(Almendra)
Abrí los ojos y lo vi. Era como un príncipe azul.
Me levanté y lo aparté de mí, no me gustaban los príncipes azules, yo no era una damisela en peligro ni mucho menos. Yo era una mujer fuerte y moderna que no necesitaba de un hombre para vivir, menos de uno tan guapo como aquel, que son los peores, andan con una y con otra porque saben que son ricos. Y no de plata necesariamente.
―¿Estás bien?
Lo miré confundida, ¿por qué me preguntaba eso? Giré la cabeza y vi mi auto incrustado en un poste, ¡maldita sea! En ese momento recordé todo. Volví a mirar al príncipe, digo, al tipo, intenté no caer con el mareo que sentí.
―Estoy bien, fue solo un topón ―aseguré de todas maneras.
Los labios de él se curvaron y se apretaron, yo creo que quiso reírse de mí, mi auto tenía toda la nariz metida en el árbol, no había sido un simple topón y yo lo sabía.
―Bueno, fue más que un simple topón ―admití frente a él―, pero estoy bien, gracias.
―Tu auto no está en condiciones de andar, ¿quieres que te lleve a alguna parte?
―Tendré que llamar a una grúa.
―No te preocupes, yo tengo una, pediré que lo saquen de allí y se lo lleven a donde tú digas.
―Gracias.
―Si quieres, puedo hacer que lo vea mi mecánico, está aquí al lado...
La cabeza me empezó a dar vueltas de nuevo y no entendí nada de lo que me siguió diciendo, para mí, era como si me hablara en c***o, pero se veía tan lindo hablando y moviendo su boca, que no me importó saber lo que decía; solo cuando vi su cara de espanto, me di cuenta de que me estaba cayendo hacia atrás. Él logró sujetarme y yo me aferré a él. Al parecer no había sido un simple golpecito. Tenía sueño y no procesaba muy bien lo que sucedía a mi alrededor. Me parece que lo vi hablando por celular.
―No te duermas ―suplicó.
―Es que no puedo ―respondí―. Me dio mucho sueño.
―Tienes que poder quedarte despierta.
Cerré los ojos y sentí en mis labios sus labios. ¿Qué se creía? Abrí los ojos como platos.
―Eso, mantente despierta, si te duermes, me voy a aprovechar de ti ―socarró.
―Eres un desgraciado ―balbuceé como idiota, el príncipe se había convertido en sapo.
―Sí, y soy peor, así que ni se te ocurra cerrar los ojos.
―Estúpido.
―Eso, sigue ofendiéndome... Me excita más.
―¿Por qué no te vas?
―Porque estoy esperando que te duermas para aprovecharme de ti, ya te lo dije.
―¡Idiota!
Una camioneta se detuvo a nuestro lado y el príncipe convertido en sapo me tomó en sus brazos y me subió al asiento trasero ayudado por el chofer. No me pude resistir.
―¿Dónde me llevan?
―A un lugar muy lindo ―contestó con ironía.
―¿Qué?
―No te taparé los ojos para que veas a donde vamos, que en todo caso no te servirá de nada, no creo que puedas acusarme después.
―¿Me estás secuestrando?
―Sip.
Cerré los ojos, me había topado con un infeliz y yo me sentía tan mal, que aparte de pelear con palabras no podía hacer mucho más y le lancé una sarta de improperios hasta que me cansé y volví a cerrar los ojos, ya no tenía sentido nada. Mejor me entregaba a mi destino.
―¿No me vas a seguir ofendiendo? ¿No vas a reclamarme que soy un infeliz, un desgraciado, un degenerado?
―No tengo fuerzas ―admití.
―Pues deberías, no es gracia si no hay lucha.
―¿De verdad me vas a...?
―¿Qué crees?
Dejé caer mi primera lágrima, hiciera lo que hiciera no podría defenderme, tenía los brazos agarrotados, las piernas como gelatina y mi cabeza como un globo a punto de reventar; los oídos me zumbaban y no podía pensar claro, mucho menos defenderme. Puso su palma contra la mía y entrelazó sus dedos con los míos.
―Oye, no te duermas ―dijo como si me rogara―. No te des por vencida.
―¿Qué?
―Eso. No te entregues sin luchar.
―No puedo, ustedes son dos y yo...
Sonrió con una sonrisa maravillosa y me pregunté por qué abusaba de mujeres indefensas si seguro las tenía a todas a sus pies y su amigo no lo hacía nada de mal tampoco.
Volví a cerrar los ojos. Él me apartó el pelo de la cara.
―Oye, mira, llegamos.
Abrí mis pesados párpados con dificultad y miré hacia afuera, a pesar de que las letras bailaban desordenadas, pude notar que estábamos en un hospital.
Se bajó él primero, dio la vuelta y me ayudó a bajar, su amigo llevó una silla de ruedas y me sentaron en ella. Él tomó mis manos y se agachó frente a mí.
―No te duermas todavía, ¿ok? Resiste un poco más, ya estamos donde te pueden ayudar.
Se colocó tras la silla y entró gritando que yo necesitaba ayuda. Una enfermera se hizo cargo de la silla; el sapo, o príncipe, ya ni sabía qué era, me tomó la mano y me dio un beso en la coronilla de la cabeza.
―Aquí te voy a estar esperando, ¿ok? Quédate tranquila que todo va a estar bien.
―Gracias ―atiné a responder avergonzada, no me quería violar.
Yo a él sí.
Me pusieron en una camilla y me hicieron un montón de preguntas, algunas las entendía, otras, no; luego me llevaron para hacerme una radiografía o algo así y después no supe más porque me dormí.
Desperté en una pieza con una luz muy fuerte.
―¿Cómo te sientes? ―me preguntó el príncipe.
―¿Dónde estoy?
―En Urgencias del hospital Sur, el doctor ya viene, ¿cómo te sientes?
―Bien, un poco mareada y confundida, ¿por qué estás aquí? Se supone que nadie puede entrar aquí si no está enfermo.
―Tengo mis contactos y mis métodos. Tú tranquila.
―Quiero dormir.
―Pareces la Bella Durmiente ―se burló.
―Y seguro tú quieres ser Felipe ―repliqué.
―¿Quién es Felipe?
―Qué ignorante ―me burlé yo―. El príncipe de la Bella Durmiente. ¡Hombres!
―Podría ser, pero, a decir verdad, tu carruaje no me atrae en lo más mínimo. Además, tendría que besarte... ―Puso cara de asco.
―Ya me besaste y no te costó nada ―le recordé con ironía.
Se puso rojo y a mí me dio risa.
―Quería que reaccionaras, era eso o golpearte.
―Ah, claro, no podías darme pequeños golpecitos como lo hace la gente normal, o hablarme o, no sé, hay otros métodos, ¿no? Si no, el mundo entero se estaría besando.
―Te di golpecitos, te hablé, te rogué... Y tú nada de nada.
―Por eso quisiste abusarme.
―¡No te abusé! Ni siquiera fue un beso-beso, fue un piquito.
Sonreí y giré la cabeza, un mareo me hizo sentir muy mal.
―Hey, tranquila, no hagas movimientos bruscos, mira que tus neuronas están dando vueltas por ahí en tu cabeza todavía.
―¿Fue muy grave?
―No, no hay lesión cerebral, pero sí a nivel neuronal, salieron volando las pobres con el choque, ¿a qué velocidad ibas?
―No iba tan rápido, iba recién saliendo, se me atravesó un caballo blanco y por hacerle el quite me fui contra el poste, el problema es que mi chala se enredó y quedó apretando el acelerador y no pude frenar. Fue todo muy rápido en todo caso, yo creo que por eso fue más alaraco el asunto.
Abrió mucho los ojos.
―Menos mal que no te pasó en la carretera.
―No se atraviesan caballos allí.
―Pero sí otros autos. Además, no sé de dónde pudo salir un caballo blanco, no hay ni uno cerca, el único que había se murió hace mucho tiempo.
―Yo lo vi, ¿por qué, si no, habría chocado de una forma tan tonta?
―A lo mejor te querías estacionar y le echaste la culpa a un caballo inexistente.
―No soy buena para estacionar, lo reconozco, pero no para tanto.
Me miró fijo y yo me sentí incómoda con su mirada.
―Ya, pues, no me mires así que me pones nerviosa.
Me regaló una radiante sonrisa.
―¿Te pongo nerviosa? ―preguntó coqueto
―Pero no así, tonto, me pones nerviosa porque siento que me recriminas por haber chocado.
La seriedad cubrió su rostro en un nano segundo.
―No te recrimino, un accidente puede pasarle a cualquiera, además, si ese caballo estuvo allí, las consecuencias pudieron ser peores si no lo hubieras esquivado.
―Sí, pobre caballo.
―¡Pobre de ti! Hasta podrías haber dado vuelta tu auto.
Lo miré aterrada.
―Chocar con uno de esos animales no es juego, Almendra, es muy serio.
―¿Cómo sabes mi nombre?
―Tuve que hacer el ingreso, saqué tus datos de tu bolso que, por cierto, está muy desordenado.
―Espero que no me hayas botado nada.
―Claro que no, ¿quién crees que soy? La ordené, sí, porque quise sacar tu billetera y salió todo volando, papeles, boletas, pedazos de lana...
―No eran pedazos de lana ―reclamé―, eran pulseras, mira.
Extendí mi brazo donde tenía pulseras de lana hechas por mí.
El arrugó la frente.
―A mí me gustan, ¿ya?
―Son bonitas, se te ven bien.
Entonces me apartó un mechón de pelo y miró mis aros que también eran de lana.
―Sí, también los hice yo ―dije antes de que me preguntara nada.
Por un momento, me avergoncé de ellos, la mayoría de los hombres gustaban de chicas sofisticadas con joyería fina y no sacadas de un tutorial de manualidades.
―Debes hacer muy difícil a tu pololo el regalarte algo.
―No tengo pololo y no sé por qué tendría que complicársele.
―Porque, ¿qué se le regala a una mujer? Chocolates, flores y joyas. ¡Solo dejas los chocolates, mujer! Si vendes flores y haces joyas
―¿Cómo sabes que vendo flores?
―¿Por las tarjetas de visita que tienes podría ser?
―Bueno, igual, no sé de qué te preocupas, tú no eres mi pololo ni me vas a regalar nada.
―Eso nunca se sabe, Almendra Ríos, nunca sabe ―lo dijo como una sentencia y luego sonrió con su sonrisa de príncipe de cuento.
Deseé dormirme para que me despertara con un beso.