CAPÍTULO TRES
Kate no perdió tiempo. Regresó a casa y por un instante se quedó sentada en el escritorio de su pequeño estudio. Miró por la ventana, hacia su pequeño patio. El sol entraba por el vano, dibujando un rectángulo de luz en su piso de madera. El piso, al igual que los del resto de su casa, mostraba rayones y arañazos acumulados desde la construcción de la misma en la década de los años 20. Ubicada en la zona de Carytown, en Richmond, Kate a veces se sentía fuera de lugar. Carytown era una pequeña sección en auge de la ciudad, así que sabía que muy pronto terminaría por mudarse a algún otro lado. Tenía dinero suficiente para conseguir una casa donde quisiera pero la sola idea de mudarse la agotaba.
Era la clase de falta de motivación que quizás había hecho de su jubilación algo duro. Eso y el rehusarse a dejar atrás la memoria de aquellos con los que había compartido en el Buró a lo largo de esos treinta años. Cuando esos dos sentimientos chocaban, a menudo se sentía desmotivada y sin ninguna verdadera perspectiva.
Pero tenía ahora la solicitud de Deb y Jim Meade. Sí, era una solicitud inadecuada pero Kate no veía nada malo en hacer al menos unas llamadas. Si no salía nada, al menos podría llamar a Deb para hacerle saber que había hecho su mejor intento.
Su primera llamada fue para el Subcomisionado de la Policía Estatal de Virginia, un hombre llamado Clarence Greene. Había trabajado estrechamente con él en varios casos a lo largo de la última década de su carrera y se tenían un mutuo respeto. Esperaba que el año transcurrido no hubiese anulado esa relación. Sabiendo que Clarence nunca estaba en su despacho, optó por desestimar el teléfono fijo y lo llamó al celular.
Justo cuando pensaba que la llamada no iba a ser contestada, una voz familiar la saludó. Por un momento, Kate se sintió como si no hubiera dejado el trabajo.
—Agente Wise —dijo Clarence—, ¿cómo diablos le va?
—Bien —dijo—, ¿y a ti?
—Como siempre. Tengo que admitir, sin embargo... que pensaba que ya no iba a ver aparecer tu nombre en mi teléfono.
—Sí, en cuanto a eso —dijo Kate—, odio acudir a ti con algo como esto después de más de un año de silencio, pero tengo una amiga que acaba de perder a su hija. Le di mi palabra de que me informaría sobre la investigación.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó Clarence.
—Bueno, el principal sospechoso era el ex-novio de la hija. Parece que fue arrestado y luego dejado ir al cabo de unas tres horas. Como es natural, los padres se están preguntando por qué.
—Oh —dijo Clarence—, mira... Wise, realmente no puedo decírtelo. Y con todo el debido respeto, tú ya deberías saber eso.
—No estoy tratando de interferir con el caso —dijo Kate—. Solo me preguntaba porqué no se le ha dado a los padres una razón concreta para dejar ir al sospechoso. Ella es una madre adolorida que busca respuestas y...
—De nuevo, déjame ponerte un alto —dijo Clarence—. Como bien sabes, yo trato con mucha regularidad con madres, viudas y padres adoloridos. Solo porque tú ahora mismo me lo pidas no significa que yo puedo romper el protocolo o mirar hacia otro lado.
—Habiendo trabajado conmigo de manera tan cercana, sabes que procuro solo lo mejor.
—Oh, estoy seguro de que lo haces. Pero la última cosa que necesito es a una agente jubilada del FBI husmeando en torno a un caso abierto, sin importar la distancia que parezca poner. Tú tienes que comprender eso, ¿correcto?
Lo molesto de eso era que ella lo comprendía. Aún así, tenía que intentarlo por última vez. —Lo consideraría un favor personal.
—Seguro que sí —dijo Clarence, con una pizca de condescendencia—, pero la respuesta es no, Agente Wise. Ahora, tendrás que excusarme, estoy a punto de dirigirme a la corte para hablarle a una de esas viudas adoloridas de las que acabo de hablarte. Siento no haber podido ayudarte.
Finalizó la llamada sin decir adiós, dejando a Kate contemplando en el piso de madera el cambiante rectángulo de luz solar. Meditó su próximo paso, advirtiendo que el Subcomisionado Greene acababa de revelarle que estaba a punto de salir para la corte. Suponía que el paso más inteligente sería tomar la negativa a ayudarla como una derrota. Pero su falta de disposición a ayudarla solo la hacia desear continuar indagando con mayor ahínco.
Siempre me dijeron que tenia fama de testaruda como agente, pensó mientras se levantaba. Es bueno ver que algunas cosas no han cambiado.
***
Media hora después, Kate aparcaba su auto en el estacionamiento adyacente a la Estación Policial del Tercer Precinto. Basándose en el lugar donde había sucedido el homicidio de Julie Meade —de casada Julie Hicks—, Kate sabía que esta sería la mejor fuente de información. El único problema era que aparte del Subcomisionado Greene, ella en realidad no conocía a nadie más dentro del departamento, mucho menos en el Tercer Precinto.
Entró a la oficina con confianza. Sabía que había ciertas cosas acerca de su situación actual que un oficial observador notaría. Primero que nada, no llevaba un arma al costado. Tenía un permiso para llevar una oculta, pero considerando lo que la ocupaba en ese momento, supuso que podría causarle mas problemas que beneficios si era descubierta siendo deshonesta, incluso en cosas muy pequeñas.
Y la deshonestidad era realmente algo que ella no se podía permitir. Retirada o no, su reputación estaba en juego —una reputación que había construido con esmero a lo largo de más de treinta años. Iba a tener que caminar por una línea muy fina en los próximos minutos, y eso le agradaba. No había estado así de ansiosa en todo el año que había pasado como jubilada.
Se acercó a la recepción, un área brillantemente iluminada separada de la sala central por un panel de vidrio. Una mujer uniformada estaba sentada ante el escritorio, sellando un libro de novedades mientras Kate se aproximaba. Levantó la vista hacia Kate con una cara que lucía como si una sonrisa no la hubiera iluminado en varios días.
—¿Que puedo hacer por usted? —preguntó la recepcionista.
—Soy una agente retirada del FBI, y busco información sobre un asesinato reciente. Me gustaría conocer los nombres de los oficiales a cargo del caso.
—¿Tiene una identificación? —preguntó la mujer.
Kate sacó su licencia de conducir y la deslizó por la abertura de la división de vidrio. La mujer la miró por todo un segundo y la deslizó de regreso. —Voy a necesitar su identificación del Buró.
—Bueno, como dije, estoy retirada.
—¿Y quién la envió? Necesitaré su nombre e información de contacto y luego ellos tendrán que hacer una solicitud para poder facilitarle la información.
—En realidad esperaba saltarme los requerimientos legales.
—No puedo ayudarla entonces —dijo la mujer.
Kate se preguntó qué tanto más podría insistir. Si iba demasiado lejos, alguien seguramente notificaría a Clarence Greene y eso podría ser malo. Se devanó los sesos, tratando de pensar en otro curso de acción. Solo se le ocurrió una cosa y era más arriesgada que lo que estaba intentando.
Con un suspiro, Kate dijo secamente: —Bueno, gracias de todas formas.
Se dio la vuelta y salió de la oficina. Estaba un poco avergonzada. ¿Qué diablos había estado pensando? Incluso si ella todavía tuviera su identificación del Buró, sería ilegal para el Departamento de Policía de Richmond darle alguna información sin la aprobación de un supervisor en Washington.
Era más allá de la humillación caminar de regreso a su auto con una sensación tan tremenda —la sensación de ser una simple civil.
Pero una civil que odia recibir un no por respuesta.
Sacó su teléfono y llamó a Deb Meade. Cuando esta respondió, aún sonaba agotada y ausente.
—Siento tener que molestarte, Deb —dijo—, pero, ¿tienes el nombre y la dirección del ex-novio?
Resultó que Deb tenía ambos datos.