Me encontré de pura casualidad con Nancy. Yo debía hacerme un chequeo de rutina en el hospital obrero, el que está en la avenida Grau. Había tomado un colectivo hasta la Plaza Bolognesi y como era temprano, me bajé y me fui caminando hasta el nosocomio. Era una mañana tranquila, había poco sol, contados carros y estaban haciendo obras de ampliación en el Paseo Colón. Apenas percibí un escaso movimiento en las calles e iba mirando y admirando de las bellas chicas que iban a sus respectivos empleos, ataviadas de sus largas faldas tubo, hasta abajo de las rodillas que me impactaban sobremanera.
-Van a quitar un sardinel para que pasen más carros-, me contaron los obreros sobre los trabajos que venían haciendo, en forma acelerada en el Paseo Colón.
Lima estaba creciendo muy rápido, en realidad. Ya se estaban poblando los cerros de La Victoria y El Agustino. Decían que era parte de un fenómeno social. Muchas personas se estaban trasladando de provincias a la capital en busca de mejores oportunidades y ponían sus casuchas en las laderas de los cerros, incluso desafiando los escarpados, en forma temeraria, para vivir allí en los peñascos.
-Pronto todo el cerro quedará copado de gente-, me advirtió un policía que dirigía el tránsito en Wilson con Colón, mientras contemplaba cómo se iban poblando las laderas y las quebradas por las casuchas hechas con palos, tablas y esteras.
No me extrañaba, además. Eran muchas las familias las que llegaban a la capital, sobre todo proveniente de la sierra, pues el centralismo se estaba convirtiendo en una verdadera enfermedad en el país. No había preocupación en descentralizar las empresas y las ofertas de trabajo decaían en el interior del país y eso obligaba a la gente a venir en busca de una mejor vida hacia la ciudad principal de nuestra nación.
Los tranvías también vivían sus últimas horas de vida, me dijeron. La compañía que estaba a cargo de su funcionamiento arrastraba ya, fuertes pérdidas y su situación se había tornado insostenible para pagar a sus empleados y el carísimo mantenimiento de esos gigantes de fierro. A esto se sumaba el paulatino crecimiento del parque automotor, la proliferación de los colectivos y la constante llegada de buses haciendo rutas importantes como al centro de Lima y el Rímac, Callao, Yerbateros y José Leal.
-Hay menos unidades, me dijo un boletero cuando abordé el tranvía que iba a Viterbo, apenas nos quedan veinte-
La situación, entonces, de tan valioso transporte, era de agonía. Y a mí me perjudicaba porque yo me trasladaba a todo sitio en tranvía, costaba barato y siempre encontraba asiento disponible. Me había acostumbrado a ese transporte.
Cuando llegué al hospital, fui a recepción y dije que tenía una cita de rutina, obligación que imponía el comité de deportes a todos sus trabajadores.
-Espere un momento que lo llamen, señor-, me dijo entonces la enfermera.
Me puse entre otros numerosos pacientes que aguardaban ser atendidos cuando escuché la voz de Nancy.
-¡Miguel!-
Me volví sorprendido, boquiabierto, buscando afanosamente en medio del movimiento del nosocomio y la vi a ella, sonriente, angelical, agitando su manito con insistencia.
-¡Qué sorpresa!, me emocioné, ¿trabajas aquí?-
-Sí, ya tengo un año-, sonrió ella con ese encanto tan suyo, mágico y dulce que me desbarataba por completo.
Justo me llamaban. -¡Escobedo!, consultorio siete-, gritó una enfermera.
-¿A qué hora sales?-, me interesé.
En una hora más. Hice madrugada-, sonrió ella como el chasquido de una ola.
-Te busco, apenas los doctores me revisen-, me entusiasmé.
Luego de examinarme con mucha atención, sin encontrar ninguna anomalía, el doctor me extendió un certificado de buena salud, en papel sello sexto que previamente había pagado en caja.
Salí contento y lo primero que hice fue buscarla a Nancy. Ella ya se había cambiado, escribía su informe de la noche en un cuaderno empastado y luego se despidió de sus compañeros, riendo y parpadeando contenta. Marcó su tarjeta en el reloj.
-¿Qué te habías hecho, Miguel? Tiempo que no te veía-, me resondró.
-Estoy trabajando en el estadio, le conté, me va bien-
Fuimos a tomar desayuno cerca a la universidad, en un restaurante simpático. Pedimos café con leche y ella tamales y yo dos panes con mantequilla, mis preferidos.
-Tenemos que bailarnos nuevamente un matancerazo-, me anunció ella riendo.
-¿Has escuchado lo nuevo de Carlos Argentino?-, estiré mi sonrisa.
-No, pero ya me han dicho que está buenazo-, dijo ella sin despegar sus ojos de mis pupilas.
Nancy estaba muy interesada en mí, siempre lo estuvo. Desde que nos conocimos en una fiesta. Me sonríe, me hace gestos, me coquetea y no paraba de decirme que yo soy guapo, elegante y que sabía bailar muy bien.
-Cada vez estás más hermosa-, le recité, entonces, mirando sus ojitos muy negros. Ella pasó la lengua por sus dientes.
-Me halagas-, me dijo muy coquetea meneando su cabecita.
-Y tu boca, tan divina y provocativa-, me le insinué aún más, acercándome a ella.
-Seguro quieres besarme-, me desafió alzando su naricita.
No era difícil para ella adivinar mis intenciones. Yo no dejaba de contemplar su rostro angelical, su nariz recta y chiquita, su boquita roja, donde se dibujaba su linda sonrisa y me encantaba la forma cómo llevaba el pelo, amontonado sobre sus hombros. Ella parpadeaba con insistencia, sexy y sensual volviéndome una gran antorcha.
Y pues, sin resistirme más, me acerqué y la besé con honda pasión, con esmero, saboreando sus deliciosos labios. Los sentí deíficos y muy dulces. En un instante quedé ebrio de ella.
- Cada día besas mejor-, se empalagó Nancy con mi boca. Pasó sutil la lengua por sus labios.
-Estoy libre, le dije, se supone que debo ser auscultado por un médico hasta mediodía-
Ella juntó los dientes. -Vivo cerca-, me anunció.
La pasamos de maravillas. Fue delicioso, puro fuego que nos volvió una enorme fogata. La besé y estrujé con mucha pasión y encono y ella gemía y suspiraba con mis besos. Era una música adorable que encendía aún más mis fuegos. Mordí su cuello, lamí sus pechos y estrujé sus caderas con loco embeleso, haciéndola estremecer una y otra vez, y exhalar candela en su aliento.
La hice mía, invadiendo sus entrañas como un huracán desbocado llegando hasta sus más profundos límites, motivándola a aullar como una mujer lobo. Ella parpadeó obnubilada, sintiendo mi ímpetu alcanzando abismos cada vez más profundos que me maravillaban y encantaban.
En el clímax del momento, ella se revolcó en mis brazos, se jaló el pelo, desorbitó los ojos y sopló toda su sensualidad, haciéndome sentir el rey del mundo, el único dueño del universo.
Nos quedamos tumbados en la cama, respirando aceleradamente, rendidos a tanto encanto y devoción de nuestras carnes desnudas.