CAPÍTULO UNO

2058 Words
CAPÍTULO UNO El Maestro de los Cuervos miraba alrededor de Ashton y sonreía por el modo en el que empezaba a cumplir con sus expectativas. Unas nubes de humo se alzaban por encima de ella desde aquellas secciones que sus hombres estaban despejando con fuego, desde las forjas que aún estaban produciendo armas en masa, de los fuegos que alimentaban sus hombres, hierros de marcar para los cautivos y hierros ardientes para tormento de aquellos que intentaran alzarse contra él. —Venid a mí —dijo, extendiendo un brazo—. Mostradme. Los cuervos descendieron desde el cielo y se posaron sobre la tela extendida de su gran capa, clavando sus garras en la carne que había debajo y llenaron el aire que le rodeaba con sus graznidos. Cada uno de ellos, al posarse, traía con él las vistas, los ruidos y los olores de una ciudad en ruinas, y cada una de las imágenes no hacía más que ensanchar la sonrisa del Maestro de los Cuervos hasta formar un pronunciado rictus. El primer cuervo le mostró las ruinas de las periferias de la ciudad, donde los niños famélicos escapaban de niños famélicos más mayores, con cuchillos y garrotes en sus mugrientos puños. Los edificios eran escombros, madera astillada y piedras desperdigadas yacían en montones en los que sus cuervos revolvían en busca de los c*******s que había debajo. El Maestro de los Cuervos notaba los momentos en los que los encontraban y los chorritos de la vida perdida fluían hasta su interior. Le llegaba más poder de las horcas y las ruedas de despedazar, los postes para atar y las jaulas. Un batallón entero de sus tropas estaba trabajando en ellos y obligaban a los criminales a entrar y casi todo el mundo en Ashton era un criminal bajo las leyes del Nuevo Ejército. Estaba el chasquido de los mosquetes mientras los soldados practicaban con sus rifles con los condenados y siempre, siempre, la caída de los cuervos sobre aquellos que se desplomaban. Aún más llegaba de los lugares donde la gente que quedaba en la ciudad hacía los trabajos pesados, obligados a transportar y forjar, cavar y construir. No había nada de tiempo para pausas y poco para dormir. A los que caían les pegaban hasta que se levantaban, y los que no se levantaban se convertían en comida para sus mascotas. —Más —decía él, pues el hambre siempre estaba ahí. Los cuervos exigían más y él tenía que alimentarlos. Sus palabras resonaban por toda la ciudad, a través de las gargantas de miles de pájaros—. Danos más de comer. No lo necesitaba solo por el hambre. Su mente se movía rápido, buscando un cuervo detrás de otro, desplegándose más allá de la ciudad, para que pudiera ver el resto del país. Veía campos y ciudades, el avance de sus ejércitos y los lugares donde la gente del reino buscaba construir el suyo propio. —¿Debería destrozaros ahora o más tarde? —se preguntaba. Ahora empezaría fácilmente una sublevación. Sin embargo, más adelante, cuando hayan acumulado más seguidores… entonces la avalancha de muerte será mucho mayor. El poder será muchísimo mejor. Otro cuervo le mostró la razón por la que necesitaba ese poder. Allá abajo estaba el Hogar de Piedra, a salvo dentro del largo muro que lo rodeaba, las piedras altas colocadas a intervalos servían como apoyos para el escudo al que podían llamar los que se encontraban dentro. El Maestro de los Cuervos veía más gente allá debajo de la que debería caber en un espacio así: al menos la mitad o más de los que habían huido de Ashton y el rey, Sebastián y… Incluso desde allá arriba, era imposible pasar por alto el brillante resplandor de la niña. La hija de Sofía Danse brillaba con una fuerza que podría eclipsar al sol y que incluso podría bastar para saciar a los cuervos. Con una fuerza como esta, un hombre podría volverse inmortal sin necesidad de matar más, sin volver a extender las alas negras. Podría tener el poder suficiente para tomarlo absolutamente todo. Regresó a su propio cuerpo y se dirigió a los ayudantes que aguardaban un poco apartados. Con ellos estaban varios de sus capitanes, que parecían nerviosos, como aprendían a estarlo sus seguidores con el tiempo. —¿Qué avance ha habido? —exigió, oyendo el graznido de su voz ronca. Siempre estaba peor cuando había pasado mucho tiempo en las mentes de sus pájaros. Señaló a uno de los capitanes al azar pues imaginaba que, de otro modo, pasarían el tiempo discutiendo acerca de quien tenía que ser el primero, o el último. —Mis hombres continúan capturando a los rezagados —dijo el hombre—. La gente continúa viviendo en sótanos y en chabolas como ratas, pero… —El siguiente —dijo el Maestro de los Cuervos, interrumpiéndole. —Nuestro control sobre el campo de alrededor es casi completo —dijo otro de los capitanes—. Se han implementado las nuevas leyes y hemos empezado a… —El siguiente —dijo el Maestro de los Cuervos. —Hay un noble que se ha proclamado a sí mismo rey y… —¿Tú crees que yo no sé eso? —exigió, mientras la irritación crecía en su interior—. Ya nos encargaremos de todo esto, pero no es en absoluto relevante. —Discúlpenos, mi señor —dijo uno de los ayudantes—, pero ¿qué es lo que desea oír de nosotros? —Quiero saber del progreso en cuanto a a****r el Hogar de Piedra. Quiero oír que habéis encontrado una solución para ese maldito escudo que han levantado. —Mandamos ingenieros para que intentaran socavar sus muros —dijo el ayudante. El Maestro de los Cuervos dirigió la mirada hacia el hombre. —¿Y? —Los masacraron unas incursiones de gente de allí. Había neblina y… —Y cuando se disipó estaban muertos. Sí, sí —dijo el Maestro de los Cuervos irritado—. ¿Qué más? —Los cañones no funcionan contra el escudo —dijo uno de sus capitanes—. Ni tampoco ninguna clase de ataque físico. —No me contéis lo que no funciona —dijo el Maestro de los Cuervos—. Ya sé que mi ejército no puede abrirse camino. —Estamos buscando a alguien que pudiera tener una solución —dijo un ayudante—. Pero se han mostrado reacios a ofrecerse, incluso con promesas de riqueza. Por supuesto que eran reacios. Cualquiera que tuviera ese tipo de conocimiento, sin duda también tendría una chispa de talento mágico, y ahora mismo sería de todo menos probable que cualquiera que fuera así ayudara al Nuevo Ejército. Tendrían demasiado miedo de lo que les podría pasar después. —Buscad entre todos los documentos —dijo el Maestro de los Cuervos—. Quiero que busquéis obras de magia. Quiero que todo hombre que sepa leer, todo ayudante, todo capitán que no esté en activo luchando busque en las bibliotecas de la ciudad. Publicad una recompensa. Cualquier hombre o mujer que traiga información relacionada con el escudo que rodea el Hogar de Piedra será perdonado, se le dará oro y un lugar en mi ejército, aunque tenga su propia magia, aunque sean sacerdotes de la Diosa Enmascarada, o nobles, o cualquier otra cosa. Encontradme una solución y perdonaré cualquier cosa. ¡Debo tener a esa niña! Se marchó de vuelta al palacio de Ashton, que se había vuelto tan perverso y cambiado como el resto de la ciudad. No le importaban los agujeros que se habían hecho en la pared por las explosiones en el curso de la batalla, o los despachos y alojamientos que se habían apoderado de lo que antes eran nobles alcobas. De una de las habitaciones salieron unos gritos mientras sus interrogadores trataban de persuadir a un sirviente para descubrir lo que sabía de la ciudad. El Maestro de los Cuervos se encogió de hombros y siguió adelante. Se detuvo brevemente al pasar por delante de un espejo bañado en oro, la visión de su reflejo cautivó su atención por un momento. La complexión alta, rodeada por una capa oscura y cubierta de cuervos, era la misma de siempre, pero lo que le llamó la atención fue la pequeña marca roja que destacaba vivamente en contraste con la palidez de su piel. Al acercarse, aún podía distinguirse la forma de la huella de la mano de una niña, que estaba ahora tan roja como lo había estado en los segundos después de que la Princesa Violeta le hubiera tocado allí. A no ser que la tocara, ahora no le dolía la quemada, pero era un recordatorio de que ella tenía el poder de herirlo, y eso no se podía pasar por alto. —¡Mi señor, mi señor! —gritó un sirviente, que se metió en el camino del Maestro de los Cuervos. Por unos breves instantes, consideró matar al hombre por la interrupción, pero un insignificante toque extra de poder como ese no compensaría todo lo que se le había escapado de las manos. —¿Qué pasa? —exigió el Maestro de los Cuervos. —Mi señor, hay un hombre que quiere verle. Dice que es urgente. De nuevo, el Maestro de los Cuervos reprimió la necesidad de a****r. —Pienso… que podría querer verle, mi señor —dijo el hombre. El Maestro de los Cuervos se puso erguido y miró fijamente al hombre con la mirada inerte. —Muy bien. Guíame. Y si creo que no es muy interesante, acabarás en una jaula de cuervos. Vio que el hombre tragaba saliva. —Sí, mi señor. El sirviente marcó el camino hacia el salón de baile del palacio, que se había convertido en un salón del trono para su ocupación. Ahora los espejos estaban rotos en su gran mayoría y reflejaban fragmentos desmenuzados. La mayoría estaban al fondo, flanqueados por los guardias del Nuevo Ejército. Uno estaba mucho más adelante, con la cabeza afeitada, vestido con ropa oscura, su mente bloqueada con la clase de escudo que sugería un poder. —Has corrido un serio peligro viniendo aquí —dijo el Maestro de los Cuervos—. Debes hablar rápido, seas quien seas. —¿Sea quien sea? —dijo el hombre—. Míreme de cerca. El Maestro de los Cuervos lo hizo y se dio cuenta de a quién le estaba hablando. Había visto esa cara antes, aunque con pelo, y normalmente durante breves periodos antes de que mataran a sus cuervos. —Endi Skyddar —dijo—. El peligro que has corrido es incluso más grande de lo que pensaba. Debes hablar rápido. ¿Por qué debería dejarte vivir? —Me he enterado de que tiene un problema —dijo Endi—. Se ha topado con un problema con la magia que no sabe desentrañar. Yo me he topado con mi propio problema: yo y mis hombres no tenemos ningún lugar al que ir. Quizá podríamos ayudarnos. —¿Y cómo podemos ayudarnos? —preguntó el Maestro de los Cuervos—. Y no eres tu hermano Oli, para conocer las historia de esas cosas. Y eres un Skyddar, uno de mis enemigos. —Yo era un Skyddar —dijo Endi—. Ahora no tengo nombre. Y respecto a lo que yo sé, los secretos y las cosas escondidas eran asunto mío. Yo podría haber oído hablar de un hombre al que se le pidió consejo por un asunto mágico. Podría ser que cuando resultó que mis primos tenían poder, yo investigué maneras de contrarrestar cosas de estas. —Entonces ¿qué estás pidiendo? —exigió el Maestro de los Cuervos. —Denos a mí y a mis hombres un puesto de honor en su reino y en su ejército —dijo Endi—. A cambio, yo le proporcionaré un ritual que debilitará los muros del Hogar de Piedra y cualquier otra magia que le pongan delante. Eso le daría acceso a la ciudad al Maestro de los Cuervos. Esto le daría a la hija de Sofía. Con todo ese poder en sus manos, podía permitirse ser generoso. —Muy bien —dijo—. Trato hecho. Pero si me fallas, te mataré a ti y a todos tus hombres.
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