La cuestión de cómo dar comienzo a esta historia, he tratado de resolverla de dos maneras.
La primera ha consistido en rascarme la cabeza, lo cual no me ha sido de ningún provecho.
La segunda, en una consulta hecha a mi hija Penélope, cosa que ha dado lugar al surgimien-
to de una idea enteramente nueva.
Penélope opina que debiera yo ir registrando día por día y regularmente todos los aconte-
cimientos producidos a partir de la fecha en que nos enteramos de la próxima visita a nues-
tra casa de Mr. Franklin Blake. Cuando ocurre que uno obliga a su memoria a fijarse de
esta manera en determinada fecha, es maravilloso comprobar cuánto cosecha aquélla, para
nosotros, mediante esa compulsión. La única dificultad consiste en dar con las fechas en
seguida. Penélope me ofrece su ayuda, recurriendo para ello al diario personal que le ense-
ñaron a llevar en la escuela y que ha venido escribiendo desde entonces. En respuesta a una
proposición mía que tiende a perfeccionar dicha idea y según la cual debiera ser ella la na-
rradora, auxiliada por su diario, observa, con mirada violenta y la faz encendida que aquél
no habrá de ser contemplado en la intimidad más que por sus ojos y que no habrá jamás
criatura humana que llegue a saber lo que él encierra, fuera de ella misma. Cuando le pre-
gunto qué es lo que eso significa, me responde Penélope: " ¡Bagatelas! " Yo le digo enton-
ces: " ¡Amoríos! “
Comenzando, pues, sobre la base del plan de Penélope, permítaseme declarar que en la ma-
ñana del miércoles veinticuatro de mayo de 1848, fue requerida mi presencia en el aposento
de mi ama.
—Gabriel —me dijo aquélla—, he aquí una noticia que habrá de sorprenderte. Franklin
Blake acaba de regresar del extranjero. Ha pasado un tiempo junto a su padre en Londres y
arribará mañana aquí, donde permanecerá hasta el mes próximo, proponiéndose pasar a
nuestro lado el día del cumpleaños de Raquel.
Si hubiese tenido en ese instante un sombrero en las manos, nada que no hubiera sido el
respeto que le debía al ama hubiérame impedido arrojarlo hasta el techo. No había visto a
Mr. Franklin desde el tiempo en que siendo él un muchacho, vivía con nosotros en esta
misma casa. Era, fuera de toda duda (tal como lo veo ahora en el recuerdo), el más hermoso
muchacho que hizo girar jamás una peonza o rompió alguna vez el cristal de una ventana.
Miss Raquel, que se hallaba presente y a quien le hice notar ese detalle, observó a su vez
que ella lo recordaba como al más atroz verdugo que jamás torturó a muñeca alguna y al
más implacable cochero que haya dirigido nunca a una muchachita inglesa enjaezada con
cuerdas.
—Ardo de indignación y me fatigo hasta el sufrimiento —resumió Miss Raquel—, cuando
pienso en Franklin Blake.
Luego de oír esto preguntarán, sin duda, ustedes cómo fue que Mr. Franklin vivió todos
esos años, los transcurridos desde que era muchacho hasta el día en que se trocó en un
hombre, lejos de su patria. En respuesta a esa pregunta diré que se debió al hecho de que su
padre tuvo la desgracia de ser el mas próximo heredero de un Ducado y que nunca pudo
demostrarlo.
En pocas palabras, así fue como ocurrieron las cosas:
La hermana mayor de mi ama se había desposado con el famoso Mr. Blake, célebre no sólo
por sus grandes riquezas, sino también por el litigio que mantenía ante los tribunales. Cuán-
tos años fueron los que pasó molestando a la justicia de su país con el propósito de entrar en
posesión del título de Duque y de ocupar el lugar del Duque; cuántas fueron las bolsas de
abogados que llenó hasta reventar y cuántas fueron, también, las pobres gentes que intervi-
nieron por su causa en disputas donde se trataba de probar si estaba en lo cierto o equivoca-
do, sobrepasa en mucho cualquier cuenta que pueda yo intentar. Su esposa y dos de sus tres
hijos habían ya muerto, cuando los tribunales decidieron enseñarle la puerta y se rehusaron
a seguir recibiendo su dinero. Terminado el asunto y habiendo quedado el Duque usufruc-
tuario en posesión del título, Mr. Franklin descubrió entonces que la mejor manera de res-
ponderle a su patria por la forma en que ésta lo había tratado, habría de ser privándola del
honor de educar a su hijo.
—¿Cómo puedo confiar en nuestras instituciones —acostumbraba decir—, luego de haber-
se conducido ellas conmigo de tal manera?
Si se añade a esto el desagrado que le producían a Mr. Blake los muchachos, en general,
incluso el propio, tendrán ustedes que admitir que el asunto no podía terminar más que de
una sola manera. El señorito Franklin nos fue quitado a nosotros, los ingleses, para ir en-
viado al país en cuyas instituciones podía su padre confiar: Alemania. En cuanto a Mr. Bla-
ke, debo deciros que permaneció cómodamente en Inglaterra, dispuesto a bregar en favor
de la evolución de sus compatriotas desde el Parlamento y para dar a la publicidad una de-
claración relativa al Duque en posesión del título, la cual ha quedado inconclusa hasta nues-
tros días.
¡Por fin! ¡Gracias a Dios, ya hemos terminado! Ni ustedes ni yo tendremos que preocupar-
nos para nada, respecto a Mr. Blake, padre. Dejémoslo con su Ducado y retornemos al
asunto del diamante.
Esto nos obliga a volver a Mr. Franklin, que fue el inocente intermediario a través del cual
llegó la infortunada gema a la casa.
Nuestro bello muchacho no nos había olvidado durante su permanencia en el extranjero.
Escribió de tanto en tanto; algunas veces a mi ama, otras a Miss Raquel y, en ciertas oca-
siones, a mí. Antes de su partida realizamos una operación que consistió en el préstamo de
un ovillo de cordel, de un cuchillo de cuatro hojas y de siete chelines y seis peniques en efectivo, de los cuales no supe más nada ni espero tener noticias jamás. Sus cartas se refe-
rían, sobre todo, a nuevos préstamos. Por intermedio del ama pude informarme, no obstan-
te, de sus progresos en el extranjero, a medida que iba aumentando en años y en estatura.
Luego de haber asimilado cuanto de bueno fueron capaces de enseñarle las instituciones
alemanas, les dio una oportunidad a las francesas y más tarde a las italianas. Entre todos
hicieron de él una especie de genio universal, hasta donde fui yo capaz de percibir. Escribía
un poco, pintaba otro poco, cantaba, componía y ejecutaba también un poco, recibiendo
prestado en todas esas ramas, según presumo, como había recibido aquel dinero de mi bol-
sillo. Al llegar a la edad correspondiente, vio llover sobre sí la fortuna de su madre (sete-
cientas libras por año), la cual se escurrió a través de su mano como a través de una criba.
Cuanto más era el dinero a su alcance, más necesitado se hallaba de él; existía en su bolsillo
un agujero que no había manera de tapar. Dondequiera que fuese sus modales vivaces y
espontáneos le ganaban todas las simpatías. Vivía ya en un lugar, ya en otro: en todas par-
tes; su dirección (como acostumbraba decir él mismo) era la siguiente: "Posta Restante.
Europa; reténgase hasta que sea solicitada." En dos ocasiones se dispuso a regresar a Ingla-
terra para vernos, y en igual número de ocasiones (con perdón de ustedes) una mujer dudo-
sa se cruzó en su camino impidiéndoselo. Su tercera tentativa, como ustedes ya saben, tuvo
éxito, de acuerdo con lo que me acababa de comunicar el ama. El jueves 25 de mayo ha-
bríamos de comprobar por vez primera qué es lo que había hecho nuestro hermoso mucha-
cho para trocarse en un hombre. Era de buena sangre, poseía un gran coraje y contaba vein-
ticinco años de edad, según nuestros cálculos. Ahora, pues, saben ustedes tanto respecto a
Mr. Blake como sabía yo… hasta el momento inmediatamente anterior a su regreso a nues-
tra casa.
El jueves fue un día de verano tan hermoso como jamás habrán tenido ustedes ocasión de
vivir; el ama Miss Raquel (que no aguardaban a Mr. Franklin sino para la hora del almuer-
zo) salieron en coche para asistir a un lunch con algunos amigos del vecindario.
Luego de su partida me dirigí hacia el dormitorio destinado al huésped, para comprobar si
las cosas se hallaban ya dispuestas. Después, siendo como era a la vez mayordomo y des-
pensero de la casa (por iniciativa propia, según creo, y porque me molestaba el hecho de
que alguien que no fuera yo mismo se hallara en posesión de la llave de la bodega del di-
funto Sir John), después, como iba diciendo, subí algunas botellas de nuestro famoso clare-
te Latour y las expuse a la acción del cálido aire estival, para hacerle entrar en calor antes
de la comida. Cuando, dispuesto yo también a exponerme a esa misma influencia del aire
del verano —y luego de reflexionar que lo que es bueno para el clarete antiguo lo es tam-
bién para un anciano—, me dirigía con mi silla colmenera a cuestas en dirección al patio
trasero, fui detenido de improviso por el rumor de un tambor suavemente batido, que llega-
ba desde la terraza frontera de la residencia de mi señora.
Dando un rodeo avancé hacia allí y me encontré con tres hindúes de piel color caoba, que
vestían túnicas y pantalones blancos de lino y se hallaban mirando hacia lo alto en direc-
ción a la casa.
De sus hombros pendían, como pude advertirlo al contemplarlos de más cerca, unos tambo-
res pequeños, en la parte delantera. Detrás de ellos veíase a un muchacho inglés de aparien-
cia delicada y cabellos claros, sosteniendo un zurrón.
Yo pensé que se trataría de hechiceros ambulantes y que el muchacho sería el portador de
sus instrumentos de trabajo. Uno de ellos, que hablaba inglés y que exhibió, debo recono-
cerlo, los modales más elegantes, me informó que estaba yo en lo cierto. Y solicitó permiso
para demostrar sus habilidades ante la señora de la casa.
Ahora bien; yo no soy ningún viejo irascible. Me hallo generalmente bien dispuesto hacia
toda clase de diversiones y soy la última persona del mundo que vaya a desconfiar de al-
guien por la mera razón de que la tonalidad de su piel sea un tanto más oscura que la mía.
Pero aun los mejores tienen sus flaquezas, y la mía consiste en el hecho de que, cada vez
que se halla fuera un cesto doméstico que contiene vajilla, sobre una mesa destinada a la
comida, la presencia de un extranjero errante cuyos modales son superiores a los míos tiene
la virtud de hacerme recordar dicho cesto. En consecuencia, le hice saber al hindú que el
ama se hallaba ausente, previniéndole a él y a sus acompañantes que debían alejarse de la
finca. En respuesta a mis palabras me hizo una elegante reverencia y alejóse de allí junto
con los otros. Por mi parte retorné a mi silla colmenera, que se hallaba en la parte del patio
bañada por el sol y caí (si he de decir la verdad), no exactamente en el sueño, pero sí en el
estado que más se le aproxima.
Fui despertado por mi hija Penélope, quien venía corriendo hacia mí, como si la casa se
hallara presa del fuego. ¿Qué creen ustedes que la traía a mi lado? Pues el deseo de que
hiciera arrestar inmediatamente a los tres nigromantes hindúes; sobre todo, porque sabían
quién era la persona que vendría a visitarnos desde Londres y tenían la intención de inferir-
le algún daño a Mr. Franklin Blake.
Al oír este nombre me desperté. Abriendo los ojos le dije a mi hija que se explicara.
Al parecer, Penélope acababa de estar en el pabellón de guardia, donde habló con las hijas
del guardián. Las dos muchachas habían visto salir a los hindúes seguidos por el muchachi-
to, luego que yo les ordenara abandonar la casa. Habiéndoseles antojado a ambas que el
muchacho era maltratado por los extranjeros —no sé por qué motivos, como no fuera por
su aspecto hermoso y delicado—, deslizáronse luego a lo largo de la parte trasera del seto
que separaba la casa del camino, para observar las maniobras efectuadas por aquéllos, del
otro lado del cerco. Dichas maniobras consistieron en la ejecución de las siguientes y
asombrosas operaciones:
Primero habían mirado de arriba abajo el camino, para asegurarse de que se hallaban solos.
Luego se volvieron los tres hacia la casa, dirigiéndole una dura mirada Posteriormente cu-
chichearon y disputaron en su lengua nativa, mirándose entre sí como si se hallaran en la
duda. Por último se volvieron hacia el muchacho inglés como esperando que él los ayudara.
El cabecilla, que hablaba el inglés, dijo al muchacho:
—Extiende tu mano.
Al oír tan terribles palabras, mi hija Penélope me, dijo que no sabía cómo su corazón no
escapó de su pecho. Yo me dije a mí mismo que sería debido a su corsé. No le respondí, sin
embargo, más que esto:
—Me haces poner la carne de gallina. (Nota bene: a las mujeres les agradan estos pequeños
cumplimientos.)
Pues bien, cuando el hindú dijo: "Extiende tu mano", el muchacho retrocedió y sacudió
negativamente la cabeza, respondiendo que no le agradaba tal cosa. El hindú le preguntó en
seguida, no muy ásperamente, si le gustaría ser enviado de regreso a Londres y al lugar
donde lo habían encontrado dormido en un cesto que se hallaba en un mercado… ham-
briento, haraposo y abandonado. Esto bastó, al parecer, para eliminar su resistencia. El pe-
queño alargó de mala gana su mano. El hindú extrajo entonces una botella de su pecho y
vertió cierta cantidad de una sustancia negra como la tinta en la mano del muchacho. Luego
de rozar con su mano la cabeza de éste y hacer algunos signos por encima de ella, en el
aire, dijo:
—Mira.
El muchacho se puso enteramente rígido y adquirió la apariencia de una estatua, con la vis-
ta clavada en la tinta vertida en el hueco de su mano.
(Hasta aquí todo esto no me pareció más que un simple juego de manos, acompañado de un
estúpido despilfarro de tinta. Comenzaba a dormirme de nuevo, cuando las próximas pala-
bras de Penélope vinieron a despertarme del todo.)
Los hindúes miraron una vez más de arriba abajo el camino… Y entonces su jefe le dijo
estas palabras al muchacho:
—Mira hacia los caballeros ingleses que regresan del extranjero.
El muchacho respondió:
—Estoy viéndolos.
El hindú dijo entonces:
—¿Será por el camino que se dirige a esta casa y no por otro por donde habrá de pasar hoy
el caballero inglés?
Y el muchacho replicó:
—Será por el camino que se dirige a esta casa y no por otro por donde habrá de pasar hoy el
caballero inglés.
El hindú hizo una segunda pregunta, luego de un breve intervalo.
—¿Vendrá el caballero inglés con eso? —dijo.
El muchacho respondió:
—No puedo afirmarlo.
El hindú le preguntó por qué.
Y el muchacho repuso:
—Estoy cansado. La niebla que rodea mi cabeza me confunde. No puedo ver más por hoy.
Con esto terminó el interrogatorio. El jefe hindú les dijo algo en su propia lengua a sus dos
compañeros, señalando al muchacho y apuntando con su mano hacia la ciudad, en la que,
como descubrimos más tarde, se alojaban todos ellos. Entonces, y luego de trazar nuevos
signos sobre la cabeza del muchacho, sopló en la frente de éste, que se despertó estremeci-
do. En seguida reanudaron su marcha hacia la ciudad, y desde ese momento las muchachas
no habían vuelto a verlos.
Según se dice, casi todos los hechos sugieren alguna moraleja sólo que hace falta saber ex-
traerla. ¿Cuál era la que se desprendía de lo antedicho? En mi opinión era la siguiente: pri-
mero, el jefe de los escamoteadores había oído hablar puertas afuera, a la servidumbre, res-
pecto al arribo de Mr. Franklin, y descubrió la manera de hacer algún dinero a costa de ello.
Segundo, tanto él como sus dos subalternos y el muchachito (con vistas a obtener esa pe-
queña ganancia a que nos hemos referido) se dispusieron a errar por allí hasta el momento
del arribo de mi ama, con el propósito de retornar entonces y predecir, en forma mágica, la
llegada de Mr. Franklin. Tercero, lo que Penélope había oído no era más que el ensayo de
sus tretas, tal como cuando los actores ensayan una obra. Cuarto, haría yo bien en no perder
de vista esa noche el cesto de la vajilla. Quinto, Penélope no podía hacer otra cosa mejor
que apagar su vehemencia y dejarme a mí, su padre, que me adormeciera de nuevo bajo el
sol.
Esto es lo que me parecía más conveniente. Si tienen ustedes alguna experiencia respecto a
las jovencitas, no habrán de sorprenderse cuando les diga que Penélope no hizo nada de
eso. Según ella, los hechos eran de mucha gravedad. Sobre todo me hizo reparar en la terce-
ra pregunta hecha por el hindú: "¿Vendrá el caballero inglés con eso?”
—¡Oh, padre! —dijo Penélope, enlazando fuertemente sus manos—, ¡no te burles! ¿Qué
significa eso?
—Se lo preguntaremos a Mr. Franklin, querida —le dije—, si es que puedes aguardar hasta
su arribo.
Le guiñé un ojo, para demostrarle que tomaba la cosa en broma. Penélope la tomaba en
serio. Su vehemencia me divertía.
—¿Qué diablos puede saber de esto Mr. Franklin? —inquirí.
—Pregúntale —dijo Penélope—. Y averigua si él, también, toma el asunto en broma.
Luego de este último disparo se alejó de mi lado.
Una vez que se hubo ido, decidí realmente interrogar a Mr. Franklin, sobre todo para tran-
quilizar a Penélope. Lo que hablamos ambos, luego de haberle hecho yo esa pregunta, ha-
brán de hallarlo ustedes expuesto al detalle en el lugar pertinente. Pero, como no deseo des-
pertar la expectativa de ustedes, para defraudarlos más tarde, permítome anticiparles desde
ya —y antes de ir más lejos— que no habrán de hallar ustedes el menor asomo de broma en
la conversación que sostuvimos en torno a los prestidigitadores Con gran sorpresa advertí
que Mr. Franklin, al igual que Penélope, tomaba el asunto en serio. Hasta qué punto lo ha-
cía, podrán ustedes comprobarlo cuando les diga que "Eso", en su opinión, significaba la
Piedra Lunar.