Capítulo 8

1094 Words
Carolina me llamó esa tarde. Yo recién había terminado de barrer la tribuna norte del estadio, estaba empapado de sudor, me pasé un pañuelo por la cara y el jefe refunfuñó desde la boca del túnel a los vestidores, pasándome la voz, masticando su cigarrillo. .-¡Miguel! ¡Te llaman!- Cogí la escoba y el recogedor, me colgué la bolsa de basura y bajé de prisa por las escaleras, hacia la salida del estadio y de allí volví a entrar al túnel, hasta la oficina. El fono estaba descolgado. -¿Aló?- -Hola, ingrato-, refunfuñó Carolina. Reconocí su voz de inmediato. Me encantaba esa tilde que tenía, muy dulce, sensual y súper coqueta. -Hollaaaaaaaa mi amor, dije efusivo, riéndome, ¿cómo conseguiste este número?- -Idiota, estoy trabajando en el piquete de la policía en el Estadio Nacional, te he visto muchas veces entrar a trabajar con tu balde y tu overol-, me dijo mella riéndose con sensualidad. ¿Uh? Ella sabía, entonces que yo trabajaba allí. Me azoré. -¿A qué hora sales?-, empecé a sudar frío. -Ya terminé mi turno-, me anunció con su vocecita tan dulce, musical y mágica que me despeinaba por completo. Miré a mi jefe. Tapé el fono con mi mano. -¿Ya puedo irme?-, le pregunté alzando las cejas. Él ni me miró, seguía viendo el programa de caballos. Iba a jugarse un vale triple. Eso lo noté. -Sí, Miguel, eso es todo por hoy, mañana hay fútbol, ayudas en la puerta cuatro-, me dijo el jefe concentrado en los aprontes, peso y jinetes en la lista de competidores. Él esperaba ganar mucho dinero en las carreras. -Me baño y te busco-, dije feliz entonces de poder verla a ella tan hermosa como era. Me duché de prisa, me puse mi camisa a cuadros, mis pantalones holgados, me colgué los tirantes y me puse una chompa. Le pasé un trapito a mis zapatos y me puse mi sombrero de ala ancha. Ya casi no se usaba, pero a mí me gustaba seguir llevándolo. Había sido de mi padre y me daba un aire a truhan que me gustaba porque pensaba que eso impresionaba las chicas. Fui al piquete, al lado de la puerta principal del Estadio Nacional. El guardia de turno me conocía. Siempre estaba destinado a la perrera, unos tablones largos rodeado por alambres donde se sentaban los boletos más baratos, y yo le regalaba entradas para el fútbol. -Hola Miguel-, me saludó cordial. -Hola Gustavo, busco a Carolina-, le anuncié soplando mis nervios. -¡Cabo!-, gritó a voz de cuello. Me escondí entre mis hombros aún más azorado. Y entonces salió ella con su vestido hasta las rodillas, de lunares, hermosa como una sirena. Sus pelos largos sujetos con un divino listón, su chompa abotonada hasta el ombligo, su cartera grande y los aretes chiquitos, como botones que me encantaban tanto. Carolina sonreía con esa magia que me había capturado para siempre. -Vamos por un café, necesito hablar contigo-, me dijo con un tono enigmático. Yo tenía un hambre bárbaro, así que nos fuimos caminando a La ballena, a unos pasos del estadio. Pedí un lomo saltado, panes y café. Ella solo pidió un cafecito y galletas. -Se casa mi hermana, la Lupe, ¿la recuerdas?-, me dijo de hachazo. Yo me atragantaba con el arroz, la carne y las papas sancochadas. Deliciosas. -Claro, le dije, la chica de pecas-, recordé. Lupe tenía muchas pequitas debajo de los ojos y rodeándole la nariz. Todos le llamábamos así, la pecas. Ella era una dama agradable, sencilla, con mucha chispa, siempre contando chistes y ocurrencias. Diferente a Carolina parca, reservada, cortante y casi eternamente impávida pese a su vocecita tan encantada y sensual. -Se casa con un músico, imagínate. Están muy enamorados-, decía ella mordiendo las galletas. Yo imaginé que me pediría comprarle un regalo o algo así, quizás contratar la iglesia o alquilar un local. -¿Vamos?-, me dijo Carolina siempre cortante, seca, mirándome como si fuera a degollar una gallina. ¿Qué le iba a decir? Ella estaba hermosa, con su boca pintada de rojo, sus cejas bien delineadas y con su carita de ángel que me cautivaba. -¿Entonces volvemos?-, me entusiasmé. -Nunca hemos peleado-, se alzó ella de hombros riéndose coqueta. -Dijiste que necesitábamos un respiro-, le recordé. -Ay, zonzo, eso no es pelear-, echó Carolina a reír. Pagué la cuenta y ella tomó mi brazo. -¿Sales con Nancy?-, me disparó a quemarropa. No le iba a contar nada, tampoco. Juan y Tobías la habían estado afanando con insistencia por lo que me apuré a salir con Nancy. La habíamos pasado muy bien en la fiesta en la casa de la Maruja que yo estaba súper entusiasmado. La busqué en el hospital, a la hora que salía, y le compré un peluche de un oso. Hacía mucho sol y sudaba. Al fin apareció ella, caminando de prisa, con su uniforme blanco, llevando una cartera grande. -¡Nancy!-, tuve que pasarle la voz. Ella se sorprendió. Buscó por todos lados. Al fin nuestras miradas se golpearon igual a las olas estrellándose con las rocas en la playa. -;Miguel, Miguel!, dijo arrugando las cejas, ¿dónde te habías metido?- -Mucho trabajo-, me excusé, tomándole la cintura y besándole la boca. Pensé que lo iba a tomar mal, pero ella puso sus manos en sus hombros. -Pensé que te habías olvidado de tu bailarina predilecta-, siguió riendo con esa risita que me trastornaba. Hicimos el amor como locos. Nos volvimos potros recorriendo nuestros cuerpos desnudos, redescubriendo nuestras amplias geografías entre muchos y besos y caricias. Volví a descubrir sus pechos grandes, divinos, mágicos de ella, duritos como caramelos y después de ese excitante suplicio, mis manos recorrieron la tersura de su piel frágil y exquisita. Volví a palpar esas caderas que me maravillaban y la besé por los brazos, yendo y viendo por su tersura, perdido en su encanto. Disfruté de sus fuegos que la calcinaban por completo. Todo era hermoso en ella. Sus crines desbordando sus hombros, los pechos empinados, deseosos de ser lamidos, sus curvas pletóricas de sensualidad, la piel tan suave y delicada, las caderas anchas, evidenciando sus sentaderas grandes y apetitosas. Fue algo maravilloso que disfruté hasta el último suspiro de ella. Cuando volví a la realidad miré a Carolina. Ella era tan o más hermosa que Nancy. Sonreí. -Por supuesto, vamos-, le dije. Dicen que la diosa fortuna toca una vez a la puerta. A mí ya me había tocado dos veces, je.
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