ALIANNA Érase una vez , las mañanas eran muy fáciles para mí. Tenía todo un sistema para ello. Había puesto tres alarmas a intervalos de quince minutos, la última de las cuales era el momento —real— en el que necesitaba estar despierto. Una vez que sonaba el último, abría los ojos, sacaba las piernas de la cama y me sentaba durante cinco a diez segundos antes de arrastrar los pies al baño. Allí, lo primero que hice fue echarme agua fría en la cara. Y a partir de ahí, fue muy fácil. Una brisa dolorosa, agotadora y con los ojos llorosos. Pero aún. Estaba acostumbrado a ello. No me importó del todo. De todos modos, prácticamente nunca podía esperar para ponerme a trabajar, porque siempre había algo que estaba ansioso por arreglar o terminar. En resumen, para mí las mañanas transcurrían en