Los sueños se cumplen
(Almendra)
Estaba feliz.
Por fin tenía en mis manos la Posesión Efectiva de mi nuevo terreno, donde podría sembrar mis propias flores y plantas para mis tiendas. Un par de trámites más y sería absolutamente mío.
Entré a mi florería y vi a Roxana que atendía a un cliente, al parecer, el hombre había cometido un error garrafal a juzgar por el ramo de rosas que compraba. En esos cinco años, desde que abrí aquel lugar, me había dado cuenta de que pocos eran los que regalaban flores por simple y puro amor. La mayoría, o era por aniversarios, o para celebrar algo, o para reparar algún daño.
―Hola, Roxana, ¿qué tal? ―saludé a mi amiga, ella era más que una empleada para mí.
―Bastante bien, parece que este fin de semana varios quieren tener Luna de Miel ―me contestó con una sonrisa cómplice, mirando al hombre que terminaba de pasar su tarjeta de p**o.
―Espero que por fin mi novia me dé el “Sí”, las mujeres de hoy en día no quieren casarse ―comentó el hombre muy nervioso.
―Ojalá nuestras rosas le ayuden en eso ―contesté.
―Yo también lo espero. Gracias.
El hombre se retiró bajo nuestra atenta mirada.
―Me equivoqué, pensaba que ese hombre se había mandado un gran desliz ―le comenté a mi amiga.
―No eres única, es que ya tantos que vienen para arreglar sus entuertos, que es lo primero que uno piensa.
Sonreímos culpables y yo me dirigí a mi oficina.
Luego de acomodarme ante mi escritorio, abrí la carpeta que contenía los documentos del traspaso del bien recién adquirido y una enorme sonrisa se instaló en mi cara.
¿Qué más podía pedir? Tenía mi propia tienda, muy pronto abriría una sucursal en el sector céntrico de la ciudad y poseía mi propio terreno, ya no necesitaría depender de los proveedores de flores, que no siempre cumplían con su parte del contrato. Así que, en alrededor de un año, podría contar con mi propia producción. Ya tenía a los mejores en mira para que se unieran a mi proyecto.
Luego de realizar algunas llamadas y contactar con las personas que trabajarían conmigo, me di cuenta de la hora: las ocho y media. Roxana se despidió de mí y cerró la tienda. Yo me quedé un rato más pensando en todo lo que había logrado en cinco años. Que mis padres me botaran de casa fue lo mejor que me pudo pasar en la vida. En el momento, debo admitir que no lo entendí y los odié por ello, pero eso fue lo que me dio el impulso para hacer lo que siempre había soñado; ser mi propia jefa y tener mi propia tienda de flores.
Me levanté de mi sillón, no quería pensar en eso, estaba demasiado feliz para recordar malos momentos.
Llegué a mi casa, la que se encontraba en el sector alto de la capital. Nada más entrar, me quité el sujetador, el pantalón, me saqué las sandalias y me dejé caer en mi adorado puf gigante que tenía en medio de la sala, en el que cabía entera y sentía que me abrazaba, pues se hundía donde yo estaba, pero alrededor se mantenía inflado. Muchas noches dormía allí, lo prefería a mi fría y dura cama. Me arropé con mi manta; a pesar de que el verano no llegaba del todo, el calor ya se podía sentir, de todas formas, me gustaba dormir tapada. Ni cuenta me di en qué momento me dormí, había estado casi todo el día en un ir y venir: a la notaría, al abogado, al banco y un largo etcétera entre las cosas del traspaso y de la tienda.
Al día siguiente, aunque era sábado tendría que seguir trabajando, debía ir a supervisar las obras en la nueva tienda. Esa abriría todos los días, pues estaba cerca de un centro comercial que movilizaba gente todo el día y hasta entrada la noche, por lo que tendría que contratar a dos dependientes más; otro asunto del que debía preocuparme.
Me levanté temprano luego de una reparadora noche; me di una corta ducha para no desperdiciar la escasa agua que queda en el planeta; me vestí con unos pantalones de algodón colorido y unas sandalias naranjas; mi pelo, largo y crespo, me lo até en una moña con un cintillo elástico que había tejido yo misma; me coloqué unas pulseras hechas de lana que también había tejido hacía un tiempo; me encantaban las cosas así, no usaba joyas de oro ni diamantes, no me gustaban; creo que eso era lo que más odiaban mis padres de mí; ellos eran de alta alcurnia y no podían soportar que su hijita los pusiera en ridículo en las fiestas con otros magnates luciendo joyas de lana o macramé y no sus caros regalos de piedras preciosas. En fin, ya he dicho que no quería pensar en ellos.
La tienda nueva estaba quedando hermosa, con muchos colores que combinarían a la perfección con mis flores. Ya pronto llevaría los cuadros que había pintados. Ellos eran, para mí, la máxima expresión de mis sentimientos y emociones; casi todos plasmaban la naturaleza, a la que tanto amaba.
Los trabajos avanzaban muy bien y en solo dos semanas iba a hacer la gran inauguración, a la que había invitado a los clientes frecuentes de mi primera tienda, amigos, algunos proveedores, vendedores e, incluso, a los repartidores. Claro, no todos estaban de acuerdo en lo último, pues pensaban que los repartidores no tenían derechos y para mí lo tenían tanto como cualquier otro que tuviese algo que ver con la tienda. Así que, con todo arreglado, esperaba que todo saliera muy bien. Es más, una conocida revista semanal dedicada al arte y la decoración, de un diario muy respetado, me pidió una entrevista para publicarla el mismo día de la apertura, por lo que estaba segura de que mis padres verían mi logro: era su periódico favorito. Por fin verían que mis sueños se habían cumplido y que el método que ellos querían para mí, para obtener dinero, no era el mejor.
Salí de allí y me fui a comprar algunas cosas que necesitaba para mis artesanías; luego, almorcé una ensalada fresca y liviana, ya que quería ir a ver el terreno pronto para comenzar con la preparación de la tierra lo antes posible y no quería estar con el estómago pesado. Cosa que me fue muy beneficiosa más tarde.
El camino hacia mi campo era muy transitado, por lo menos hasta salir de la ciudad; tras dejar la autopista, los diez minutos hasta mi propiedad, era bastante tranquilo. Estacioné fuera del enrejado, no quise entrar mi auto. Ingresé al terreno y contemplé todo lo que me pertenecía. Eran treinta hectáreas que esperaba crecieran con el tiempo. Era un terreno enorme que más grande se veía al no tener nada, solo tierra que trabajar; todavía el cierre era de alambre, pero muy pronto eso cambiaría y tendría una pared cubierta de hiedra. Casi lo pude ver, lo visualicé y todas mis energías positivas las lancé hacia el infinito para que aquello resultara tal como lo había planeado. Demasiado sacrificio y esfuerzo había realizado en esos años para que saliera mal. Yo sabía que cada uno de mis sueños se iban a cumplir.
Caminé hasta una casita ubicada a escasos metros de la entrada, estaba con candado por fuera y, según me había explicado el abogado que hizo el trámite, así estaría cuando yo llegase, por lo que me entregó la llave pues se suponía que allí guardaban las mangueras y algunas cosas que él no sabía para qué las usaban, pero que yo podía quedarme con todo sin problema; aquello fue un fundo de alguien que había fallecido, su hijo estaba vendiendo la mayoría del terreno por hectáreas y no quería saber nada de las cosas de ese lugar.
Al fondo, muy lejos, apenas visible entre un montón de árboles, pude ver lo que supuse era la casa del dueño, un caserón enorme, blanco y solitario.
Me arrodillé en la tierra, quería volver a corroborar lo buena que era para las cosechas. Tomé un poco entre mis dedos. Sí, era tierra perfecta, según el abogado, la esposa del exdueño trabajaba aquel terreno con rosas, claveles, algunos árboles frutales y pasto. Sin embargo, cuando la mujer falleció, el esposo hizo sacar todo de raíz, no quería recuerdo alguno de ella; así fue como quedó en nada y, por lo mismo, era buena tierra para sembradío.
Me acerqué a la casita, parecía una casa de muñecas por dentro, por fuera estaba corroída, con la pintura descascarada, con algunas tablas sueltas, pero, por dentro, tenía una mesita, dos sillas, una pequeña cocina de dos platos y un lavaplatos casi en miniatura; un pequeño mueble en el que estaban guardados dos tazas, dos platillos, dos platos hondos y dos bajos; una cama de una plaza y otro mueble donde había una manguera retráctil y unas herramientas de jardín.
Pensé en qué haría esa mujer allí, así, con esas cosas, ¿qué diría su marido de eso? Era como si esa hubiese sido una segunda casa, pero por fuera no quisieran que se supiera, pues, en el exterior, solo parecía una casucha de bodega.
Decidí no pensar en eso, esas cosas eran mías, pues su dueño dijo que no quería nada de aquello, miré todo lo que me pertenecía y pensé que luego tendría que tener algún sistema de regadío, pues sería una tarea titánica regar todo aquel enorme predio.
Por detrás de aquella casita, pude descubrir que quedaba vivo un rosal, apenas, pequeño, como el sobreviviente de una tormenta. Era una pequeña planta con una sola rosa roja. La regué con cariño y luego acaricié sus hojas. No me pinchó. Era un rosal muy amigable.
―Hola, hermoso, tenías sed, no te preocupes, ya estoy aquí yo para cuidarte, nadie te hará daño y crecerás grande y fuerte, serás el hermano mayor de las demás plantas que traiga hasta este lugar. Serás el líder, tendrás que enseñarles cómo sobrevivir, cómo vivir, cómo llevar alegría a mucha gente.
Me levanté luego de volver a hacerle cariño y regué los alrededores de la casita. Al finalizar, guardé todo para irme a mi casa; pasé a despedirme de mi rosal.
―Hasta mañana, vendré cada día a verte, ¿sí?
Me fui feliz, renovada, con la esperanza de que todo me saldría mejor de lo que esperaba, pues el rosal era una señal de ello. Era un resiliente como yo, había sabido enfrentarse al odio de los demás y a la destrucción. Si mi nuevo rosal lo había hecho, yo lo haría con mayor razón.