—Stefano. Minerva rió, tratando de escapar de las garras del italiano, que la tenían presa desde hacía horas. Sentía su cuerpo extraño, vulnerable, como si fuera de gelatina, pero se sentía genial. —No quiero —se quejó. Imaginó que hacía un puchero y le dio más risa, cuando al voltear, comprobaba su teoría. Stefano tenía los labios inflados y la miraba con súplica. —Tengo clases y tú debes ir a trabajar —le recordó. —Me reportaré enfermo. Alzó la barbilla con suficiencia, como si su solución fuese plausible para la venezolana, quien negó, divertida. —No podemos quedarnos aquí para siempre, Stefano. Debes trabajar y lo sabes, yo no puedo retrasarme más, tengo tarea pendiente. Stefano suspiró y la dejó ir muy a su pesar. Quería que ella se quedara a retozar en la cama por más días,