En la quiebra

2111 Words
Marcela      Le subo un poco el volumen a la radio mientras soporto el tráfico de la ciudad, tan típico en las horas pico.  Son las 7:45 a.m. Se supone que todas las empresas inician actividades a las 8:00, pero yo ya no debo preocuparme por los horarios. No a menos que tenga alguna audiencia programada, o alguna consulta con algún cliente.  Ya quisiera yo ser de esos abogados que tienen consultas y audiencias todos los días.  Yo solía trabajar en Orejuela Lawyers Enterprise, la mejor firma de abogados de Colombia. Estaba en la sección de derecho civil, y me sentía muy contenta; el ambiente laboral era muy bueno, salario atractivo, estabilidad...pero todo eso lo perdí por culpa de mis tóxicos celos.  Sí. Perdí mi trabajo por un tema de celos.  Mi mejor amigo, Vlad, un ruso que en realidad es más colombiano que el café, resultó siendo novio de Alejandro Orejuela, el hermano menor del CEO de la firma; y como yo he estado enamorada de Vlad desde que lo conocí en el trabajo, no me aguanté los celos y le hice toda una escenita en el parking del edificio en donde Orejuela Lawyers tiene sus oficinas, casi que revelando la identidad del menor del clan Orejuela —quien se ha mantenido muy bien oculto del público por 20 años—, y el CEO, Fernando Orejuela, quien resultó a su vez siendo novio de Daniela —mi mejor amiga, y quien fue la que presentó a Vlad y Alejandro—, nos despidió a Vlad y a mí.  No. No nos despidió. Nos pidió la renuncia.  Si me hubiera despedido, mi CV hubiera quedado arruinado de por vida, pero el cabrón tuvo consideración conmigo, precisamente porque Daniela abogó por mí.  No me molesté en buscar trabajo en alguna otra firma de abogados. Quise trabajar como independiente, y así fue como resulté rentando una pequeña oficina cerca del palacio de justicia, en una calle por la cual pasaban más drogadictos que potenciales clientes.  El palacio de justicia de Bucaramanga queda en el centro de la ciudad, y como en la mayoría de países latinoamericanos, el centro de una ciudad no es que sea un lugar muy seguro.  Las oficinas de los mejores abogados ni siquiera están cerca del palacio de justicia. En realidad, se encuentran ubicadas en una de las zonas más pudientes de la ciudad, cerca de donde yo vivo. ¿Razón? A los abogados de renombre no los busca la gente del común que camina por las calles del centro de la ciudad, buscando algún abogado que les cobre barato para llevarles un proceso de mínima cuantía.  Pero claro, yo al ser una abogada que hasta ahora está empezando a ejercer como litigante independiente, no me puedo dar el lujo de rentar una oficina fuera del perímetro del centro de la ciudad, empezando porque el alquiler de por sí cuesta un ojo de la cara en esas zonas, y como a duras penas tengo alguno que otro proceso a mi cargo, en realidad estoy gastando más de lo que me estoy ganando.  Se podría decir que prácticamente estoy sobreviviendo con lo que la firma me pagó de liquidación, pero mi cuenta bancaria cada día se está viendo con menos números, y como tengo que pagar las cuotas de mi apartamento, de mi auto, de mi iPhone, las facturas, mis uñas, la tintura del pelo, el gimnasio, mi comida, y algunas cosillas más...simplemente me estoy quedando en la quiebra.  Ni siquiera les he dicho a mis padres que fui despedida de la firma. Se decepcionarán de mí, y de por sí siempre he sido la decepción de mi padre, ¿razón? Se enteró de que perdí la virginidad a los 17 años con un idiota que no deseo ni siquiera recordar su nombre, y como mi papá siempre ha sido un machista de mierda que cree que las mujeres pierden su valor por tener una vida “libertina”, pues me dejó de tratar como su “princesa”.  Fue mi madre la que pagó mi universidad, y posteriormente la que pagó mi posgrado en derecho civil. Es a mi madre a la que debo todo, y a mi padre...solo lo respeto porque es mi padre, pero ya casi no me hablo con él.  Aparco mi lindo auto Mercedes Benz gris en el estacionamiento que queda cerca de mi oficina. La mensualidad de este parking es otro gasto de mi larga lista de gastos necesarios.  Tomo en mis manos los dos capuchinos que preparé en la cafetera de mi casa, la cual Vlad me regaló en la navidad pasada, y me bajo del auto. Los tacones se me hunden entre la tierra y las piedritas que tienen todos los estacionamientos. Carajo.  —Doctora Marcela —me saluda Andrés, el hijo del administrador del parking, y me paso por su pequeño escritorio ubicado en la entrada del lugar y le doy su café.  —Con nata y sin azúcar, como tanto te gusta —le digo, guiñándole un ojo.  Andrés es tal vez una década menor que yo. Yo tengo 26 años, y él apenas está rozando los 18, pero me aprovecho de mi belleza y sensualidad para atraerle un poco al muchacho y que así me rebaje un poco la mensualidad del parking sin que su padre se dé cuenta.  El muchacho se traga un suspiro, y yo continúo mi camino hacia el pequeño edificio de cuatro pisos en donde está mi oficina.  Pasé de trabajar en el edificio inteligente más moderno de la ciudad, a trabajar en un viejo edificio que está que se cae.  Sí. Yo, Marcela González, vestida con un caro traje confeccionado a la medida y con un bolso de Carolina Herrera, trabajando en un edificio destartalado en el cual tengo que empujar la puerta para que abra.  Mi café se derrama un poco cuando empujo la puerta, pero afortunadamente no salpica mi traje ni mi bolso.  Entro a mi pequeña oficina, y me encuentro con que está encharcada por la fuerte lluvia que cayó anoche, y es que la ventana está rota, y el arrendador del local al parecer no se preocupa por arreglarla.  Con el sumo cuidado de no mojar los caros tacones que con tanto esfuerzo compré, trapeo el piso, y las uñas acrílicas casi se me parten cuando retuerzo el trapero en el balde para sacarle el agua.  Dios. Esto fue lo que me busqué por andar de tóxica.  Termino de secar todo, y me siento en la cómoda silla de mi escritorio para checar en mi agenda los pendientes de hoy.  Nada.  No tengo audiencias programadas, ya que los únicos dos procesos que tengo, que son un trámite de divorcio y una pensión alimenticia, están estancados, como todos los procesos judiciales en este país en donde hay ley, pero no justicia.  Chismoseo un rato por chat con Dani, y ella me cuenta que está muy emocionada por el viaje que hará con Fernando por Europa y Asia.  Se me retuercen las entrañas.   Le tengo envidia de la buena a Daniela. Ella en serio que está viviendo una historia de amor de película con su príncipe azul, mientras que a mí me ha ido como los perros en misa en el amor.  Tengo la creencia de que definitivamente ningún hombre vale la pena, y que Daniela lo que tuvo fue suerte con su novio. A mí solo me quieren para sexo y nada más.  “Si te vistes vulgarmente, no esperes que algún hombre te quiera para algo serio”, me había dicho en alguna ocasión el viejo misógino de mi padre.  Yo no me visto vulgar. Me visto como una digna abogada. Mi papá solo me dijo eso porque me gusta mostrar solo un poquitico de escote con mis elegantes chaquetas, pero no es nada con lo que a los hombres se les puedan ir de más los ojos, y aunque yo llegara a mostrar más de lo aconsejable, ¿por qué debería preocuparme por la manera en que los hombres me vieran? Son ellos los salvajes que no se controlan cuando ven algo de piel, no yo.  Pero he de admitir que mi sensualidad sí me ha llegado a traer más problemas que beneficios. Lo primero que me escriben los hombres enfermos en mis r************* es que tengo unas buenas tetas, un buen culo, y que quieren correrse en mi bella boca.  Si yo no fuera tan agraciada físicamente, tal vez algún hombre sí se fijara en mis sentimientos, que considero son muy bonitos, ya que soy una persona leal, y de eso puede dar fe Vlad.  Pero, lamentablemente, se me ocurrió pasar por el quirófano a mis 18 años, dejándome llevar por los comentarios malintencionados de amigos y familiares que hacían alusión a mis pechos pequeños y a mi cuerpo para nada curvilíneo de ese entonces, y me convertí en una mujer un tanto...obsesionada por su físico, hasta el punto de aguantar hambre y hacer más actividad física de la recomendada si me subía un solo kilo.  No soy anoréxica, claro que no. Aguantar hambre completamente solo haría que se cayeran el cabello y las uñas, así que yo opto entonces por mantenerme a punta de batidos dietéticos.   Dejo de pensar en el tema de que ningún hombre me va a amar realmente y que solo se fijará en mis tetas, y miro el paquete que me llegó hace una semana y que lo dejé encima de mi escritorio, todavía sin abrirlo.  Son tarjetas de presentación.  Un abogado de renombre como Fernando Orejuela nunca tuvo la necesidad de salir a los alrededores del palacio de justicia a repartir sus tarjetas de presentación para conseguir clientes, empezando porque ese cabroncete heredó la firma de su padre, y nunca sabrá lo que es tener que salir a buscar trabajo a la calle. La suerte de los niños ricos...  Daniela definitivamente es la mujer más afortunada del mundo. Sin hacer mucho esfuerzo, conquistó a ese idiota que se cree el mejor abogado del mundo —pero no lo es—, y ahora vive una vida de ensueño al ser la mujer de un millonario.  Bueno, en realidad ni siquiera sé de quién es novia. Hace poco salieron unas fotos de ella y su cuñado, el honorable coronel del ejército y actual presidente interino de la república, Carlos Orejuela, besándose de una forma en que unos simples cuñados no se besarían.  Todavía no la he increpado con ese tema, y aunque le mintió a toda la sociedad colombiana diciendo que en realidad su noviazgo con Fernando era falso y que solo estaba fingiendo ser su novia para ocultar la homosexualidad de él, a mí no me engaña.  Yo fui la que tuve que aguantarme a Daniela en esa fase de tonta enamorada, así que a mí no me va a venir a decir que todo fue un montaje. A otro perro con ese hueso.  En fin...ella se queja de su vida de novia mantenida, porque no quiere sentir que depende al 100% de un hombre, pero yo no tendría problema alguno con vivir esa vida, a decir verdad.  Me gusta trabajar, por supuesto que sí, pero si un hombre quiere darme una vida de reina, ¿quién soy yo para decirle que no?  Miro por un buen rato la caja, y me dije a mi misma que debía dejar el orgullo a un lado. No sería la primera ni la última abogada en salir a la calle a repartir su tarjeta de presentación con la esperanza de conseguir clientes.  Abro la caja y saco una buena cantidad de tarjetas y salgo a la calle.  No me llevo mi bolso conmigo ni mucho menos mi celular. Los ladrones están al acecho.  Me paro en una esquina, justo al lado de una notaría. Es un punto muy estratégico, puesto que todas las personas que pasan por ahí es porque están haciendo diligencias judiciales.  Algunos pasan de largo, otros me aceptan las tarjetas, y algunos viejos descarados me dicen que por supuesto que me llamarán, pero dudo que sea para que les lleve algún proceso.  Regreso a mi oficina después de durar todo el día parada en esa esquina repartiendo tarjetas, me siento en mi silla, me quito los tacones y me acaricio los pies ampollados.  Una semana después, al ver que nadie me llama ni se pasa por mi oficina ni siquiera para preguntar cuánto cobro por redactar un derecho de petición, me suelto a llorar sobre mi escritorio.  Con lo que me queda de ahorros, solo puedo sobrevivir por un mes. Después de eso, no sé qué rayos haré.     
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