Tomé el tranvía y me bajé cerca del estadio, a unas cuadras. Iba bien vestido. Me puse mi sombrero, una corbata chiquita, mi saco, un chaleco por dentro y ajusté bien los tirantes. Tenía mi pantalón watatiru. Fui por donde pasaban los nuevos carros enormes y largos que hacían colectivo al Jirón de la Unión y la Plaza de Acho y me presenté en las oficinas por la puerta que daba a Santa Beatriz, donde estaba el hipódromo.
-Soy Escobedo. Vengo por el empleo-, le dije a una señorita. Tecleaba en una máquina de escribir enorme.
-Usted es el único que ha venido, me sonrió ella, siéntese un momento-
Ella entró a otra oficina. Me quedé viendo a un grupo de atletas que hacían ejercicios en la explanada. Más allá pasó el tranvía chirriando sus ruedas.
-Ya, señor Escobedo, salió la señorita, empieza ahora mismo. Firme aquí y vaya a los vestidores para que le den un overol-
El contrato era sencillo, en triple copia. Trabajaría siete horas, más una para comer. -Me trae su partida de nacimiento, dos fotos tamaño carnet y un compromiso en papel sello sexto-, me dijo ella engrapando el contrato. Me dio una copia poco legible.
El overol era grandote. Me veía inflado igual a un globo. Cogí una escoba y un recogedor y Bracamonte, mi nuevo mi jefe, un señor de edad, me ordenó limpiar las butacas de la perrera junto a otro empleado llamado Rufino.
-Llévate la caja de herramientas, a veces se rompen los tablones o los chicos sacan los tornillos de las tablas-, me dijo.
Subí las escaleras hasta la pista de ceniza y vi la majestuosidad del estadio con su torre al frente y atrás mío, el marcador de madera, aún con el resultado del último partido, M. Sucre 1 C. Iqueño 1.
Me dio risa.
La puerta de la perrera estaba abierta y habían muchos puchos de cigarro regados, infinidad de papelitos, cáscaras de frutas, diarios arrugados, cartones y trapos. -Es un asco-, resoplé molesto.
Y cuando empecé a barrar la vi a ella, flotando en la pista de ceniza, igual a una grácil gaviota, trotando majestuosa y angelical, dejando que el viento remueva sus pelos como la cola de un destellante cometa.
Alta, delgada, cabellos rubios, muy amarillos, como llamaradas que me cautivaron de pronto, y su porte de diosa, espléndida, enfundada en un buzo plomo. Trotaba y parecía una gacela brincando en un vasto campo verde, con su tierna mirada perdida en un horizonte lejano.
-Se llama Fátima, es la campeona de cien metros-, me dijo Rufino viéndome imantado a la armoniosa figura de ella, pletórica de curvas.
-Es hermosa-, balbuceé como idiota recreándome con su proverbial encanto, tan mágico y esplendoroso.
Seguí limpiando con mucho afán cuando una vocecita me dejó absorto y sin reacción.
-¿Usted es Escobedo?-
Era ella, la campeona de atletismo.
Tenía la cara duchada de sudor, sus pelos mojados y resoplaba agitada. Y se le veía aún más hermosa con su mirada felina, sus pupilas pardas que me imantaban y su carita de ángel. Tenía las manos en las cinturas y vi que sus caderas eran amplias.
-Sí, madame, dígame-, me ofrecí solícito.
-Ay, no puedo abrir el casillero donde tengo mis cosas, el señor Bracamonte me dijo que usted podría abrirlo porque tenía las herramientas-,me rogó con su vocecita muy dulce.
Bracamonte era mi flamante jefe, ya les conté.
Fuimos a los vestidores . -¿Usted entrena aquí?-, le pregunté hecho un idiota.
Ella resopló su risa. -No, yo vengo al estadio a cantar tangos-, estalló en carcajadas.
Me azoré. -Me refiero a que compite en atletismo-, insistí.
-Ajá-, volvió a decir ella seca y cortante.
El candado, en efecto, no abría. Posiblemente estaba enmohecido por la humedad. Le soplé varias veces, pero igual la llave no daba vuelta. Parecía atascada.
Fátima estaba con los brazos cruzados, seguía chorreando el sudor y se le veía fastidiada. Tenía su mirada aburrida pellizcándome la espalda.
-Yo corría la maratón en el colegio-, intenté hacerle conversación.
-Maratón es difícil, se necesita mucha resistencia-, me dijo. Su vocecita se tornó aún más suavecita y musical, como una melodía dulce y tierna.
-Ya lo creo, yo siempre llegaba último-, me resigné y ella reventó, otra vez, en carcajadas. Me sorprendió. Me volví a verla porque Fátima no podía contener la risa. Me revisé el overol pensando que se había roto o algo. Quedé estupefacto.
-¡Nunca ganó!-, se balanceó ella festiva, con lágrimas en sus ojos, producto de sus risotadas.
-Siempre último-, me contagié de sus carcajadas.
Eché mucho aceite a la rendija del candado, lo palanqueé con fuerza y finalmente logré abrirlo. -Está mohoso. Voy a pedir otro candado-, dije revisándolo. Ella tomó su maletín, lo abrió con cuidado, sacó una toalla, jabón, perfumes, peine y chancletas y sacudió un vestido floreado. -Voy a bañarme, ha sido muy amable señor Escobedo-, me dijo y se metió a las duchas.
Yo quedé encantado, maravillado de ella, de su infinita belleza, de sus ojitos encantadores y su risa tan risueña y blanca como la espuma del mar.
-Gracias por ser tan hermosa-, balbuceé estremecido y anonadado de ella.
-De nada-, me escuchó ella y, azorado, tuve que salir corriendo de los vestidores.
*****
Galarreta me dijo que fuera a cubrir una balacera.
-¡Se están matando en un callejón! ¡La policía ha rodeado a unos delincuentes! ¡Tienen rehenes!-, iba relatando entusiasmado, mientras leía los mensajes de texto que mandaba la comandancia y que iban colgando en las r************* .
Miré a Marifé asustada.
-Ponte tu casco, tu chaleco antibalas, no te acerques mucho, usa el stick selfie. Procura esconderte en un buen parapeto-, me fue recomendando Marifé, mientras ella me hacía un moño con el pelo, para que pudiera estar libre. Me dio sus zapatillas (calzamos igual). -Es mejor que tus botines, tienen un taco muy alto-, se quejó ella.
El piloto, Jorge, ya estaba en la unidad. -¡Vamos señorita Roxana!-, me dijo y sin esperar a que me acomodara y me pusiera el cinturón de seguridad, arrancó y me fui de espalda al asiento. Reí.
-Oye que yo no quiero ser la noticia del día-, seguí riéndome divertida.
Jorge fue dribleando los carros, serpenteando por las pistas y en menos de lo que canta un gallo, estábamos ya cerca, efectivamente, de una intensa balacera. El policía que había resguardado la zona, nos pidió tener cuidado. -Los delincuentes están armados hasta los dientes-, nos advirtió, levantando el cordón amarillo. Mucha gente estaba apiñada cerca, resguardada entre las esquinas, otros miraban agazapados de sus ventanas y un oficial con un megáfono pedía alejarse, no ponerse en los vidrios y ocultarse lo más seguro posible,
Habían muchos colegas, escondidos detrás de los patrulleros, alineados como una trinchera de fierro. Me puse mi casco y mi chaleco antibalas y me acerqué gateando hasta donde estaban ellos.
-¿Cuántos son?-, le pregunté a mi amiga Miriam, del diario La Verídica. Ella estaba escondida detrás de un auto de la policía.
-Cinco. Tienen a una mujer allí dentro-, me dijo.
Encendí mi móvil y me conecté con la redacción. Di mi primer informe para la web. -Una intensa balacera sacude esta zona. Cinco sujetos armados mantienen una rehén y están bien armados. No dejan de disparar sobre los efectivos policiales que han acordonado la zona-, dije. Y con el stick selfie hice una panorámica del corralón de estaban atrincherados los sujetos. Justo dispararon una ráfaga. Escuché a Galarreta aullar en la línea.
-¡¡¡Qué buena toma!!!-
Miriam se divirtió conmigo. -Él celebra y tú arriesgas la cabeza-, chasqueó la boca.
Donald del diario El Chismoso también llegó arrastrándose con su casco y su chaleco.
-¿Vas a colgar información en tu web?-, le pregunté.
-Ya mandé una foto-, me contestó. Donad estaba aterrado.
De nuevo reventaron los balazos. Nos sobrecogimos y yo me tapé entre mis brazos. Me hice un ovillo.
Un capitán de policía, se acercó a nosotros.
-Por nada del mundo se muevan-, nos ordenó.
Más lejos estaba Luis del canal Punto A. Los policías no lo dejaban pasar a él ni su camarógrafo.
-¿Qué pasa con Lucho?-, le pregunté a Miriam.
-Quiere hacer tomas de la balacera. Es muy arriesgado, pues-, me dijo ella.
La balacera se hizo más intensa. La policía intentó un asalto por los techos y los ladrones respondieron disparando sus automáticas. Volví a levantar mi stick selfie y conseguí grabar las escenas precisas del furioso intercambio de disparos.
-Cuelguen ese video, está buenazo-, le dije a Marifé.
Al instante ya tenía casi como diez mil likes.
-La idea es que se le vayan acabando las municiones-, me dijo el capitán. Estaba junto a nosotros, muy atento al desarrollo de las acciones.
-Pero no saben cuántas armas tienen, a lo mejor allí era su guarida-, especuló Donald.
-No. No. No, dijo el capitán, hemos ido viendo las armas que usan. Han quedado en silencio dos revólveres y una UZI. No tienen más armas-
Yo estaba entre asustada y entusiasmada. me gustaba mucho estar en la acción. Sonreía. Miriam en cambio estaba perpleja. Más allá estaba
Tatiana, la fotoperiodista de El Matinal. Temblaba y estaba angustiada. Mordí mis labios.
-Esto es mejor que en las películas-, sonreí.
-Ve esta mujer, me reclamó Miriam, se cree con nervios de acero-
La incertidumbre se prolongó más de una hora. Y como dijo el capitán, al final, los facinerosos se quedaron su balas. No tuvieron más opción que rendirse. La mujer que mantenían en rehén fue liberada.
-Luego de más de dos horas de intenso tiroteo, la policía logró detener a una peligrosa banda de asaltantes y consiguió rescatar a una mujer que mantenían en rehén. Logramos captar escenas impresionantes de la balacera y esperamos sus comentarios y likes, amigos internautas-, dije en mi informe final.
Galarreta gritaba entusiasmado.
-¡Bien Roxana! ¡Espectacular!-, decía.
Mordí mis labios. -Entonces un aumento, jefe-, sonreí pícara.
-Uuuuuy, bromeó Galarreta, ya no se escucha. Se cortó toda comunicación-
Moví la cabeza. -Idiota-, dije fastidiada.