CAPÍTULO I-1

2001 Words
CAPÍTULO I La puerta del salón de estudios se abrió con violencia. —¿No has terminado todavía de coser mi vestido? — preguntó Charlotte con voz aguda. Su prima, Melinda, levantó la mirada del traje de baile de tafetán rosado que estaba bordando. —Casi he terminado, Charlotte— dijo con voz muy suave—, empecé a trabajar en él bastante tarde. —No empezaste antes porque andabas metida en las cabellerizas con ese caballo tuyo— replicó Charlotte furiosa—, realmente, Melinda, si sigues así tendré que pedirle a papá que te prohíba montar, para que tengas más tiempo de atender tus deberes en la casa. —¡Oh, Charlotte, no serías capaz de hacer una cosa tan cruel! — exclamó Melinda. — ¡Cruel!— dijo su prima—, no sé cómo puedes decir que somos crueles contigo. Vamos, Sarah Ovington me estaba diciendo, apenas esta semana, que a la parienta pobre que vive con ellos jamás le permiten bajar a almorzar o a cenar al comedor, y que, cuando salen en el coche, ella va siempre de espaldas a los caballos. Sabes muy bien, Melinda, que yo te dejo sentarte junto a mí cuando salimos de paseo. —Eres muy bondadosa, Charlotte, lamento haberme tardado en terminar tu vestido. Fui a las caballerizas porque Ned me envió un recado diciendo que Flash no quería comer. Desde luego, cuando yo le di la avena, la comió inmediatamente. —Estás loca de remate respecto a ese ridículo animal. Yo no sé por qué papá te permite tenerlo, si apenas hay espacio suficiente para nuestros propios caballos. —¡Oh, por favor, Charlotte, por favor, no se lo menciones a tío Héctor! Haré cualquier cosa, todo lo que quieras… velaré toda la noche si lo deseas, bordando tus vestidos de arriba abajo… pero no le metas a tu papá en la cabeza la idea de que el pobre Flash causa alguna molestia. Los azules ojos de Melinda se llenaron de lágrimas y un sollozo tembló en su voz. Por un momento, su prima la miró con expresión hostil, pero luego cambió de actitud. —Perdóname, Melinda… soy muy dura contigo. No era esa mi intención, pero papá me ha estado riñendo de nuevo. —¿Por qué fue esta vez?— preguntó Melinda con simpatía. —Por ti. —¿Por mí? —¡Sí!— Charlotte empezó a imitar la voz de su padre—,“¿Por qué no puedes verte limpia y arreglada como Melinda? ¿Por qué ese vestido se te ve tan mal y el de Melinda, con ser mucho más viejo, se ve casi elegante?” —¡No puedo creer que tío Héctor te diga cosas así!— exclamó Melinda. —Y mamá me dice con frecuencia lo mismo. Sabes que no le simpatizas. —Sí, lo sé— reconoció Melinda con un leve suspiro—, he tratado de complacer a tía Margaret, pero nada de lo que hago le parece bien. —No se trata de lo que haces… es tu aspecto. Mamá resiente que estés aquí, porque quiere que me case. Y, cuando llega un caballero de visita, sólo tiene ojos para ti. —Por favor, Charlotte, no digas tonterías— repuso Melinda riendo—, te estás imaginando cosas. Vamos, el Capitán Parry se deshacía en atenciones hacia ti la semana pasada. Tú misma dijiste que no te dejó un momento sola durante toda la fiesta. —Eso fue antes que te viera a ti— contestó Charlotte malhumorada. De pronto, tomó a Melinda de un brazo, la obligó a ponerse de pie, sin importarle que el vestido que bordaba rodara por el suelo, y la llevó hasta un gran espejo en el otro extremo de la habitación—. ¡Ahora, mira!— le ordenó. Casi con temor, Melinda obedeció. Hubiera sido muy tonta para no darse cuenta de la enorme diferencia que había entre las dos. Charlotte era de huesos grandes y con tendencia a la gordura. Tenía la piel pálida y salpicada de barros, debido a su desordenada afición por los budines y chocolates. Su lacio cabello, de un deslucido tono castaño, nunca se veía bien, a pesar de los incesantes cuidados que le prodigaba la doncella de Lady Stanyon. Charlotte no era fea, pero su ceño, eternamente fruncido, le daba una expresión desagradable y hacía que le cayeran las comisuras de los labios. No era una chica de mal carácter, pero no hubiera sido humana si no se hubiera sentido celosa de su prima. Melinda era menuda, esbelta, de manos blancas y delicadas, de largos dedos aristocráticos. Cuando se movía, tenía una gracia innata que la hacía verse casi etérea. Había, también, algo espiritual en su rostro pequeño, en forma de corazón. Tenía enormes ojos azules, bordeados de largas pestañas oscuras, como una de sus antepasadas irlandesas. Su cabello, que caía en suaves rizos naturales a ambos lados de su rostro, era del color del trigo maduro. —¿Te das cuenta de lo que quiero decir?— preguntó Charlotte con brusquedad. —Mi madre siempre decía que las comparaciones eran siempre odiosas. En la verdad… todos somos diferentes y todos tenemos nuestras propias cualidades— dijo Melinda con voz gentil—, tú hablas muy bien varios idiomas y tus acuarelas son mucho mejores que las mías. —¿A qué hombre le importan las acuarelas?— dijo Charlotte con amargura. Melinda volvió a su asiento, recogió el vestido del suelo, y reanudó su tarea. —Terminaré el bordado en unos minutos— dijo—, te verás encantadora esta noche cuando cenes en casa de Lady Withering. Tal vez el Capitán Parry esté también presente, y sabes que yo no estoy incluida en la lista de invitados. —Lo estabas— dijo Charlotte malhumorada—, pero mamá te borró de ella, insistiendo en que estás de luto todavía. Es ella, también, quien insiste en que te sigas vistiendo de gris y de n***o. Piensa que con colores claros te verías aún más atractiva y que entonces nadie me miraría siquiera. —¡Oh, Charlotte querida, lo siento tanto! Pero sabes bien que no tengo la menor intención de atraer la atención de nadie. —Lo sé y eso empeora las cosas— Charlotte volvió de nuevo a mirarse en el espejo—. ¡Debía adelgazar… lo sé! Pero no puedo dejar de comer lo que me gusta. Algunas veces me pregunto si valdría la pena ese sacrificio para conquistar a un hombre. Sin embargo, ¿qué otra perspectiva le queda a una si no casarse? —Yo no espero encontrar nunca marido— dijo Melinda sonriendo—. ¿Quién va a querer a una joven que no tiene un centavo… cómo me recuerda siempre tía Margaret? —No me imagino por qué tu padre era tan despilfarrador. ¿De qué vivían ustedes antes que él y tu madre se mataran en el accidente del carruaje? —Siempre parecía haber algo de dinero— contestó Melinda—, y desde luego, estaban la casa, el jardín, y los sirvientes que habían permanecido con nosotros por años. Nunca nos consideramos pobres… pero… mi querido y descuidado papá jamás pagó sus cuentas. —Recuerdo cómo se escandalizaron mis padres cuando se dieron cuenta de lo endeudado que estaba— dijo Charlotte con innecesaria franqueza—, fue entonces que decidieron que vinieras a vivir con nosotros, porque papá dijo que nadie podía aceptar a una muchacha que no tenía un centavo a su nombre —Me hubiera gustado conservar mi independencia— suspiró Melinda—, debí haber insistido en obtener un puesto de institutriz o de dama de compañía. —¡Papá nunca lo habría permitido! ¡Qué habrían pensado los vecinos al saber que había dejado sin protección a su única sobrina! A papá le preocupa mucho lo que la gente del condado piense de él. Lo único malo, Melinda, es que seas tan bonita. —No soy bonita. Soy un poco más pequeña que tú, eso es todo. —¡No, eres encantadora! ¿Sabes lo que le dijo el otro día Lord Ovington al Coronel Gillingham cuando pensó que yo no lo estaba escuchando? “Esa sobrina de Héctor va a ser una verdadera belleza. El va a tener grandes problemas con ella, si no tiene cuidado”. —¿Y qué contestó el Coronel Gilligham?— preguntó Melinda—, hay algo horrible en ese hombre, Charlotte. La última vez que cenó aquí lo vi observándome en una forma especial. No sé por qué, pero un estremecimiento helado me recorrió la espalda. Me parece un demonio con apariencia humana. —¡Caramba, Melinda, qué cosas dices! ¡Cómo exageras! El Coronel Gillingham es sólo un viejo amigo de papá, aunque un poco chiflado. Van juntos de cacería y se pasan horas enteras en el salón de fumar, casi hasta la madrugada, cosa que molesta a mamá. Pero es un tipo aburrido, como todos los amigos de mi padre. —A mí me parece antipático— insistió Melinda—, pero no me has dicho qué le contestó a Lord Ovington. —No estoy segura de haber oído bien, pero creo que contestó: “Es lo que siempre he pensado… va a ser una muchacha coqueta, si le dan la oportunidad”. —¿Cómo se atreve a hablar así de mi?— exclamó Melinda enfadada, encendidas las mejillas de rubor. —No te preocupes por eso!— dijo Charlotte riendo—, siento habértelo dicho. Sólo quisiera escuchar algún buen comentario sobre mí misma. —Estoy segura de que los escucharás esta noche— sugirió Melinda con aire conciliador—, mira, ya he terminado el vestido, Charlotte. Te favorece como ningún otro. —¡Ojalá le guste el color de rosa al Capitán Parry! Llamaron en esos momentos a la puerta. —¡Adelante!— exclamó Melinda. La puerta se abrió y apareció una de las doncellas más jóvenes de la casa, quien llevaba la cofia blanca almidonada ligeramente torcida. Dijo, muy agitada: —Sir Héctor quiere ver a la señorita Melinda en la biblioteca ahora mismo. Las dos muchachas se miraron consternadas. —¿Qué habré hecho ahora?— preguntó Melinda—. ¡Charlotte! No le dijiste nada sobre Flash, ¿verdad? —No, por supuesto que no. —¿Entonces por qué querrá verme a estas horas?— preguntó Melinda, viendo que el reloj de la pared marcaba las seis de la tarde—. ¡Es extraño! —Será mejor que vayas, y yo voy a empezar a arreglarme para la fiesta— dijo Charlotte—, sube a decirme para qué te quería. Espero que no sea nada que me afecte a mí. Melinda no contestó. Su rostro se veía pálido y preocupado cuando se miró al espejo para arreglarse el cabello y ajustar el cuello blanco de su vestido gris de algodón. Era un traje sencillo y mal cortado, sin las crinolinas que usaba Charlotte y que extendían elegantemente su falda. Sin embargo, Melinda lo llevaba con una gracia que lo hacía agradable a la vista, mientras descendía por la escalera cubierta de espesa alfombra, para cruzar el vestíbulo en dirección a la biblioteca. Por un momento, mientras movía el picaporte de la puerta, se detuvo a aspirar una gran bocanada de aire, y luego levantó la barbilla y se dijo a sí misma que no debía tener miedo. —¿Envió a buscarme, tío Héctor? Su voz, dulce y suave, pareció perderse en el gran salón de alto techo, cuyos cortinajes de terciopelo, enormes libreros estilo Chippendale, y sillones forrados de piel lo hacían verse muy elaborado. Sir Héctor Stanyon se levantó del escritorio en el que había esta- do escribiendo y se paró frente a la chimenea. Era un hombre robusto, de más de cincuenta años. Sus hirsutas cejas y su oscuro ca- bello empezaban a encanecer. Su voz profunda y retumbante pareció sacudir los cristales del candelabro. —Entra, Melinda, quiero hablar contigo. Melinda cerró la puerta y caminó sobre los tapetes persas para detenerse respetuosamente ante su tío, con las manos juntas y los ojos levantados hacia él. El bajó la mirada hacia ella, con expresión inescrutable. —¿Cuántos años tienes, Melinda?— le preguntó. —Dieciocho… tío Héctor. —Y tienes ya casi un año de vivir con nosotros, ¿no? No voy a pretender, Melinda, que no me he arrepentido algunas veces de haberte traído aquí. No eres exactamente la compañera ideal para Charlotte. —Yo… lo siento— dijo Melinda—, porque yo quiero a Charlotte… y creo que ella… me quiere a mí… —Le metes ideas en la cabeza— exclamó Sir Héctor en tono acusador—, ayer me contestó con descortesía. Hace un año, no se habría atrevido a hacerlo. Es tu influencia, Melinda. Tienes demasiado espíritu, demasiada independencia. —Yo trato… de ser… humilde— tartamudeó Melinda…
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