Capítulo 40

1260 Words
Cada vez me sentía más cerca de encontrar rastros de ese tal Miguel que me tenía tan obsesionada. Eso es lo que pensaba. El gigantesco parque de Campo Marte era un punto de partida, pero el problema es que la zona es amplia, había cambiado mucho pues se supone que ya habían transcurrido más de sesenta años desde que ese fulano era un niño. Es lo que había deducido pensando, por ejemplo, en el gol de Toto Terry a Brasil. Eso había sido en 1957, es decir mucho más de medio siglo atrás. Las personas que yo buscaba o serían muy ancianos o simplemente ya habrían fallecido. La otra duda que martillaba mi cabeza era si es que entre Miguel y yo, hubo alguna otra vida intermedia. Cuando yo nací, terminando el siglo pasado, Miguel, calculo, podría haber sumado alrededor de 60 años. Lo más lógico, si ese sujeto pertenecía a mi vida pasada, habría fallecido cuando yo nacía. Eso pienso. Entonces, cuando él era un gran mujeriego, enamorando chicas por doquier, no podía ser tan viejo y sumaría, máximo, entre 30 ó 35 años, no más. De lo contrario le sería muy difícil seducir a las muchachas. Él debía estar, ciertamente, en una edad pletórica en su masculinidad y yo pienso que las tres décadas es una edad formidable e interesante en un hombre. Entonces, Miguel debió morirse cerca de 1970, a menos que se haya retirado a sus cuarteles de invierno, después de haber conquistado a tantas chicas. Las dudas entonces que yo tenía eran varias: si hubo alguien entre la vida de Miguel y mi nacimiento o este singular Juan Tenorio de los años cincuenta del siglo anterior, se jubiló antes de tiempo en el arte de enamorar mujeres, se casó o quizás se volvió loco o algo así, je. Todo eso me apasionaba, sin embargo. como les digo, me había obsesionado en tratar de dar con el paradero de Miguel. En los momentos que tenía libre en el diario navegaba en el internet, buscando informaciones sobre él. Ponía en el buscador claves como "Miguel, año 1950, Lima Campo Marte" o "mujeriego Miguel Lima año 1950", y cosas así, pero no tenía mucho éxito. No había nada de nada en la web que pudiera ayudarme en mis pesquisas. -Si al menos tuviera el apellido-, rezongaba. Me animé de visitar, otra vez, al hipnotista, pero necesitaba de una amiga que me acompañara, para que el galeno no pensara que yo estaba chiflada y que se entusiasmara en saber de mi vida pasada. Descartado mi enamorado para evitar sus estúpidos celos, había, sin embargo, una mujer con las particularidades que yo buscaba afanosa y ansiosa: la loca Daniela del diario deportivo Tiro Libre. A Daniela en realidad le faltaba un tornillo, o quizás dos o muchos, je. Muy disparatada, distendida, siempre jovial, enigmática a veces pero súper súper súper divertida, nos hicimos buenas amigas después de muchas comisiones juntas. Como yo no sé nada de fútbol, ella me orientaba, me daba tips y me recomendaba preguntas para hacerle a los futbolistas, incluso yo la molestaba siempre llamándola a su móvil y pidiéndole consejos para redactar las noticias deportivas o escribiéndole a su w******p. Ella respondía, presta, solícita, acompañando sus textos con un bonito emoji. Ella estaba saliendo, además, con un futbolista, pero lo dejó porque chocaban mucho por las publicaciones que hacía el combativo Tiro Libre, siempre ácido y áspero con los futbolistas. Daniela es muy bonita. Delgada, alta, pelo ensortijado y ojos verdes. Parece una gata. Tiene muchos tatuajes. Me gusta una luna que tiene en el cuello pero a ella le vacila una flor que se hizo en la pantorrilla. Lleva los nombres de sus padres uno en cada brazo y a la altura del pecho derecho está una sirena. Siempre se ufana entre las chicas que tiene una hermosa rosa dibujada en un glúteo y que en el pubis, después de depilarse completamente, se hizo un girasol. Tiene un espacio reservado, afirma, arriba del pecho izquierdo, para poner el nombre de quien algún día será su marido. -¿En qué te puedo ayudar Roxy?- me contestó ella bostezando. Recién se había levantado. -¿Vas al diario hoy, loquita?-, le pregunté intrigada y nerviosa. -No, hoy descanso, ¿por qué?-, siguió ella somnolienta. -Para que me acompañes donde un doctor-, mordí mis labios. -Si es el ginecólogo, olvídalo. Le tengo fobia a esos sujetos-, continuó ella bostezando. -No, es un hipnotista-, eché a reír. Eso recién la entusiasmó. -¿Vas a ver a un hipnotista? ¿Para qué? ¿Te va a transformar en una paloma?-, se alborozó mi amiga. -Quiero saber mi pasado-, le confesé mordiendo mi lengüita. -¡Qué loco, Roxy!, me apunto, ¿a qué hora te busco?-, alzó ella la voz eufórica. Quedamos en juntarnos en un parque. Daniela llegó puntual, en jean, camiseta, una gorrita puesta al revés y sus lentes oscuros. También zapatillas y no llevaba medias. -¿Para qué quieres saber tu vida pasada?-, me dijo convidándome goma de mascar. Le conté todo el rollo. Ella descolgó su quijada. -Guau, ¿eras un hombre? ¿mujeriego? qué loco-, decía admirada. Recién entonces, en ese instante, supe por qué le decían la loca a Daniela: en todo lo que hablaba siempre decía "qué loco". Era su frase habitual. También le dije de mis peleas con Maicol. -Los hombres no entienden nada, arrugó ella su boca, creen que nosotras no tenemos nuestras inquietudes, dudas y vida propia- Le saqué la gorra. -Tienes que verte más seria, pues, loca-, le reclamé. Cuando llegamos le pedí que por favor anote todo lo que yo diga. -Voy a grabarlo con mi móvil, mejor, me anunció, ¡qué loco! esto va a ser como en las películas de espionaje- Lo importante, le dije, era saber el nombre y apellido de ese sujeto, dónde vivía, su dirección, o algo que nos indicara la zona dónde estaba su casa, su empleo y si fuera posible, a cuántas mujeres enamoró o quizás hasta quiénes eran esas tipas. Todo eso lo apuntó Daniela en su móvil. El doctor terminaba de atender a un cliente. Nos sentamos y repasamos nuestro plan. -Si ves que algo está mal le pides que me despierte, le fui diciendo, yo confío en ti, plenamente, loca- -No te preocupes, estás segura conmigo, ¡¡qué loco!! esto sí que está de emocionante-, ensanchó ella su risita maquiavélica. -Señorita Villafuerte, qué gusto verla por aquí-, dijo el galeno. Nos hizo pasar a su consultorio. Le dije, de frente, que quería averiguar sobre mi vida pasada. -Quiero hacer una novela. Me parece muy apasionante lo que era yo antes de venir a este mundo: un mujeriego-, le dije. -¿Pondrás mi nombre?-, se interesó el doctor. -Solo si usted lo desea-, eché a reír coqueta. Otra vez se mandó su perorata de los riesgos de la hipnosis, de que no era una ciencia confiable, que la mente y el subconsciente no son cosa de juego, de que únicamente se podían rescatar imágenes, nombres pero que de todas maneras no era algo cierto, a rajatabla, sino posibilidades, nombres que se escuchan sin saber y quedan grabados en la memoria de cada persona y que eso confundimos con una supuesta vida anterior y bla bla bla y bla bla bla. Después de eso, el doctor me sumió en un sueño absoluto. Mis párpados cayeron como un telón sobre mis ojos y un enorme cansancio se apoderó de todo mi cuerpo, hasta quedar profundamente dormida.
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