—Estoy bien, chicos —dijo con voz entrecortada—, esto viene bien para fortalecer los músculos de la laringe.
—¡Como quiera! —exclamó el capitán.
—Estoy bien, me siento fuerte —continuó el enfermo con voz apagada—. Pero me parece realmente duro que deba ser el único que tome parte de este vicio, y que sea yo lo único que les divierta. ¿Qué tal si despiertan?, ¿qué tal si me cuentan algo?
—El problema es que no tenemos nada que decir, muchacho —respondió el capitán.
—Si quieren, puedo contarles lo que estaba pensando —dijo Herrick.
—Lo que sea —dijo el empleado—; sólo quiero sentir que sigo vivo.
Herrick empezó a contar su parábola, tumbado boca abajo y hablando lentamente, como si le faltara el aliento; se notaba que no hablaba como alguien que tuviese ganas realmente de decir algo, sino que lo hacía más bien como si le faltara tiempo.
Empezó a hablar:
—En fin, estaba pensando en que estaba tumbado en la playa de Papeete una noche, brillaba la luna, soplaba el viento, los compañeros tosían; tenía frío, tenía hambre. Me sentía derrotado. Tenía unos noventa años, y llevaba unos doscientos veinte en Papeete. Estaba pensando en que desearía tener un anillo que frotar, o poder convocar un hada madrina, o, quizá, a Satanás. Intentaba recordar cómo se hacía. Sé que se hacía un círculo de calaveras, lo vi en Freischütz. Te quitabas el abrigo y te remangabas, vi a Formes hacerlo cuando interpretaba el papel de Kaspar [3] , y te dabas cuenta, por la forma en que lo hacía, de que era una tarea que conocía bien. Tenías que tener a mano algo de donde saliera humo y un olor apestoso, supongo que valdrá un cigarro; después, tenías que decir el Padrenuestro al revés. Me preguntaba si yo podría hacerlo, porque parecía realmente una proeza, también me preguntaba si luego sabría decirlo bien, me dije que sí. Sí, en cuanto llegué a «por los siglos de los siglos», vi a un hombre que vestía un pariu [4] , con una estera bajo el brazo; venía paseando por la playa desde la ciudad. Era un señor mayor con mal aspecto, estaba tullido, cojeaba y no dejaba de toser, al principio no me gustó, pero después sentí lástima por él, porque la tos demostraba que estaba enfermo de verdad. Entonces recordé que nosotros teníamos un jarabe para la tos que nos había dado el cónsul americano para Hay. A Hay no le había servido de nada, pero pensé que podría serle útil a aquel hombre, entonces me puse de pie. Saludé:
»— Yorana —dije.
»Me contestó: — Yorana.
»—Mira esto, tengo algo muy bueno para la tos en este frasco, ¿tú entender?, aquí, te daré una cucharada en la palma de la mano, porque el servicio de mesa lo tenemos en el banco.
—Dije esto para que se acercara, pero cuanto más se acercaba menos me gustaba. Pero ya me había comprometido, ¿no?
—¿Qué es toda esta tontería? —interrumpió el empleado—. Se parece a las sandeces de los sermones.
—Es un cuento. Solía contar cuentos a los niños en casa —dijo Herrick—, pero si le aburre, lo dejo.
—No, no, continúe. Siempre será mejor que nada —respondió algo irritado el enfermo.
—Bien —continuó Herrick—, apenas había terminado de darle el jarabe, cuando el tipo pareció enderezarse y cambiar de repente; entonces me di cuenta de que no debía de ser de Tahití, más bien parecía árabe, llevaba una barba muy larga.
»—El bien con el bien se paga —dijo—. Soy un genio de Las mil y una noches, esta estera que llevo bajo el brazo es la auténtica alfombra de Mohamed-Ben-como-se-llame. Pronuncia la palabra, y podrás viajar en esta alfombra.
»—¿Quiere decir que ésta es la auténtica alfombra mágica? —pregunté.
»—Usted lo ha dicho —respondió.
»—Se supone que ha aparecido por América desde la última vez que leí Las mil y una noches —comenté un tanto desconfiado.
»—Así es. He estado por todas partes. Con una alfombra como ésta no va a dejarse pudrir uno en su casita.
»Aquello me convenció.
»—Bien —dije—, ¿quiere decir que puedo subir a esta alfombra, e ir volando, por ejemplo, a Londres, Inglaterra?
—Dije a Londres, Inglaterra, capitán, porque él parecía haber pasado mucho tiempo en esa parte del planeta que usted tan bien conoce.
»Contestó:
»—En un abrir y cerrar de ojos.
»Quise calcular el tiempo.
—¿Cuál es la diferencia horaria entre Papeete y Londres, capitán?
—Tomando como punto de referencia Greenwich y el punto Venus, unas nueve horas y pico —respondió el capitán.
—Sí, eso es lo que yo pensaba —dijo Herrick—, unas nueve horas. Como esto ocurría a las tres de la mañana, calculé que podría estar en Londres alrededor del mediodía. Estaba emocionado con la sola idea de que pudiera ser verdad.
»—Sólo hay un problema —dije—, no tengo ni un centavo, y sería una pena llegar a Londres y no comprar la edición de la mañana del Standard.
«Contestó:
»—Veo que no conoce las ventajas de esta alfombra. ¿Ve este bolsillo? Sólo tiene que meter la mano, y la sacará llena de soberanos».
—¿Está hablando de esas monedas de veinte dólares? —preguntó con curiosidad el capitán.
—¡Justamente ésas! —exclamó Herrick—. Eran muy grandes, ahora recuerdo que tuve que ir a Charing Cross a cambiar el dinero por libras.
—¿Estuvo allí? —preguntó el empleado—. ¿Qué más hizo? Seguro que se tomó una copa de brandy.
—Pues bien, fue exactamente como dijo el viejo, en un abrir y cerrar de ojos —dijo Herrick—. Eran las tres de la madrugada, estaba en la playa; de repente era mediodía, y estaba ante la Golden Cross. Al principio, estaba deslumbrado y me tapé los ojos, no cambió nada. El sonido en Strand era muy parecido al de los arrecifes, escuchen, ¡a que oyen el ruido de los taxis, de los autobuses, el ruido del tráfico de las calles! Abrí los ojos, todo seguía igual, no había duda. Allí estaban las estatuas de la plaza, los monumentos, St. Martin’s-in-the-fields, los policías, los gorriones, los coches de alquiler; no puedo explicar lo que sentí. Tenía ganas de echarme a llorar, supongo, de bailar, de saltar por encima de la columna de Nelson. Me sentía como una persona que hubiera estado atrapada en el infierno, y, de repente, apareciera en la parte más maravillosa del cielo. Después alquilé un cabriolé que tenía un caballo espléndido y veloz.
»—¡Le doy un chelín si consigue llegar en veinte minutos! —le dije al conductor. Iba bastante rápido, aunque, desde luego, no podía compararse con la alfombra; en diecinueve minutos y medio estábamos delante de la puerta.
—¿Qué puerta? —preguntó el capitán.
—La puerta de una casa que conozco —respondió Herrick.
—¡Seguro que era un bar! —exclamó el empleado, pero no lo dijo con estas palabras.
—¿Por qué no fue en la alfombra en lugar de ir traqueteando en un carruaje?
—No quería llamar la atención en una calle tan tranquila. Es de mala educación. Además, era un cabriolé —continuó el narrador.
—Bueno, y ¿qué más? —preguntó con curiosidad el capitán.
—Entré —respondió Herrick.
—¿Sus padres? —preguntó el capitán.
—Eso es —contestó, tenía una h****a en la boca.
—¡Me parece a mí que no es usted muy bueno para esto de inventarse cuentos! —replicó el empleado—. ¡Dios mío!, es como de la Asociación para la Defensa de la Infancia. Yo sí que podría contar un buen cuento sobre mi viajecito. Yo habría entrado y habría tomado una copa de brandy, para propiciar la buena suerte. Después me habría conseguido un buen abrigo de astracán, y, con mi bastón, me habría ido a presumir por Piccadilly. Después habría ido a un lujoso restaurante y habría pedido un plato de guisantes, una botella de champán, y unas buenas chuletas de cordero, ¡ah!, se me olvidaba, también habría pedido para empezar un plato de pescaditos fritos bien sazonados, también pediría una tarta de grosella, y una copa de esa representación del placer que viene en grandes botellas con un sello, ¡Benedictine!, ése es el nombre. Después iría al teatro, charlaría con los amigos, iría a salones de baile y a bares, no volvería a casa hasta por la mañana, hasta que empezase a amanecer. Al día siguiente, tomaría ensalada de berros, jamón, bollitos con mantequilla, ¡vaya que sí…!
Lo interrumpió un nuevo ataque de tos.
—Bueno, ahora les contaré lo que habría hecho yo —dijo el capitán—. Para empezar yo no me habría metido en uno de esos carruajes con jarcias de fantasía, de esos que se gobiernan desde las crucetas de mesana, habría escogido un sencillo carruaje, sencillo de proa a popa, con el registro de tonelaje más alto. Primero habría ido al mercado, habría comprado un pavo y un lechón. Después iría a una bodega, compraría una docena de botellas de champán y vino dulce, fuerte, espeso, algo parecido al oporto o al madeira, lo mejor de la tienda. Después iría a una tienda de juguetes, me gastaría unos veinte dólares en juguetes de diferentes clases para los niños. Después iría a la confitería, encargaría pasteles, tartas, pan dulce, y esa especie de bizcocho con ciruelas dentro. Después iría a un quiosco, compraría todos los periódicos, cuentos ilustrados para los niños, novelones para mi mujer, de ésas de cómo el conde se declara a Anna-Mariar, y sobre cómo Lady Maude se fuga del manicomio. Luego le diría al conductor que me llevase a casa.
—Y caramelos para los niños —sugirió Herrick—, a los niños les gustan mucho los caramelos.
—Sí, claro, caramelos para los niños, caramelos rojos —dijo el capitán—. Y esas cosas que tiras de ellas y hacen ruido, que tienen en el interior unas poesías cursis. Nos lo pasaríamos como si fuera una mezcla del día de Acción de Gracias más los regalos de Navidad. ¡Dios mío, cómo me gustaría ver a los niños! Estoy seguro de que saldrían corriendo de casa en cuanto viesen que llegaba su padre. La pequeña Adar…
El capitán se calló de repente.
—¡Continúe! —dijo el empleado.
—Lo peor de todo es que ni siquiera sé si estarán muriéndose de hambre —gimió el capitán.
—En cualquier caso sí que sabe que no están peor que nosotros, eso es ya un consuelo —respondió el empleado—. ¡Desafío al diablo a que me empeore!
Pareció realmente que el diablo hubiera estado escuchándolo. La luz de la luna había estado durante un buen rato velada, y habían estado hablando prácticamente a oscuras. Pero ahora se oyó un gran ruido, que sonó francamente cerca; el atolón se puso blanco de repente; antes de que hubieran podido ponerse de pie, empezó a llover a cántaros sobre los náufragos. La fuerza y el volumen de la lluvia en estos lugares son realmente inconcebibles para quien no haya vivido en el trópico; se asfixia uno como si estuviera debajo de una ducha. Parecía que el mundo se viniera abajo entre la oscuridad y el agua.
Corrieron a tientas a resguardarse en el refugio de costumbre, que ya casi podría decirse que era su hogar: el viejo calabozo. Llegaron empapados a las vacías habitaciones, se tumbaron como tres despojos de humanidad sobre el frío suelo coralino, cuando pasó la tormenta se escuchaba en la oscuridad el castañeteo de dientes del empleado.
—Amigos —gimió—, por el amor de Dios, acérquense a darme algo de calor; si no, creo que me voy a morir.
Gatearon a la vez como una única masa mojada, se tumbaron junto a él hasta que amaneció, estuvieron tiritando y despertándose continuamente, sumidos en la desesperación por causa de la tos del desdichado empleado.