para el mundo, y el dolor de la soledad era casi físico. Mi pecho y mi estómago estaban en constante malestar, agravado por la falta de comida. Mi cuerpo se había vuelto una mera carcasa de huesos, y mi aspecto físico era un reflejo de la miseria que me consumía. La muerte, con su fría certeza, parecía una liberación a mi angustia.
¡Maldita depresión!
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