-¡Señorita Villafuerte!-, me llamó el director furioso, con los ojos repletos de furia, estrujando la frente, la nariz y la boca. Jalé mi falda, me arreglé el pelo, cogí mi celular y de dos brincos, fui a su oficina.
-¡No dimos el terremoto en Turquía!-, dijo iracundo meciéndose en su silla. Yo estaba de pie delante de él.
-No sé, señor, Gutiérrez está a cargo de las internacionales-, le dije parpadeando de prisa.
-Sí, ese inepto del demonio, ya no lo quiero en esa sección. Usted hará las internacionales-, siguió diciendo el director con la voz huracanada, ladrando su furia.
-¿Y espectáculos?-, pregunté. Eso era lo que yo hacía en la web.
-Igual, haces espectáculos e internacionales, también quiero que te encargues de las policiales, porque Luna se va a otro diario-, me dijo, girando hacia su PC y se puso a teclear, dejándome sin reacción ni qué decir.
De vuelta a mi asiento, crucé las piernas y metí mi lapicero en la boca.
-¿Qué te dijo Galarreta?-, me preguntó Marifé.
-Que reemplace a Gutiérrez en la web-, dije mordiendo el lapicero.
-Uyy, seguro te hará la guerra-, especuló Marifé.
Yo no tenía por qué sentirme culpable. Era orden de arriba. Empecé a buscar noticias en el internet, cuando Gutiérrez se detuvo delante mío, exhalando con ira. Sus soplidos, incluso, me despeinaron.
-Eres una cualquiera-, me insultó de buenas a primeras.
Quedé pálida, absorta y boquiabierta. Marifé tampoco dijo nada. Estaba más petrificada que yo.
-Seguro te le regalas a Galarreta-, insistió con la ira dibujada en su cara. Intenté calmarlo.
-No es lo que piensas-, le dije con un tonito suplicante y melodioso.
-Ah ya, eso fue entonces, te le regalaste a Galarreta, mujerzuela. Bueno, ya que también haces policiales, ahora te voy a dar una buena noticia-, me amenazó. Yo no supe qué hacer. Tartamudeé un montón de cosas, cuando Gutiérrez, de repente, fue corriendo hacia el balcón y de un brinco se tiró al vacío.
Desorbité mis ojos, grité espantada y me jalé los pelos. Mis lentes saltaron con mi espanto y corrí hacia el balón, dando trancos, aullando desesperada, presa del pavor. Los gritos se multiplicaron y el terror se apoderó de la reacción. Me empiné al balcón y allí estaba Gutiérrez desparramado en el suelo y en un gran charco de sangre, en medio de un enorme charco de sangre, sin vida.
Lo único que hice fue gritar y ponerme a llorar.
*****
¿Desde cuándo me di cuenta que estaba reencarnada de un hombre? No sé, pero eran muchas veces que me encontraba con sujetos, todos mayores de edad, que me parecían conocidos, incluso los saludaba, hasta con su nombre.
-Hola Damián, ¿cómo va tu reuma?-, recuerdo a un fulano que estaba sentado en una banca de un mall, suspirando. Tenía la cabeza cubierta de canas, los bigotes amplios cubriendo su boca y sostenía con dificultad un bastón.
-¿Nos conocemos?-, se interesó, corriendo sus lentes hasta la punta de su nariz.
-Claro, le decía, hemos gorreado tranvía en la avenida Brasil-
El anciano sí que se sorprendió. Desorbitó los ojos. -Pero señorita, usted es demasiado joven para haber subido a un tranvía-, se alarmó.
Entonces quedé petrificada, desconcertada, tragando saliva, jalando mi pelo y parpadeando con dificultad. Salí despavorida del mall.
Casos como el de Damián me pasaban a cada rato. En otra ocasión fui con Maicol a la playa. Habíamos estado comiendo un helado en el parque del amor y él me dijo que fuéramos a caminar por la arena. Me hice la remolona, ay, suspiré coqueta, distendida, pero él es impetuoso, activo y me jaló como una marioneta, tanto que mi helado fue al suelo y se llenó, de inmediato de hormigas.
-No seas tosco-, le protesté, pero él me jalaba como si yo fuera un cochecito, de esos que se usan para el mercado.
Debíamos bajar por unas escaleras angostas para llegar a Agua Dulce y Maicol no se acordaba el camino. Entonces crucé mis brazos y le dije estrujando mi boca. -Por donde están las duchas pues-
Maicol echó a reír. -¿Duchas? aquí no hay duchas-, me aclaró.
Le tomé de la mano y culebreamos por un angosto sendero, serpenteando el acantilado, hacia unas matas y ramales muertos y bajamos por una caída libre, de pasto y tierra. -Aquí, por las duchas-, le insistí.
Y allí, en esa estrecha pampa, de tierra muerta y pichi pestilente, me detuve pálida, balbuceante y hasta tonta. No había nada.
-Aquí, aquí es-, tartamudeé. Maicol echó a reír. -Seguro lo viste en tus sueños-, dijo divertido.
Pero un empleado de la Municipalidad que podaba los pastos, trepado al acantilado, nos escuchó.
-Uy señorita, las duchas fueron retiradas hace más sesenta años-, me aclaró.
Entonces me di cuenta que algo no andaba bien conmigo.
Lo peor fue cuando Maicol me llevó al estadio a ver a jugar a su equipo. Yo renegaba iracunda, tenía arrugada mi nariz y me senté molesta en la silla con los brazos y piernas cruzadas, furiosa porque ¡¡¡odio el fútbol!!! Él en cambio gritaba, saltaba, maldecía y requintaba sin estarse quieto.
-¿Viste Roxana? Fue offside, fue offiside, qué ladrón es el árbitro-, masculló Maicol.
-¡Qué demonios será offside!-, chirrié los dientes.
-¡¡¡¡Gooool, Roxana, gooollll!-, gritó Maicol, me alzó de los hombros y me hizo brincar como un títere. Yo igual a una zonza le seguía sus brincos, pero la verdad, ni sabía cómo había sido el tanto, porque estaba ocupada limando mis uñas.
-Ni que fuera el gol de "Toto" Terry a Brasil-, le reclamé a Maicol cuando ya se tranquilizó y se tumbó feliz en la banca.
-¿Quién?-, se extrañó él, recuperando el aliento.
-El gol del "Gringo" a Gilmar, por las eliminatorias al Mundial de Suecia-, insistí convencida, habiendo brillar mis ojos, moviendo el tobillo de la pierna que tenía cruzada.
Un tipo que estaba detrás nuestro y estaba embobado con mi pelo largo, sedoso, le jaló el brazo a Maicol.
-Fue en el 57, le hizo el gol en su palo de Gilmar-, le aclaró.
Y allí fue que Maicol me llevó a rastras donde un hipnotista.
Me hizo ver un péndulo. -No quite la mirada, señorita, siga fijamente como hace tic tac, tic tac, tic tac-, fue diciendo y de repente empecé a tener mucho sueño. Comencé a bostezar y sentí que los parpados de mis ojos se desplomaban como un telón, sin que pudiera evitarlo. Por más esfuerzo que hacía para aupar mis ojitos, la cortina seguía cerrándose, porque pesaban como una tonelada.
Escuchaba la voz del doctor hablándole a Maicol. -Mire su brazo, parece un trapo-, dijo el hipnotizador y sentía que tomaba mi mano y la lanzaba como un juguete a todas partes. Eso lo percibía, hasta que el sueño me ganó y me quedé profundamente dormida.