En la primera parte de Robinsón Crusoe, página ciento veintisiete, pueden leerse las si-
guientes palabras:
"Ahora comprendo, aunque demasiado tarde, lo necio que es dar principio a una operación
cualquiera, antes de calcular su costo y de pesar exactamente las fuerzas con que contamos
para llevarla a cabo.” Sólo fue ayer que abrí mi Robinsón Crusoe en esa página. Y sólo esta mañana (veintiuno de
mayo de mil ochocientos cincuenta) que llegó el sobrino de mi ama, Mr. Franklin Blake,
quien sostuvo conmigo la siguiente conversación:
—Betteredge —dijo Mr. Franklin—, he ido a ver a mi abogado para tratar algunos asuntos
de familia y, entre otras cosas, hablamos acerca de la pérdida del Diamante Hindú, acaecida
hace dos años en la casa de mi tía de Yorkshire. El abogado opina, de acuerdo conmigo,
que, en favor de la verdad, toda la historia debiera quedar registrada para siempre en el pa-
pel…, y cuanto más pronto mejor.
No percibiendo aún su intención y considerando que es siempre deseable, por amor a la paz
y la tranquilidad, ponerse de parte del abogado, le manifesté que yo pensaba lo mismo. Mr.
Franklin prosiguió:
—Este asunto del diamante —me dijo— ha dado ya lugar, como tú sabes, a que se sospe-
chara de personas inocentes. Y la memoria de esos mismos inocentes habrá de verse perju-
dicada de aquí en adelante, debido a la falta de un registro de los hechos, al que puedan
acudir quienes vengan después de nosotros. Me parece, Betteredge, que el abogado y yo
hemos descubierto la mejor de las formas por utilizarse para narrar lo ocurrido.
Muy satisfactorio para ambos, sin duda. Pero no logré percibir hasta qué punto tenía yo
algo que ver en el asunto.
—Hay varios hechos que deberán ser relatados —prosiguió Mr. Franklin—, y contamos
con algunas personas que, implicadas en los mismos, se hallan en condiciones de referirlos.
Partiendo de esta simple verdad, el abogado opina que cada uno de nosotros debiera inter-
venir por turno en la tarea de llevar al papel la historia de la Piedra Lunar… llegando cada
cual hasta el límite que le marque su propia experiencia, pero no más allá. Habremos de dar
comienzo a la tarea, estableciendo la forma en que el diamante vino a caer primeramente en
las manos de mi tío Herncastle, mientras se hallaba sirviendo en la India, hace cincuenta
años. Este relato preliminar se encuentra en mi poder bajo la forma de una carta de familia,
donde aparecen los detalles requeridos, narrados con la autoridad de un testigo ocular. Lue-
go habrá que explicar cómo fue que el diamante vino a dar en la casa de mi tía en Yorkshi-
re, hace dos años, y cómo fue que se perdió poco más de doce horas más tarde. Ninguna
persona se halla tan informada como tú, Betteredge, respecto a lo ocurrido por ese entonces
en la casa. De modo, pues, que habrás de tomar la pluma para dar comienzo a la historia.
En estos términos fui informado respecto a la labor que me incumbía en la cuestión del
diamante. Si desean ustedes conocer la conducta que seguí en tal emergencia, me permitiré
hacerles saber que fue idéntica a la que ustedes hubieran probablemente seguido, de encon-
trarse en mi lugar. Declaré con modestia que me consideraba enteramente incapaz de llevar
a cabo la tarea que se me imponía, aunque considerándome todo él tiempo lo suficiente-
mente diestro para ejecutarla, siempre que les brindara una justa oportunidad de obrar a mis
facultades. Creo que Mr. Franklin adivinó mis más íntimos deseos a través de mi rostro,
pues, renunciando a creer en mi modestia, insistió en que les brindara esa justa oportunidad
a mis facultades.
Dos horas han transcurrido desde la partida de Mr. Franklin. Tan pronto como me volvió la
espalda, me dirigí hacia mi escritorio para dar comienzo a la historia. Ante él sigo sentado,
impotente, desde entonces, pese a la destreza de mis facultades, percibiendo lo que Robin-
són Crusoe percibió, según he dicho anteriormente, sobre lo necio que es empezar una ope-
ración cualquiera, antes de calcular su costo y de pesar exactamente las fuerzas que conta-
mos para llevarla a cabo. Les ruego que recuerden que abrí ese libro, y en esa página por
azar, sólo el día anterior a aquél en que tan osadamente me comprometí a efectuar el trabajo
que tengo ahora entre manos; y me permitiré aquí preguntarme si no es esto una profecía,
¿qué es entonces?
No soy supersticioso; he leído, en mis tiempos, muchos libros y soy un erudito a mi mane-
ra. Pese a haber llegado ya a los setenta años, poseo una memoria activa y unas piernas que
armonizan con ella. No deben ustedes considerar mis palabras como si provinieran de una
persona ignorante, cuando les diga que, en mi opinión, otro libro como ése que se denomina
Robinsón Crusoe no ha sido ni podrá ser escrito jamás. He recurrido a él año tras año—
generalmente en compañía de mi pipa llena de tabaco—y he encontrado siempre en él al
amigo que necesitaba en todos los momentos críticos de mi vida. Cuando me hallo de mal
humor, Robinsón Crusoe. Cuando necesito algún consejo, Robinsón Crusoe. En el pasado,
cuando mi mujer me importunaba, y en el presente, cuando he bebido algún trago de más,
Robinsón Crusoe. He desgastado seis recios Robinsones, luego de haberlos obligado a tra-
bajar duramente a mi servicio. En ocasión de su último cumpleaños, recibí de manos del
ama el séptimo. A causa de ello bebí un sorbo de más, y Robinsón Crusoe me devolvió el
equilibrio. Su precio, cuatro chelines y seis peniques, encuadernado en azul, con un retrato,
por añadidura.
No obstante, no creo que sea ésta la mejor manera de dar comienzo a la historia del diaman-
te, ¿no les parece? Siento como si estuviera errando extraviado y fuera en busca de Dios
sabe qué y Dios sabe dónde. Con permiso de ustedes, tomaremos una nueva hoja de papel,
y, luego de saludarlos con el mayor respeto, daremos comienzo de nuevo a esta labor.
Una o dos líneas antes he hablado acerca de mi ama. Ahora bien, jamás hubiera podido
hallarse el diamante en la casa, que fue donde se perdió, si no hubiera llegado a ella en cali-
dad de presente dirigido a la hija del ama; y la hija del ama, por su parte, no hubiese podido
recibir jamás dicho presente, si no hubiera sido porque, con pena y trabajo, mi ama la hizo
entrar en el mundo. En consecuencia, si comenzamos nuestra historia a partir del ama, ten-
dremos que remontarnos bastante lejos en el pasado. Lo cual, permítanme que lo diga, es
verdaderamente un cómodo comienzo, cuando tiene uno entre manos una labor como la
mía.
Si saben ustedes algo respecto al mundo elegante, habrán oído hablar, sin duda, de las tres
bellas Misses Herncastle: Miss Adelaida, Miss Carolina y Miss Julia, esta última, la más
joven y bella de las tres hermanas, según mi opinión. Yo me hallaba en condiciones, como
podrán comprobarlo ustedes más adelante, de actuar como juez en tal materia. Había entra-
do al servicio del viejo Lord, su padre (a Dios gracias nada tenemos que ver con él en este asunto del diamante; poseía la lengua más larga y el carácter más brusco que haya adverti-
do yo jamás en hombre alguno de alta o baja condición, durante mi existencia); como les
iba diciendo, había entrado yo al servicio del viejo Lord en calidad de paje de las tres hono-
rables jóvenes, a la edad de quince años. Allí viví hasta el momento en que Miss Julia se
desposó con el difunto Sir John Verinder. Hombre excelente, sólo se hallaba necesitado de
alguien que lo gobernase, y, aquí entre nosotros, les diré que dio con la persona que se en-
cargó de tal cosa, y que, lo que es más curioso, prosperó a causa de ello, engordó, llevó una
feliz existencia y murió sin contratiempo, todo esto desde el instante en que mi ama lo llevó
a la iglesia para casarlo, hasta el momento en que, luego de recoger su último suspiro, le
cerró para siempre los ojos.
He omitido dejar constancia aquí de que yo seguía la novia para establecerme junto con ella
en la casa y las tierras del novio.
—Sir John —dijo ella—, no puedo prescindir de Gabriel Betteredge.
—Señora mía —respondió Sir John—, yo tampoco podría prescindir de él.
Esta es la forma en que se conducía con ella…, y así fue como entré yo a su servicio. En lo
que a mi respecta, érame indiferente ir a una u otra parte, con tal de hacerlo en compañía de
mi ama.
Viendo que mi señora se interesaba por las faenas rurales, por las granjas y otras cosas por
el estilo, me interesé yo también por ellas, tanto más cuanto que yo mismo era el séptimo
hijo varón de un pequeño granjero. Mi ama me colocó bajo las órdenes del baile y yo c*m-
plí al máximo, la dejé satisfecha, y logré ser ascendido en consecuencia. Algunos años más
tarde, un día lunes, creo, mi ama dijo:
—Sir John, vuestro baile es un viejo estúpido. Otórgale una pensión liberal y designa a Ga-
briel Betteredge para que le reemplace.
El martes, por así decirlo, Sir John dijo:
—Señora mía, el baile ha sido pensionado generosamente y Gabriel Betteredge habrá de
reemplazarlo.
Sin duda habrán ustedes oído hablar, hasta el cansancio, de matrimonios que llevan una
vida miserable. He aquí un ejemplo opuesto. Que le sirva ello de advertencia a unos y de
estimulante a otros. Mientras tanto, habré de proseguir con mi relato.
Y bien: allí, dirán ustedes, gozaría yo de todas las comodidades. Ocupando un puesto hono-
rable y de confianza, con una pequeña choza para vivir en ella, empleando la mañana en las
rondas por la heredad, la tarde para efectuar las cuentas y la noche con mi pipa y mi Robin-
són Crusoe…, ¿qué otra cosa me faltaba para ser enteramente feliz? Recuerden lo que
Adán echó de menos en el Jardín del Edén, cuando se hallaba solo en él, y si después de
hacerlo no encuentran reprobable su conducta, no me condenen tampoco a mí.
La mujer sobre la que se posaron mis ojos se hallaba a cargo de las labores domésticas de
mi cabaña. Llamábase Celina Goby. En lo que se refiere a la elección de la esposa, soy de
la misma opinión que el difunto William Cobbett: "Trata de dar con una que mastique bien
su alimento y que plante firmemente sus pies en el suelo al caminar y todo irá bien." Celina
Goby llenaba esas dos condiciones, lo cual fue un motivo para que me casara con ella. Hu-
bo también otro que pesó por igual en mi decisión, pero éste, de mi propia cosecha. Siendo
Celina soltera, tenía yo que pagarle cada semana por la comida y los servicios que me pres-
taba. Siendo mi esposa no podría cobrarme la pensión y tendría que servirme por nada. Esa
fue la manera como encaré yo el asunto. Economía…, con una pizca de amor. Como impul-
sado por el deber, puse tal cosa en conocimiento del ama, utilizando las mismas palabras
que había empleado conmigo mismo.
—He estado pensando una y otra vez en Celina Goby —le dije—, y he llegado a la conclu-
sión, señora, de que me resultará más económico casarme con ella que tenerla de criada.
Mi ama soltó una carcajada y me dijo que no sabía de qué asombrarse más, si de mis pala-
bras o de mis ideas Algo jocoso debió advertir en lo que le dije, algo que sólo las personas
de calidad son, sin duda, capaces de advertir. Sin comprender por mi parte otra cosa, sino
que me hallaba en entera libertad para exponerle el caso a Celina, hacia ella me dirigí y así
lo hice. ¿Qué es lo que dijo Celina? ¡Dios mío!, ¡cuán poco deben ustedes conocer a las
mujeres por hacer tal pregunta! Naturalmente, me respondió que sí.
A medida que se aproximaba la fecha establecida y hubo de hablarse de mi nueva levita
para la ceremonia, entré en dudas. He comparado mis sensaciones de ese instante con lo
experimentado por otros hombres que vivieron un momento tan interesante como el mío, y
todos ellos han convenido en señalar que una semana antes de la ceremonia anhelaron ínti-
mamente poder librarse de ella. En lo que a mí respecta, declaro que he ido un tanto más
allá que cualquiera de ellos; me erguí, por así decirlo, realmente dispuesto a desembara-
zarme del asunto. ¡Pero no sin pensar en una compensación! Demasiado justo era yo en
confiar que habría ella de dejarme ir por nada. Una ley inglesa establece que el hombre
deberá indemnizar a la mujer toda vez que eluda el cumplimiento de la palabra empeñada.
Respetuoso de las leyes y después de darle vueltas al asunto minuciosamente en mi cabeza,
le ofrecí a Celina Goby un colchón de plumas y cincuenta chelines, para librarme del com-
promiso. Indudablemente no querrán ustedes creerlo, pero se trata, sin embargo, de la ver-
dad: ella fue tan tonta como para rehusarse.
Después de esto, naturalmente, di el asunto por terminado. Me procuré una nueva levita, tan
barata como pude conseguirla, y afronté los otros gastos de la manera más módica posible.
Formamos una pareja que no llegó a ser ni feliz, ni infortunada. Nos hallábamos constitui-
dos, cada cual, por seis porciones de nosotros mismos y media docena de porciones del otro
ser. A qué se debía ello no puedo explicármelo, pero lo cierto es que ambos parecíamos
estar siempre, por algún motivo, cruzándonos en nuestros caminos. Cuando yo sentía nece-
sidad de dirigirme escaleras arriba, he aquí que mi esposa descendía por ellas, o bien, cuan-
do ella sentía necesidad de bajar, he aquí que yo ascendía En eso consiste la vida matrimo-
nial, según mi experiencia.
Luego de cinco años de malentendidos en torno a la escalera, le plugo a la Providencia,
toda sabiduría, venir en nuestro auxilio para llevarse a mi esposa.
Me dejó como único hijo a mi pequeña Penélope, nada más que ella. Poco tiempo después
falleció Sir John y no le quedó al ama otro hijo que la pequeña Miss Raquel, nada más que
ésta. Muy poco será lo que diga en favor de mi ama, si me obligan ustedes a decirles que la
pequeña Penélope fue puesta bajo la cuidadosa vigilancia de sus buenos ojos, enviada a la
escuela, instruida, convertida en una muchacha despierta, y promovida, cuando se halló en
edad de desempeñarlo, al cargo de doncella de la propia Miss Raquel.
En cuanto a mí, proseguí cumpliendo mis funciones de baile, año tras año, hasta llegar a la
Navidad de 1847, fecha en que se produjo un cambio en el curso de mi vida. En tal ocasión
el ama se invitó sola a beber en privado conmigo un té en mi cabaña. Luego de hacerme
notar que, comenzando la cuenta a partir del año en que me inicié como paje al servicio del
viejo Lord, llevaba ya más de medio siglo a sus órdenes, colocó en mis manos un hermoso
justillo, que había confeccionado ella misma, el cual tenía por objeto preservarme del frío
durante las crudas jornadas del invierno.
Acogí el presente sin saber de qué términos valerme para agradecerle a mi señora el honor
que acababa de dispensarme. Ante el mayor de los asombros resultó, sin embargo, que no
se trataba de un honor, sino de un soborno. Antes de que yo mismo lo percibiera, el ama
había descubierto que me estaba poniendo viejo y se había allegado, por eso, hasta mi ca-
baña, para arrancarme con zalemas (si se me permite la expresión) de las duras faenas que
en mi carácter de baile cumplía al aire libre y ofrecerme el descansado cargo de mayordo-
mo de la casa. Con todas mis fuerzas me opuse a ese descanso que consideraba indigno.
Pero el ama conocía mi punto débil: le dio al asunto el carácter de un favor que le haría a
ella. Esto puso término a la disputa, y mientras me restregaba los ojos, como un viejo tonto
que era, con el flamante justillo de lana, le dije que habría de pensarlo.
Tan espantosamente confundido me hallaba por la materia puesta en discusión, al partir el
ama, que hube de recurrir al remedio que nunca me ha fallado en los casos de duda y emer-
gencia. Tras encender la pipa, le eché una ojeada a mi Robinsón Crusoe. No hacía aún cin-
co minutos que me hallaba enfrascado en la lectura de ese libro tan extraordinario, cuando
di con este consolador fragmento (página ciento cincuenta y ocho): "Amamos hoy lo que
odiaremos mañana.” Inmediatamente se hizo la luz en mi cerebro. Hoy deseaba yo, con
toda el alma, proseguir en mis funciones de baile de la granja; al día siguiente, de acuerdo
con lo que opina esa autoridad que es Robinsón Crusoe, habría de pensar todo lo contrario.
Me imaginaría, pues, ya en ese mañana y el problema se hallaría resuelto. Aliviado mi espí-
ritu en esta forma, fuime a dormir esa noche en el carácter de baile de Lady Verinder y des-
perté a la mañana siguiente convertido en su mayordomo. ¡Todo se había solucionado y
ello debido únicamente a Robinsón Crusoe!
Mi hija Penélope acaba de mirar por encima de mi hombro para ver hasta dónde he llegado
en lo que escribo. Me hace notar que lo he expresado todo muy bellamente y que cada pa-
labra constituye de por sí una verdad. Pero tiene algo que objetar. Manifiesta que lo que he
escrito hasta ahora nada tiene que ver con el fin propuesto. Se me ha pedido la historia del diamante y en su lugar he estado narrando mi propia historia. Algo curioso, en verdad, y
que no podría explicar. Me pregunto si esos caballeros que hacen un negocio y viven de los
libros que escriben, hallan también que su persona se entremezcla con los asuntos que tra-
tan, como me pasa a mí. Si es así, puedo hablar por ellos. Mientras tanto, he aquí otro falso
comienzo y una nueva pérdida de buen papel de escribir. ¿Qué hacer, entonces? Que yo
sepa, no otro cosa que permanecer ustedes en calma, y en cuanto a mí, dar comienzo al re-
lato por tercera vez.