—Con muy poco éxito, por cierto— dijo Sir Héctor con aire sombrío.
—Lo siento… hago todo lo posible… por complacerlo a usted y a tía Margaret.
—Y haces bien, realmente— dijo Sir Héctor con brusquedad—. ¿Te das cuenta de que ese manirroto de mi hermano te dejó sin un penique? ¡Sin un penique! La venta de la casa apenas si cubrió sus deudas.
—Lo sé— dijo Melinda con humildad.
Había oído eso tantas veces antes, que hubiera querido desafiar a su tío y decirle que, de algún modo, ella encontraría la forma de pagarle lo que hubiera gastado en ella. Pero sabía que no podía hacerlo.
—Yo no culpo sólo a mi hermano— continuó Sir Héctor—, su esposa, tu madre, fue una mala influencia para él. Aunque haya sido nieta de un duque, tenía todas las tendencias alocadas de la familia. Los Melchester, la familia de tu madre, son indisciplinados por naturaleza y necesitan ser frenados, como lo necesitas tú, Melinda.
—Sí, tío Héctor— murmuró Melinda, preguntándose cuánto tiempo iba a durar aquel sermón. Lo había oído ya muchas veces desde que llegó a aquella casa—, lo siento, tío— dijo automáticamente.
—Pero ahora, tengo noticias para ti— dijo Sir Héctor en forma inesperada—, y permíteme decirte, Melinda, que te considero una muchacha muy afortunada. ¡Muy afortunada, de verdad!
—Sí tío— contestó Melinda al ver que él esperaba que respondiera—, lo soy en verdad, y estoy muy agradecida.
—No sabes todavía por lo que debes estar agradecida. De hecho, tengo algo muy importante que decirte. Es algo que te sorprenderá, una suerte para alguien en tu posición— se detuvo y agregó después con voz estentórea—, has recibido una proposición de matrimonio.
—¿Una… proposición de… matrimonio?
Melinda apenas pudo pronunciar la frase, muda casi de la sorpresa.
—Veo que es algo que no esperabas— dijo Sir Héctor con satisfacción—, a decir verdad, tampoco yo.
Melinda sintió que su mente trabajaba a toda prisa. Todos los amigos de sus tíos eran demasiado viejos; el único joven era el Capitán Parry, pero con él apenas si había cruzado uno que otro saludo.
—Veo que estás muy confusa, y así debe ser. Si hubieras si- quiera mirado a un hombre antes que él se hubiera acercado a mí, me habría enfadado. Se habla mucho de que las muchachas actuales alientan a un galán antes que éste haya recibido la aprobación paterna. Eso es algo que yo no toleraría en mi casa.
—¡No, no, por supuesto que no!— le aseguró Melinda a toda prisa—, en realidad, no tengo ni la menor idea de a quién se refiere usted.
— Entonces permíteme informarte, una vez más, que eres una jovencita muy afortunada. Pero no te tendré más en suspenso. El caballero que te ha hecho el gran honor de pedir tu mano es el coro- nel Randolph Gillingham.
Melinda lanzó un pequeño grito.
—¡Oh, no!— dijo—. ¡No! Jamás podría casarme con el Coronel Gillingham.
— ¡Cómo que no podrías! ¿Y por qué no?
—Por… porque es… es tan… viejo…— tartamudeó Melinda.
Hubo una pequeña pausa.
—Tal vez te interese saber— dijo Sir Héctor con voz helada—, que el Coronel Gillingham y yo somos de la misma edad, y yo no me considero viejo
—No… no, yo quiero decir… no es lo que quise decir — murmuró Melinda con gran esfuerzo—, es que… él es… demasiado. viejo… para mí. Después de todo… usted es… mi tío.
—Ya te he dicho, Melinda, que debes ser frenada, controlada. Precisas de algo más… una mano fuerte, un hombre muy superior a ti, que te discipline y te corrija. Estás muy necesitada de disciplina, Melinda
—Pero… yo… ¡yo… no quiero… casarme con él!— exclamó Melinda—, en realidad, no puedo siquiera considerar la idea.
—¿Que no puedes considerarla?— preguntó Sir Héctor con sarcasmo—. ¿Y quién eres tú para dar tal opinión? El Coronel Gillingham es un hombre acomodado… de hecho, lo considero muy rico. No puedo comprender por qué desea darte su nombre, pero me asegura que te quiere ya profundamente. Debías ponerte de rodillas, Melinda, y dar gracias a Dios de que un caballero noble y respetable esté dispuesto a asumir la responsabilidad de una criatura tan voluble como tú.
—Es muy bondadoso de su parte— dijo Melinda—, pero yo no… no puedo casarme con él… por favor, tío Héctor, hágale saber mi… gratitud y dígale que, aunque me siento muy honrada… por su proposición, debo declinarla.
—¿Esperas realmente que yo le lleve ese mensaje?— rugió Sir Héctor. Su voz autoritaria y la repentina expresión de ferocidad que transformó su rostro habrían asustado a Melinda en cualquier otro momento. Pero ahora se aferró a su decisión.
—Lo siento, tío, pero ésa es mi respuesta y no voy a cambiar de opinión. Papá siempre me dijo que no me obligaría a casarme con un hombre al que no amara.
—¡Amarlo! ¡Bah, tu padre debe haber estado loco! ¡Ya sé que las señoritas de 1856 se imaginan que pueden faltar a los convencionalismos y pasar por alto la autoridad paterna! ¡Pero no en mi casa! ¿Me oyes? ¡No en mi casa! Las muchachas decentes todavía se casan con quien ordenan sus padres, y como tú no tienes padres y yo he tomado a mi cargo la responsabilidad de velar por ti, yo decidiré con quién te casas. De hecho, ya he tomado esa decisión.
—Es inútil, tío, no puedo casarme con el Coronel Gillingham. Es un hombre que me resulta desagradable. Hay algo en él que me asusta y me asquea.
—¡Impertinente chiquilla!— gritó Sir Héctor—. ¿Cómo te atreves a hablar así de uno de mis amigos? Vives aquí sin tener un penique y todavía osas rechazar a uno de los hombres más ricos del condado… a un hombre que te ha honrado más de lo que mereces al pedirte que seas su esposa. Vas a aceptar al Coronel y tu tía, con la bondad que la caracteriza, ofrecerá una fiesta de bodas en esta casa. Ahora, ¡vuelve al salón de estudios! El asunto está decidido ya.
Melinda estaba muy pálida, y se apretaba con tanta fuerza las manos que sus nudillos se veían blancos, pero su voz era firme al contestar:
—Siento mucho enfadarlo, tío Héctor. Pero si le dice al Coronel Gillingham que voy a aceptarlo, lo colocará en una posición falsa. No me casaré con él. Aunque usted me llevara a rastras a la iglesia, me negaría a hacerlo.
Sir Héctor lanzó un rugido de rabia.
—Negarte, ¿dices? ¿Rechazar una oferta que la mayor parte de las muchachas aceptarían agradecidas? ¡Tú harás lo que yo digo! ¡No me pondrás en ridículo ante mis amigos! Pasado mañana se anunciará tu matrimonio en la Gazette y en el Morning Post.
—Puede anunciarlo el propio heraldo de la ciudad —replicó Melinda en actitud desafiante—, pero no me casaré con el Coronel Gillingham. ¡Lo detesto! ¡No me casaré con él, a pesar de lo que usted me haga!
—Ya veremos…— gruñó Sir Héctor. Temblaba ahora, en uno de los accesos de furia que tanto temían su esposa y sus sirvientes. Tenía el rostro completamente escarlata.
—¡Vas a obedecerme!— gritó—. ¡Te casarás con él!
—¡No me casaré con un hombre al que no amo!— gritó Melinda.
Había tenido que levantar la voz para que él la escuchara. Pero ello pareció romper el último vestigio de control de Sir Héctor. Tomando el fuete que se encontraba sobre su escritorio, en un rápido movimiento, lo hizo caer sobre el hombro de su sobrina. Ella se tambaleó, aunque logró mantenerse de pie.
—¡No me casaré con él!— siguió gritando, mientras levantaba las manos para protegerse de los golpes.
Enloquecido de furia, Sir Héctor la tomó de un brazo y empezó a golpearla despiadadamente. Una y otra vez, el fuete se estrelló contra los hombros y la espalda de Melinda, produciéndole intenso dolor. Aun así, ella seguía gritando:
—¡No! ¡No! ¡No!
—¡Te casarás con él aunque tenga que matarte!— amenazó Sir Héctor entre dientes, hasta que notó que Melinda no contestaba ya y que caía al suelo, inerte. Por un momento, se asustó, y arrojó el fuete lejos.
—¡Levántate!— gritó—. ¡No has hecho más que recibir tu merecido!
Como Melinda no se movió, Sir Héctor respirando pesadamente, la levantó en brazos y la acostó sobre un sofá. El cuerpo de ella era asombrosamente ligero. Tenía la cabeza caída sobre un hombro y los ojos cerrados.
—¡Melinda!— gritó su tío—. ¡Melinda! ¡Maldita sea esta pequeña tonta! ¡Tiene que aprender la lección! Ojalá Randolph logre domarla.
Se dirigió a la mesita de las bebidas, en un rincón de la habitación. En medio de impresionantes frascos de cristal cortado había una jarra de plata con agua. Vertió un poco en un vaso y volvió al lado de Melinda para arrojarle el agua violentamente en la cara.
Por un momento, Melinda no se movió, pero después abrió y cerró los párpados. Tal vez Sir Héctor sintió algún alivio al ver que estaba viva, pero no lo demostró.
—Levántate— dijo con rudeza—, sube a tu cuarto y quédate ahí hasta mañana. No te subirán alimentos, y si no estás de acuerdo en casarte con el Coronel Gillingham cuando mande a buscarte, te pegaré otra vez, y otra, y otra… hasta que doblegues ese espíritu rebelde. No voy a permitir que se me desobedezca en esta casa, ¿entendido? Ahora, vete a tu cuarto, y no vayas a quejarte con tu tía, pues ella no te escuchará.
Sir Héctor se alejó del sofá y se dirigió a la mesita de las bebidas, de espaldas a Melinda, y se sirvió un buen trago, con el aire de un hombre que se lo ha ganado.
Lentamente, con los ojos entrecerrados, Melinda se puso de pie. Sujetándose, se movió como sonámbula, como si su voluntad hubiera dejado de funcionar y sólo por instinto supiera hacia dónde iba.
Subió la escalera con un esfuerzo sobrehumano, temiendo desmayarse a cada paso. Por fin llegó a la triste habitación que ocupaba en la casa, al final de un largo pasillo, cerró la puerta, dio vuelta a la llave y se dejó caer al suelo.
No supo cuánto tiempo permaneció ahí… sólo sabía que, casi inconsciente, había sufrido los horrores del infierno, no sólo por el dolor que le producían los golpes recibidos, sino por la humillación a que había sido sometida. Oscurecía ya, y hacía mucho frío.
Cuando tuvo fuerzas para levantarse del suelo, se dirigió tambaleante a la cama. En aquel instante, oyó que llamaban a la puerta y asustada, preguntó quién era. Le contestó Lucy, la joven doncella, que venía a preparar la cama para la noche. Melinda le respondió que ya estaba acostada y la doncella se marchó, después de desearle buenas noches.
Cuando oyó que las pisadas se perdían en la distancia, hizo un nuevo esfuerzo y se levantó para encender las velas que había sobre el tocador. Se miró al espejo. Estaba intensamente pálida. Notó que su vestido de algodón estaba manchado por la sangre que brotó de sus heridas.
Lentamente, empezó a desnudarse; cada movimiento era una agonía. Tuvo que arrancarse el vestido y la ropa interior de la espalda, porque se le había adherido en gran parte, al secarse la sangre. Más de una vez, estuvo a punto de desmayarse de nuevo, pero comprendió que tenía que quitarse la ropa ensangrentada.
Al fin logró desnudarse y, envolviéndose en una bata de franela, se sentó ante el tocador, a pensar lo sucedido.
Ahora se daba cuenta de que su tío había estado a punto de golpearla muchas veces desde que llegó a su casa, como golpeaba a sus perros y a sus caballos y como, según murmuraban los sirvientes, había golpeado una vez a uno de lós chicos de las caballerizas, cuyos padres amenazaron con demandarlo.
Era un hombre salvaje, con un genio incontrolable. Pero lo que sin duda le enfurecía más que nada en este caso, era que, si ella se negaba a casarse con el Coronel Gillingham, todos en el condado pensarían que Sir Héctor no era el amo de su propia casa. Y él era un déspota que exigía obediencia ciega de todos los que en ella vivían.