— No, muñeca — detiene mis manos cuando intento abrir la puerta del coche —. El auto sólo lo lavamos por fuera, por dentro lo limpiamos con la aspiradora. — Pero adentro también está sucio — replico, tratando de soltarme de sus manos que envuelven mi cintura —. Déjame, hay que lavarlo con agua y jabón. — Abbi, no — ¿por qué él se está riendo? —. Si quieres, saca la tapicería y la limpiamos, pero los muebles del auto no se mojan porque empiezan a oler mal. — Huelen mal porque nunca los lavamos — mascullo entre dientes. Lo miro de mala gana cuando me gira para tenerme frente a él. — Sólo obedéceme, muñeca — toma mis hombros entre sus manos —. Ayúdame a quitarle el jabón con la manguera, sólo eso, no hagas más. — ¿Por qué siento que me estás tratando como si yo fuese una ignorante en au