★Ethan.
La vi aquella noche en la discoteca, su risa resonando por encima de la música. Estaba ebria, tropezando con sus propios pies, y él no dejaba de tocarla. Mis manos se cerraron en puños al ver cómo ese tipo la manoseaba sin ningún respeto. No podía permitirlo.
Me acerqué sin pensarlo, empujándolo con fuerza para que cayera al suelo.
—Nadie toca lo que es mío —gruñí, con mi voz baja y amenazante.
Vicky se tambaleó, con sus ojos borrosos de confusión y alcohol. Me miró, tratando de enfocar.
—Ethan, ¿qué estás haciendo? —murmuró, con su voz entrecortada.
—Llevándote a casa —respondí, tomando su mano firmemente. Ella no opuso resistencia, apoyándose en mí mientras la guiaba fuera del bar.
Subimos a su auto, ella se acurrucó contra mí, su aliento estaba cálido en mi cuello, mientras sus manos acariciaban mis brazos. Sentí su fragilidad, su vulnerabilidad, y me juré protegerla.
—Eres tan... imponente —murmuró, medio dormida.
Cuando llegamos a mi departamento, apenas podía mantenerse en pie. La llevé en brazos hasta mi cama, donde la recosté con cuidado. Sus ojos se abrieron lentamente y me miró con agradecimiento y deseo.
—Ethan... —susurró, alzando una mano para tocar mi rostro.
No pude resistirme más. La atraje hacia mí y la besé, profundo y apasionado. Ella respondió con igual intensidad, sus manos recorrían mi espalda. Nos desnudamos torpemente, nuestras respiraciones entrecortadas llenando la habitación.
Nos unimos en un frenesí de pasión, perdiéndonos en el calor de nuestros cuerpos. Al final, nos quedamos tendidos juntos, con nuestras respiraciones volviendo a la normalidad lentamente.
Al despertar a la mañana siguiente, la luz del sol se filtraba por las cortinas, sentí felicidad y tristeza. Sabía que ella no recordaría mucho de lo que había pasado. Y cuando se vistió y comenzó a hablar de su vuelo, mi corazón se encogió.
—¿Vuelo? Vicky, ¿vas a irte? —no pude evitar que mi voz sonara molesta.
—Sí, me mudaré de país. De hecho, tengo las maletas en mi auto. Alison me alcanzará allá cuando termine sus pendientes, pensábamos viajar juntas... —sus palabras se detuvieron, como si se diera cuenta de que ya no me debía explicaciones.
Quería pedirle que se quedara, que no me dejara. Pero las palabras no salieron. En lugar de eso, solo pude murmurar:
—Que tengas un buen viaje.
La acompañé hasta la puerta, y cuando estaba a punto de irse, la atraje hacia mí y la besé una vez más, con desesperación. Quería que supiera cuánto la necesitaba, pero nunca pude decirlo.
La llevé al aeropuerto en silencio, ayudándola con sus maletas. Mientras nos despedíamos, ella me miró una última vez, esperando que dijera algo.
—Bueno, adiós —dijo finalmente, tomando sus maletas y caminando hacia la puerta de embarque.
Me quedé allí, viéndola alejarse. El vacío comenzó a invadirme mientras regresaba a mi auto. Conduje de vuelta a mi departamento, con cada kilómetro me llenaba de una soledad abrumadora.
Cuando llegué a casa, la sensación de vacío solo se intensificó. La cama donde habíamos pasado la noche juntos estaba deshecha, recordándome cada momento de pasión y ternura. Me senté al borde, dejándome llevar por los recuerdos.
No entendía por qué no la había detenido en el aeropuerto. Quería hacerlo, quería pedirle que se quedara conmigo, pero algo me lo impidió. Quizás el miedo al rechazo, o tal vez la convicción de que, al final, éramos demasiado diferentes para funcionar.
—Eres un idiota, Ethan —murmuré para mí mismo, sintiendo el peso de mi decisión.
El vacío me consumió mientras permanecía allí, solo con mis pensamientos y recuerdos. Me preguntaba si alguna vez podría superar esta sensación de pérdida, si alguna vez podría encontrar la paz sin ella.
Cuando el silencio de la habitación se volvió insoportable, me levanté y comencé a caminar por el departamento. Cada rincón me recordaba a ella. La mesita del recibidor donde la había besado con tanta desesperación. Era como si su presencia aún impregnara cada esquina de mi vida.
Me dirigí a la cocina y abrí el refrigerador, buscando algo que me ayudara a ahogar la sensación de vacío.
Encontré una botella de whisky y terminé sirviéndome un vaso generoso. Bebí un trago largo, sintiendo el ardor en mi garganta, pero no logró aliviar el dolor en mi pecho. Me apoyé en la encimera, mirando fijamente el vaso mientras los recuerdos inundaban mi mente.
Recordé la primera vez que la vi, cómo su risa iluminó la habitación y capturó mi atención al instante. Había sido en una fiesta en la universidad, aunque en esa ocasión ambos estábamos sobrios. Habíamos charlado durante horas, compartiendo sueños y miedos, y me di cuenta de que nunca había conocido a alguien como ella. Alguien tan llena de vida, tan apasionada.
Nuestro romance fue intenso desde el principio, como una llama que ardía con fuerza. Nos casamos impulsivamente, convencidos de que el amor que sentíamos era suficiente para superar cualquier obstáculo. Pero con el tiempo, nuestras diferencias se hicieron más evidentes. Yo era un estudiante de negocios, metódico y reservado. Ella, en cambio, era una artista con un espíritu libre y una energía contagiosa. Nos amábamos profundamente, pero no siempre sabíamos cómo entendernos.
El divorcio fue doloroso, pero ambos sabíamos que era lo mejor. Sin embargo, la despedida en el aeropuerto había reabierto heridas que pensé que ya estaban cerradas. Quería detenerla, rogarle que se quedara, pero algo me lo impidió. Quizás era el miedo de volver a lastimarnos, o tal vez la convicción de que merecía una vida mejor, una vida en la que pudiera ser plenamente feliz.
Tomé otro trago de whisky, sintiendo el líquido quemar mientras bajaba. Me dirigí a la sala de estar y me dejé caer en el sofá, cerrando los ojos. Los recuerdos de esa noche seguían atormentándome. La forma en que se acurrucó contra mí en el auto, su voz suave y adormilada mientras me llamaba "imponente", y la manera en que me miró justo antes de besarme, como si hubiera sido la primera y la última vez.
La tarde había sido una locura. La forma en que nos habíamos entregado el uno al otro. La desesperación en sus besos, el anhelo en sus caricias. Y luego, la frialdad de la realidad cuando mencionó su vuelo. Me dolía recordar cómo se había levantado de la cama, buscando su ropa con prisa, mientras yo trataba de procesar lo que estaba sucediendo.
¿Por qué no le pedí que se quedara? Tal vez pensaba que ya era demasiado tarde para nosotros. Pero ahora, sentado en mi departamento vacío, me daba cuenta de que debería haberlo intentado. Debería haber luchado por ella, por nosotros.
La vi caminar hacia la puerta de embarque, esperando hasta que desapareció de mi vista. Solo entonces me permití sentir el dolor que había estado reprimiendo.
Me sentí abrumado por la soledad, el arrepentimiento y la tristeza.
Pasaron los días y me sumergí en el trabajo, intentando distraerme de los recuerdos. Pero cada noche, al volver a casa, el vacío me esperaba. La cama seguía allí, con un recordatorio constante de lo que había perdido. Me acostaba, deseando que las cosas hubieran sido diferentes, deseando haber tenido el valor de pedirle que se quedara.