Mi mamá me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Chevrolet, la
temperatura era de veinticinco grados y el cielo de un azul perfecto y despejado había poco nube como la nieve . Me había
puesto mi blusa favorita, de mangas y con cierres a presión rosa; la llevaba como gesto de
despedida. Mi equipaje de mano era un antrax.
En la península de Francis, al noroeste del Estado de Francia, existe un pueblecito
llamado Canadá cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad
llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi mamá se escapó conmigo de
aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses.
Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impulse al
cumplir los quince años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Carlos, mi papá, había
pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en Cancún.
Y ahora me exiliaba a Canadá, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Chevrolet. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad
que se extendía en todas las direcciones.
—ela —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué
hacerlo.
Mi mamá y yo nos parecemos mucho, exepto por el pelo corto y las arrugas de la risa.
Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía
permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y cilindrada? Ahora
tenía a Philip, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en
el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara
perdida, pero aun así...
—Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso de mentir, pero
había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos meses que ahora casi sonaba
convincente.
—Saluda a Carlos de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volveré tan
pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente. Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y ella se marchó.
Para llegar a Canadá tenía por delante un vuelo de cuatro horas de Seattle, y
desde allí a losAngeles una hora más en avioneta y otra más en coche. No me desagrada
volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con carlos.
Lo cierto es que Carlos había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente
complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya
me había inscrito en el instituto y me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los
dos éramos de platicar que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle.
Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi mamá, yo
nunca había ocultado mi aversión hacia Canadá.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en los Angeles. No lo consideré un presagio,
simplemente era inevitable. Ya me había despedido del sol.
Carlos me esperaba en la camioneta, lo cual no me extrañó. Para las buenas gentes
de Canadá, Carlos es el jefe de policía Aswan. La principal razón de querer comprarme un
coche, a pesar de lo escaso de mis ahorros, era que me negaba en redondo a que me llevara
por todo el pueblo en un coche con luces en el techo. No hay nada que ralentice
más la velocidad del tráfico que un policia.
Carlos me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la
escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, hela —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me sostenía
firmemente—. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Anastasia?
—Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá —no le podía llamar Carlos a
la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Cancún era demasiado ligera para
llevarla a Canadá. Mi mamá y yo habíamos hecho un fondo común con nuestros
recursos para complementar mi vestuario de invierno, pero, a pesar de todo, era escaso. Todas
cupieron fácilmente en el maletero de la camioneta.
—He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato —anunció una vez que nos
abrochamos los cinturones de seguridad. ¿Qué tipo de coche?
Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto para ti» en lugar de
simplemente «un coche perfecto».
—Bueno, es un monovolumen, un Chevrolet para ser exactos.
— ¿Dónde lo encontraste?
— ¿Te acuerdas de wiliam Blake, el que vivía en La carhs?
La carhs es una pequeña reserva india situada en la costa.
—No.
—Solía venir de pesca con nosotros durante el verano —me explicó.
Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar las cosas dolorosas e innecesarias.
—Ahora está en una silla de ruedas —continuó Carlos cuando no respondí—, por lo
que no puede conducir y me propuso venderme su camión por una ganga.
— ¿De qué año es?
Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la pregunta que no deseaba oír.
—Bueno, wiliam ha realizado muchos arreglos en el motor. En realidad, tampoco tiene
tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer que iba a dejar pasar el
tema así como así.
— ¿Cuándo lo compró?
—En 1995... Creo.
— ¿Y era nuevo entonces?
—En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los sesenta, o a lo mejor a finales
de los cincuenta —confesó con timidez.
— ¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría arreglarlo si se estropeara y no
me puedo permitir pagar un taller.
—Nada de eso, hela, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy en día no los fabrican
tan buenos.
El trasto, repetí en mi fuero interno. Al menos tenía posibilidades como apodo.
— ¿Y qué entiendes por barato?
Después de todo, ése era el punto en el que yo no iba a ceder.
—Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de bienvenida.
Carlos me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
—No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
—No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.
Carlos mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se sentía incómodo al
expresar sus emociones en voz alta. Yo lo había heredado de él, de ahí que también mirara
hacia la carretera cuando le respondí:
—Es estupendo, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en Canadá, pero él no tenía
por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le mires el diente, ni el motor.
—Bueno, de nada. Eres bienvenida —masculló, avergonzado por mis palabras de
agradecimiento.
Intercambiamos unos pocos comentarios más sobre el tiempo, que era húmedo, y
básicamente ésa fue toda la conversación. Miramos a través de las ventanillas en silencio.
El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era de color rosa: los
árboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que colgaba de los mismos, el
suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenía un matiz de
verdor.
Era demasiado verde, un planeta alienígena.
Finalmente llegamos al hogar de Carlos . Vivía en una casa pequeña de tres dormitorios
que compró con mi mamá durante los primeros semanas de su matrimonio. Ésos fueron los únicos
Semanas de su matrimonio, los primeros. Allí, aparcado en la calle delante de una casa que nunca
cambiaba, estaba mi nuevo monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un azul
desvaído, con guardabarros grandes y redondos y una cabina de aspecto bulboso. Para mi
enorme sorpresa, me encantó. No sabía si funcionaría, pero podía imaginarme al volante.
Además, era uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren daños, la clase de camioneta
que ves en un accidente de tráfico con la pintura intacta y rodeado de los trozos del coche
extranjero que acaba de destrozar.
— ¡Caray, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!
Ahora, el día de mañana parecía bastante menos terrorífico. No me vería en la tesitura
de elegir entre andar cuantro kilómetros bajo la lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de
policía me llevara en el coche patrulla.
—Me alegra que te guste —dijo Carlos con voz áspera, nuevamente avergonzado.
Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo viaje escaleras arriba. Tenía
el dormitorio de la cara este, el que daba al patio delantero. Conocía bien la habitación; había
sido la mía desde que nací. El suelo es brillante, las paredes pintadas de azul claro, el techo a
dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas... Todo aquello
formaba parte de mi infancia. Los únicos cambios que había introducido Carlos se limitaron
a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando crecí. Encima de éste había
ahora un ordenador de segunda mano con el cable del módem grapado al suelo hasta la toma
de teléfono más próxima. Mi mamá lo había estipulado de ese modo para que estuviéramos en
contacto con facilidad. La mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón.
Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras que debería compartir
con Carlos. Intenté no darle muchas vueltas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Carlos es que no se queda revoloteando a tu
alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que
hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que
sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la
cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una
gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que
me aguardaba al día siguiente.
El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Canadá era de tan sólo cuatrocientos
cincuenta y ocho, ahora quinientos cincuenta y nueve. Solamente en mi clase de cuarto año en
Cancún había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado
juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Yo sería la chica nueva de la gran
ciudad, una curiosidad, un piojo raro.
Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de
Cancún, pero físicamente no encajaba en modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez
bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas propias de
quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de
Cancún, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido
delgada, pero más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación
suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a
cualquiera que estuviera demasiado cerca.
Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser
al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras
me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenía un aspecto
más cetrino y menos saludable. Puede que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi
traslúcida, por lo que su apariencia depende del color del lugar y en Canadá no había color
alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me
engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo por mis carencias físicas. Si no me había
hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba
bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenía mayor
proximidad, estaba en armonía conmigo; no íbamos por el mismo carril. A veces me
preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara
como es debido.
Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el
comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la
lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo.
Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no
conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un
fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y
sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una
jaula.
El desayuno con carlos se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en la escuela y le di
las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme.
Carlos se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la
cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a
juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en
las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado.
Hacía dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un
poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de
estar, que colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era
de la boda de Carlos con mi mamá en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una
amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías
escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a
Carlos de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Carlos no se había
repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más
tiempo, por lo que me puse el Anak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes
empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la
casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El
ruido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava
al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a
escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se agarraba al pelo por
debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Carlos o wiliam
debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a
tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque
en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí.
Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio
funcionaba, un añadido que no me esperaba.
Fue fácil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como
casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela,
sólo me detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del instituto de Canadá. Se parecía a
un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de
color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su
totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde
estaban las alambradas y los detectores de metales?
Aparque frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba
«Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba
en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la
lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un
sendero de piedra flanqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era
pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas
anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj
que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de
plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de
papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del
mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos.
Llevaba una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba
demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
— ¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy hela may —le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de
reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la
caprichosa ex mujer del jefe de policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó todas mis clases y marcó
el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de
asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me
dedicó una sonrisa y, al igual que Carlos, me dijo que esperaba que me gustara Canadá. Le
devolví la sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí,
me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio
comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era
ostentoso. En Cancún, vivía en uno de los pocos cuidad pobres del distrito Paradise Bailey.
Era habitual ver un Mercedes nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El
mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el
motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los
demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no
tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y
respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al
final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de
jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que
había un gran «3» pintado en n***o sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la
esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme
a la puerta. Para paliarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban
impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían en la entrada para colgar
sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez
clara como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no
sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que
descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Masón. Se quedó mirándome
embobado al ver mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por
supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al
fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil
mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la
vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica:
Bronté, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo... y
aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o
si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba
con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo
grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres hela may, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico m*****o de un club de ajedrez.
—hela —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
— ¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que comprobarlo con el
programa que tenía en la mochila.
—Eh... Historia, con Moisés, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado amable, sin duda—.
Me llamo Erick —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza.
Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas.
Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Cancún, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi mamá.
Me miró con aprehensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor
encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear
el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del
gimnasio. Erick me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra
clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el
señor Warner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el
único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis
compañeros. Balbucea, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre
había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba
Canadá. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no
necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de español, y me
acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi
uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados.
No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los
profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas a quienes me
presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas
por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me
saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete
desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde yo me encontraba.
Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de
comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había
peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente
interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los tres chicos, uno era
fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y
rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello del color de la
miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño
dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o
incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura
preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima sólo por
estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía
aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punta
señalando en una dirección, y de un n***o intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más
pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos
tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras
malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o
se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de
sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo,
eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal
vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como
el semblante de un ángel. Resultaba difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia
perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del resto de los estudiantes
y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja
—el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote grácil, veloz, propio
de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su
bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría considerado
posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
— ¿Quiénes son ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me
había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque
probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más
juvenil, la miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos
oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su
rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera
pronunciado su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera
levantado los ojos en una involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa,
igual que yo.
—Son Edwin y Elena Cuyen, y Rosalia y Jasper Hale. La que se acaba de marchar
se llama Ali Cuyen; todos viven con el doctor Cuyen y su esposa —me respondió con un
hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su bandeja mientras
desmayada una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir